Los resplandores de Omega

Written by on 26/06/2012 in Ensayo, Literatura - No comments

Literatura. Ensayo.

Por Manuel Gayol Mecías

Paisaje de ensueño

Paisaje de ensueño

Del estado alfa, de las transformaciones  y las revelaciones (1)

Hoy no me esperes porque la noche será negra y blanca

Gerardo de Nerval

     El sueño —con todas sus implicaciones— es el universo imaginario al que solo se entra mediante la transformación que va del cuerpo físico a la dimensión mental y, también, a lo extraordinario de una indescriptible astralidad. En el sueño es como habitar un espacio inagotable fuera del tiempo; un espacio tan diferente que no es tal, sino un descenso y un ascenso, pero más que todo es una ingravidez mística que, sin saberlo, rehacemos cada noche. Sumergidos en él nos alejamos del logos y nos acercamos al mythos, nos convertimos en arcanos inconscientes de nuestro destino original.

     En el acercamiento al sentido original está Dios que nos transforma, nos transfigura, porque con la transformación regresamos al futuro y nos adelantamos hacia el pasado: eso de querer expresar en mi propio poema que el impulso/ está al final/ indetenible y eterno/ nos encuentra en el origen. Aquí, en el origen, laten los resplandores ocultos de una potencialidad que solo podría hacerse efectiva después de la muerte, mientras que en el estado de vigilia alcanzamos los destellos de algunos de esos resplandores. Pero es en el sueño natural —no descuento las posibilidades de la hipnosis y las drogas alucinógenas— en el que intentamos recuperar esa noción primordial de lo que fuimos y seremos, y hasta de lo que somos en medio de nuestra ignorancia:

      Los primeros instantes del sueño —confiesa Nerval— son la imagen de la muerte; un adormecimiento nebuloso embarga nuestro pensamiento y no podemos determinar el instante en el que yo, bajo otra forma, continúa la obra de la existencia. Es un subterráneo indefinido que se ilumina poco a poco, y donde se desenvuelven, a la sombra de la noche, las pálidas figuras gravemente inmóviles que habitan en la mansión del limbo. Después el cuadro se forma, una nueva claridad lo ilumina y las apariciones fabulosas se mueven: el mundo de los espíritus se abre ante nosotros.[2]

      El sueño comienza así con un estado extraño (intermedio) que dimensiona la realidad física; un extrañamiento en el que —como ya dije— vamos del límite de lo corporal (la mente aún guarda las experiencias objetivas del contexto inmediatamente circundante) a lo astral. Porque en el inicio del sueño uno, aún, permanece atado al mundo físico, debido al recuerdo de la conciencia vivida.

     En esta primera etapa del sueño es cuando el subconsciente comienza a despertar…

     En efecto, hay un estado alfa del sueño, en el cual lo involuntario y desconocido despierta sobre la realidad vivida recientemente. En esta fase la conciencia dormida todavía influye, aunque se va debilitando progresivamente. Es como si los restos de la voluntad fueran languideciendo en una suerte de historia esencial que recuerda el paso por este mundo de algunas cosas y hechos tangibles, impresionantes; cosas y sucesos objetivos que se resisten a la transformación total; una historia en proceso de fabulación, en la que el tiempo deja de ser tal para devenir su espacio imaginario. Esto quiere decir que el sueño, en su inicio, admite los hechos que ha proporcionado la experiencia vivida, pero sólo con un sentido de selección y de referencia; o sea, la impresión de una realidad concreta se va diluyendo en la medida que aumenta la fuente del subconsciente, este en su proyección crea un primer estado extraño, la dimensión alfa que metaforiza una realidad conocida.

     El estado alfa es la entrada a —y la salida de— una romantización de la noche; es la posibilidad en que se va complejizando paulatinamente una urdimbre de metáforas, alegorías y símbolos hasta llegar a la profundidad y después a la cima de Omega; es un proceso de ambivalencia, de duermevela y ensoñación que en ocasiones se manifiesta inseguro, con la intranquilidad propia de lo incipiente.

     En estado alfa el sueño mantiene una linealidad espacial (diríamos, de espacio aparentemente ordenado), pero con la deficiencia de saltos, cortes e interrupciones, entrecruzamientos y deformaciones. Razonablemente hablando (hasta donde podamos hacerlo, claro), el sueño incluso cuenta con una cierta lógica de estructura en la que las cosas se sienten como a distancia, porque el durmiente que soy las contempla desde arriba. Sueño así con una visión panorámica y aérea, como si todo sucediera debajo de mis ojos, pero que al mismo tiempo son ojos separados de mí, ojos que en un momento dado se hacen uno y siguen mi propia aventura. Porque cada noche el durmiente que soy se aventura en una historia de lo que fui y seré, una historia de historias, fragmentariamente imaginada por el subconsciente.

     Según sea la intensidad de alfa, esa instancia primera del sueño, las imágenes toman color, se descubren unas a otras como un sortilegio de vida, a veces quizás, un tanto explicables, otras mucho menos explicables; lo que quiero decir es que las imágenes tienen vida; que son auténticas transformaciones de alguna experiencia persistente; y son auténticas porque —ya en el estado alfa— significan algo más que una simple experiencia objetiva, significan algo nuevo que de hecho me ha situado en otra dimensión.

     Ocurre también que en esta dimensión yo soy el protagonista, el sujeto que realiza la acción fundamental. Pero soy un protagonista narrado por mí mismo; y esta es la sensación que me identifica con el subconsciente. Ahora soy el ego del otro y a la vez el otro de mi propio yo; ergo, el ego se hace imaginario: lo consciente se ha tropologizado, se ha convertido en una metáfora de sí mismo, en una refracción del ser ahí. En verdad, ahora soy la ubicuidad del sueño: el que sueña y es soñado; tal vez el doble sin contradicción; una otredad reconciliable, como la soñara Unamuno.

     Este desdoblamiento que percibo en los sueños alfa siempre me ha impresionado, y esta impresión aún no la puedo explicar. Creo que tampoco necesita explicación: soy al fin la sensibilidad en el sentido del origen.

     En el distanciamiento entre mi yo-narrador (o demiurgo del subconsciente) y mi yo-protagonista hay un velo de transparencia, una especie de sustancia etérea que, a pesar de interponerse, no produce opacidad alguna. A través de ella puedo sentir con intensidad, y no digo ver porque estoy convencido de que en los sueños el corazón tiene su visión y los ojos su sentir. Son los ojos del corazón que devienen —repito— un solo ojo. El ojo que observa y contempla un ángulo infinito.

     El caso es que entre mis dos yoes —el narrador y el protagonista—, toma lugar esa membrana no como sustancia, sino como esencia; algo con vitalidad de ámbar, transparencia semitangible y semiinvisible que me arriesgaría a definir como un estar ahí de mi uno y de mi otro. Es por este velo  (umbral de lo objetivo y la imaginación) que el sueño alcanza una atmósfera poética que incluye lo onírico (si todavía no nos atreviéramos a afirmar que lo onírico es también poesía): airecillo, brisa y viento, agua, fuego y luz de ángeles que retornan del origen: el impulso que deforma las imágenes del mundo exterior; que refracta las experiencias conocidas reconstituyéndolas en imágenes de una dimensión nueva y sensible. Y este estímulo asimismo es la fuerza escondida que —durante la vigilia del estar despierto e incluso en la acción de cada día— en ocasiones especiales brota sorpresivamente como esencia de fe y de esperanza.

     Claro que hablo de fe y de esperanza desde un punto de vista místico, cuando la posibilidad del éxtasis dentro del sueño incursiona en nuestro estar despierto y asistimos a las revelaciones que nos llegan del fondo más luminosamente oscuro del sueño, o de la original conciencia. Y es que en estado de sueño alfa —de sueño del exterior— sucede lo inverso: resulta que aquí lo poético se encuentra contaminado de materialidad y todavía no se presenta una total naturaleza simbólica, o metafórica, o de abstracción mental capaz de confundirse con la astralidad de Omega; porque, como dije en un principio, es la primera fase en la que el sueño se halla muy cercano a la conciencia de lo real-concreto. Tan sólo entonces, siquiera, presiento el vigor del universo que, como un imán divino, me atrae hacia los umbrales de Dios.

     A medida en que la noche avanza —esa noche caprichosa de los románticos y del éxtasis místico— el sueño va descendiendo hacia un fondo indeterminado y más lejano. Aquí sobreviene la pesadilla, ese estado demoniaco de la paradoja. En mucho se puede experimentar la sensación de la “caída”, cuando perdimos el sentido primordial del Ser divino. Y en este nuevo proceso de la pesadilla —probablemente no tan extenso si se pudiera medir en un tiempo de vigilia— la materialidad de la conciencia dormida, su recuerdo, persiste con tesón porque sabe que está a punto de ser desalojada; y es por eso que se entabla una tensión de lucha áspera entre el recuerdo de las vivencias objetivas y el impulso del ámbar que deforma las imágenes del exterior para transformarlas de una vez. Pero a pesar de resistirse, las imágenes corporales se van difuminando; el mundo físico se desvanece, y es Dionisio quien va suplantando a Apolo… Primeramente el caos del surrealismo es alucinante, pero después el éxtasis místico se impone. Caos aparente, porque ya casi he dejado atrás esa duermevela tangencial de lo objetivo, ahora voy entrando en el reino astral de lo onírico, en la inenarrable y verdadera dimensión del subconsciente, donde todo es suposición, especulación y sugerencia. Y digo inenarrable porque lo esencial aquí es profundamente poético, lo poético concebido por la pura emoción que va de la pesadilla (o agonía de la muerte) al nacimiento del amor sin límites.

 Todos estamos llamados al amor, a Dios (al menos, para mí Dios es un sinónimo de Amor). Y más tarde o más temprano, alguna vez, entraremos en El, y lo haremos de espíritu entero, resarcidos por la aprehensión final del misterio que es todos los misterios. Y entraremos en el Amor por la legítima gracia, infinita, de ese amor que —inefablemente— llevamos dentro, depositado en lo más intrincado de nosotros. Por eso tenemos que bajar hasta el fondo de lo que somos, vernos la cara en el mismo espejo de la bilis y transformar al otro que soy —que somos— en el que fui —fuimos—. Sólo esa purificación nos salvará de ser condenados por nosotros mismos.

     Por eso es que ya no estoy en la duermevela o la ensoñación, no; ahora me hallo en la vastedad del universo, y al mismo tiempo voy del centro a sus fronteras; en cierto grado soy espíritu en estado de incandescencia, me quemo y me rehago simultáneamente en la purificación preconcebida por Dios. Sin duda —parafraseando a Novalis— me encuentro en “la corriente esencial que representa a lo no representable”, mi yo “ve lo invisible y siente lo insensible”[3]. Pero con la excepción de que aún no hay parusía, no hay visión de Dios. Y estoy entonces en la potencialidad del cosmos que es la poesía, ese fundamento raigal de la existencia humana en camino hacia la fe del punto Omega, final de la cosmogénesis.

     En el sueño vasto o Imago —fase primera de Omega— no se presiente con inseguridad —como sucedía en el sueño alfa— la fuerza o acción vital que anima el universo, sino que se siente en su fecundidad sin tiempo y sin espacio. Este es el momento —dormido en el vórtice de la noche— en que se exalta nuestra imaginación creadora (soy el somos de todos los seres). Esta imaginación creadora nos ha quedado del origen, ese “sentido interno” que yace hondamente escondido y que surge en el sueño vasto (Imago), en un principio como turbulencia, caos, oscuridad radiante, y luego como flujo de luz que nos transporta hacia la indescriptible región de Omega.

     Es en este instante crucial de la madrugada, cuando quizás la Luna está a sus anchas, que comenzamos el ascenso (que comienzo el ascenso) por alcanzar el Ojo inalcanzable, paradoja de la atracción siempre distanciada. El Ojo que me observa para transfigurarme, que rehace todos los fragmentos de mi poesía. Nada más puedo creer que llego así a la exacta inmensidad; y lo único que me queda es presentir que soy de nuevo un ser entero, pero ahora transhumanizado, debido a que asisto a la divina agonía de mi cristogénesis. Es aquí cuando tiene que darse el instante de la muerte vital, porque nacemos para morir, y en el sueño nocturnamente morimos para nacer. Aclaro: en el sueño alfa llegamos a morir para nacer en el sueño vasto (de Imago), luego volvemos a morir en el descenso a la vastedad, para comenzar el ascenso hacia Omega, y por último regresamos al sueño alfa para morir nuevamente… pero entonces morimos en un despertar aciago, incomprensible en ocasiones, por la irrupción, siempre sorpresiva, del mundo físico de cada día.

     De modo que una vez más viene el descenso, sin que sepamos por qué la “caída” se repite. Algo sucedió en un inexacto momento de la noche que nos expulsa de la región de Omega; es como volver de lo transhistórico a la Historia. Vamos dejando atrás la posibilidad de permanecer en la primitiva condición paradisiaca del ser. El Gran Tiempo de Omega se disuelve. La libertad se empieza a perder, se pierde. En realidad, ocurre una ruptura con la condición esencial que —supongo— hubimos de alcanzar cuando, en el sueño, pasamos de la vastedad al acercamiento de Omega. Volvemos a sentir el horror de las coordenadas del tiempo y del espacio. Al parecer, cada noche, padecemos una crisis espiritual que no sabemos definir en el estado de vigilia, pero que sí nos deja ese sabor agridulce de una nostalgia muy honda. Nos quedamos entonces con el sentido del mito que hubo de ser la verdadera realidad de la prehistoria. De hecho, la Historia ahora pasa a ser la búsqueda de nuestras raíces más remotas.

     Antes de despertar experimentamos otra vez la narratividad de algunos sueños. Muy probablemente son sueños cortos, short stories, a modo de cuentos que a veces se disgregan o entrecruzan, se mezclan, y dan lugar a un sueño otro. De nuevo vemos y sentimos la participación y el distanciamiento, la ubicuidad del doble que somos; incluso llegamos a darnos cuenta de que estamos soñando. La conciencia va aflorando, insistiendo por imponerse. En el trayecto del descenso los instintos se hacen presentes y los traumas toman formas de demonios… Por esta razón, muchas veces recordamos sueños que se repiten durante nuestra vida; sueños que indican la incapacidad que hemos sufrido en alguna etapa de la infancia y la adolescencia, la incapacidad que desarrollamos como hombres, la incapacidad que nos caracteriza para no asimilar el estado de culpa original en que nacimos (No me refiero solo a la culpa original bíblica, sino además al apecado original del universo, que es la imperfección de la muerte).

     Al fin, abrimos los ojos y tratamos de recordar el misterio que vivimos… pero la memoria queda perdida en medio de una nebulosa. Y es en eso que los sueños nos dan el sabor de una nostalgia, que por las limitaciones de la conciencia no podemos detallar. Pero el ser humano es una paradoja vital: porque gracias a esa incapacidad de ser humano, como ha descubierto el poeta cubano Eugenio Rodríguez, es por lo que, ya despiertos, esperamos con ansias la noche para soñar nuevamente con aquello que nos sueña.[4]

     Y todo porque en el ser humano subyace —muy internamente— el sentido original de algo que fuimos. Ese sentido puede traducirse como que es una fuerza inmanente que tiende hacia la inconciencia del ser, o hacia la irrealidad (de lo verdaderamente real que aún no conocemos); o sea, hacia lo que precisamente fuimos y que después, por injusticia nuestra, dejamos de ser. Lo que fuimos y no recordamos, y que volveremos a ser en estado de transparencia, por justicia de Dios.

     Ahora bien, de la misma manera que el ser humano en este mundo cumple con su tránsito; es decir, cumple con el viaje que va de Alfa hasta Omega, extremos extraordinarios de Dios, que al mismo tiempo los contiene y supera, de la misma manera, repito, el ser humano también realiza este recorrido todas las noches por el camino del sueño. Porque el sueño es el viaje íntimo que se dirige al encuentro del ser que está en nosotros. Y es que el sueño reactiva nuestras reminiscencias originales que vienen de Omega en el proceso de esa naturaleza profunda que somos como reflejo de la trascendencia que fuimos.

Omega, así, es el súmmum del misterio; es el deseo de Dios, la humanización de Cristo y el aliento divino que nos busca. Por eso de Omega no podemos referir cosas lógicas (incluso, no me es dado decir el Omega ni la Omega, porque Omega no tiene género, puesto que no es sustancia, sino esencia). En todo caso, nos acercamos un tanto sobre la base de reflexiones filosóficas, cuando entramos en el idealismo subjetivo o en la metafísica de la trascendencia; y sólo somos capaces de apreciarlo si por vocación (o mejor: por fe) recurrimos a una teología universal, no exclusiva. En este sentido la apreciación teológica conlleva también lo filosófico. Pero es quizás mediante las intuiciones y presentimientos que, en ocasiones fugaces, lo captamos al tratar de transmitir poéticamente la sensación de su presencia. Y pienso que ni siquiera el lenguaje de la poesía logra revelarlo del todo. De aquí que Omega contenga lo poético y, hasta cierto punto, se deje sentir en los sueños.

     Entonces, desde mi sueño en la exacta madrugada, no sé cómo describir el encuentro con Omega. Hasta ahí llegan mis posibilidades, porque la narración de algo es asimismo un proceso; es el hecho de hablar acerca de una sucesión de cosas que, a pesar de la diversidad de recursos lingüísticos que se empleen, siempre dependerá del tiempo físico. Lo más que puedo hacer, después que despierto casi sin memoria, es presentir un haber estado ahí. A lo mejor intuyo una imagen poética y enseguida otra y otra hasta componer un poema; o quién sabe narre una fábula que esté marcada por una indescifrable fuerza poética. Pero sólo eso. Más allá (o más acá) queda la fe para creer; la fe, que si se tiene en alto grado, puede hacerme sentir despierto lo que por haberlo soñado no puedo explicar.

(La Habana, 1993 — Bell, California, 2006 — Eastvale, California, 2012)


[1]Estas intuiciones sobre el sueño han sido extraídas de mis particulares experiencias imaginativas. Nunca serán un modelo general de lo que es el sueño para todo el mundo; pero, claro, a través de los sueños, cada uno hace un viaje a la región de Imago, cercana a Omega. Y eso es lo importante de la diversidad humana: que todos estamos unidos por nuestro común origen.

[2]Consúltese a Albert Beguin, en su libro El alma romántica y el sueño, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1954; el capítulo XVIII: “Nacimiento de la poesía” (pp. 435-477); véanse las posibilidades que brinda su relato Aurelia para la introducción y vi­vencia del sueño. Léase en la p. 438, en la que Nerval dice: “Me lancé a una audaz tentativa. Resolví capturar el sueño y arrancarle su secreto…”. También la cita que aparece en el texto se encuentra en la p. 439.

 [3] Consúltese a Eduardo Azcuy: El ocultismo y la creación poética (“Nova­lis y la visión del ‘Otro Reino’”, Caracas, Monte Ávila Editores, 1982, p. 79. Si se desea ampliar en el universo romántico de Jorge Federico Felipe, ba­rón de Hardenberg, más conocido por Novalis, consúltese el libro citado de Albert Beguin: capítulo XI: “La estrella matutina” (pp. 242-270).

[4]Consúltese a Eugenio Rodríguez: “Las formas del no-poderse”, publicado en la revista Vivarium, La Habana, Arzobispado de La Habana, n.8, marzo de 1994, pp. 24-27.

Manuel Gayol Mecías

Manuel Gayol Mecías es el editor de Palabra Abierta (www.palabrabierta.com).
Escritor y periodista cubano. Graduado de licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad de La Habana en 1979. Fue investigador literario del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (1979-1989). Posteriormente trabajó como especialista literario de la Casa de la Cultura de Plaza, en La Habana, y además fue miembro del Consejo de redacción de la revista Vivarium, auspiciado por el Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana.
Ha publicado trabajos críticos, cuentos y poemas en diversas publicaciones periódicas de su país y del extranjero, y también ha obtenido varios premios literarios, entre ellos, el Premio Nacional de Cuento del Concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) 1992 [libro censurado por la institución castrista después que el autor viajó a España e hizo declaraciones a la prensa que molestaron al régimen cubano]. En el año 2004 ganó el Premio Internacional de Cuento Enrique Labrador Ruiz del Círculo de Cultura Panamericano, de Nueva York, por El otro sueño de Sísifo. Trabajó como editor en la revista Contacto, en 1994 y 1995, en Burbank, California. Desde 1996 y hasta 2008 fue editor de estilo (Copy Editor), editor de cambios (Shift Editor) y coeditor en el periódico La Opinión, de Los Ángeles, California. Actualmente ha vuelto a trabajar en La Opinión como editor y Copy Editor y reside en la ciudad de Eastvale, California. OBRAS PUBLICADAS: Retablo de la fábula (Poesía, Editorial Letras Cubanas, 1989); Valoración Múltiple sobre Andrés Bello (Compilación, Editorial Casa de las Américas, 1989); El jaguar es un sueño de ámbar (Cuentos, Editorial del Centro Provincial del Libro de La Habana, 1990); Retorno de la duda (Poesía, Ediciones Vivarium, Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana, 1995); La noche del Gran Godo (Cuentos, Neo Club Ediciones, Miami, 2011); Ojos de Godo rojo (Novela, Neo Club Ediciones, 2012)

©Manuel Gayol Mecías. All Rights Reserved

 

 

About the Author

Manuel Gayol Mecías is the Director and Editor of Palabra Abierta (“Open Word”; mu.gayol3@gmail.com), and a Cuban writer and newspaper man. He was a Senior Researcher in the Literature Investigation Center of the Casa de las Américas (Havana, 1979-1989), and was a member of the editorial board of Vivarium magazine, a review published under the tutelage of the Archidiosis of Havana. He has published innumerable critic essays, short stories, novels and poetry in many Cuban and foreign literary reviews and newspapers, and has been the recipient of various prizes in literature, among them the Short Story National Prize of the Union of Writers and Artists of Cuba (UNEAC), 1992, and the Enrique Labrador Ruiz International Short Story Prize of the Círculo de Cultura Panamericano (Pan-American Circle of Culture) of New York, 2004. He worked as editor of Contact Review, from 1994 to 1996. He worked at La Opinión Spanish Newspaper as Editor and Copyeditor (1998 to 2014). At present, he is one of the founders of the Club del Pensamiento Crítico at the Huntington Park Public Library. He is a member of Cuban History Academy in Exile, and a member of Cuban Pen Club in Exile, too, and vice president of Vista Larga Foundation. Published works include "Retable of the Fable" (Poems, Editorial Letras Cubanas, 1989); "Multiple Appraisal of Andre’s Bello" (Compilation, Editorial Casa de las Américas, 1989); "The Jaguar is an Amber Dream" (Short stories, Provincial Center of the Havana Book Editorial, 1990); "Return of the Doubt" (Poems, Vivarium Editions, Archiepiscopal Center of Studies, Havana, 1995); "The Night of the Great Goth" (Short stories, Neo Club Editions, Miami, 2011); "Eyes of Red Goth" (Novel, Neo Club Editions, Miami, 2012); "Marja and the Eye of the Maker" (Novel, Neo Club Editions, Miami, 2013); "Inverse Trip towards the Reign of the Imagery" (Essays, Neo Club Editions, Miami, 2014) and "The Fire’s Artifice" (Short stories, Neo Club Editions, Miami, 2014); "Coincidencias de un editor (o el exorcismo de Joel Merlín)" (Novel, Palabra Abierta/Neo Club Ediciones, Eastvale/Miami, 2015); "La penumbra de Dios (De la Creación, la Libertad y las Revelaciones)" (Essays, Palabra Abierta/Neo Club Ediciones, Eastvale/Miami, 2015); "Las vibraciones de la luz (Ficciones divinas y profanas). Intuiciones II" (Essays, Palabra Abierta Ediciones/ Alexandria Library Publishing House, Eastvale/Miami, 2016).

Leave a Comment