Siesta, que no fiesta. La pandemia está propiciando una cuarentena de ámbito mundial y, sabido que no hay mal que por bien no venga, las siestas en edad laboral, muchas veces posibles incluso en nuestro país sólo los fines de semana, pueden ser estos días incorporadas a la rutina, poniendo en pausa la disciplina que marca la alternancia de sol y luna. En consecuencia, poder dormir a la luz del primero y que sean las sombras quienes presencien nuestro despertar. Así, y para quienes en circunstancias normales han de vivir dando el callo desde la salida del astro rey hasta su puesta, el virus les permite ahora mejorar su salud con base a dejar la conciencia en suspenso tras la sobremesa, sea en la cama o el sofá del salón.
¡Bien haya quien inventó el sueño!, decía Sancho Panza, y entregarse a él en plena digestión, es buena solución cuando estamos de mierda hasta el cuello. En dicha tesitura y contradiciendo a Brecht, dormir se antoja mucho mejor que cantar, dado que no están los tiempos para según qué. Encerrados en casa las 24 horas, el reloj ha perdido protagonismo, y si unas semanas atrás detener el despertador por la mañana sólo estaba al alcance de unos pocos privilegiados sin hora de entrada al trabajo, poder prescindir hoy de cualquier alarma -siempre que no sea la dictada por el Gobierno- es merecida compensación por la que nos ha caído. Y más apreciable si cabe ahora que se ha alargado el día.
La siesta subraya que la vida es sueño y, tras semanas de encierro, permitirá hacer plausible aquella voluntad beckettiana, en otras ocasiones tan cuesta arriba, del “No puedo seguir. Voy a seguir”. Por fortuna, de día y con la barriga llena, dormir está hoy al alcance de muchos más que antaño. Dormir y soñar, acaso, que el coronavirus sólo fue un mal sueño, aunque ya se encargarán los noticiarios de volverlo real nada más abrir los ojos.