La vida es sueño o, quizá mejor, duermevela, porque es en esos ratos cuando la azoriniana observación de que vivir es ver volver, se manifiesta en toda su plenitud y brillan deslumbrantes las luciérnagas del ayer, los paisajes, las caras y los afectos. Con el añadido de que en cada insomnio uno puede esforzarse en traer, junto a la almohada, el fragmento del pasado que quiera rememorar.
Yo suelo, en las noches que se alargan, elegir la edad y circunstancias a recobrar: niñez bajo la manta y junto a la bolsa de agua caliente que traía mi madre si llegado el invierno o, de apretar el calor, aquella acampada en el cabo de Creus junto a unos amigos que no he vuelto a ver y el enorme pulpo que pescamos. Sin embargo, las opciones son para cada uno innumerables y ahí están, en plena oscuridad, las iluminadas calles que transitabas en las distintas ciudades donde hayas vivido, el bar de la esquina y su ajedrez o la primera novia, la sala de cine y la espera en el intermedio para volver a entrar y aguantar el No-Do antes de la segunda película, el tranvía 67 que solías tomar a la carrera cuando ya en marcha… O el dormitorio en aquella casa, y la ventana… ¿dónde daba la ventana?
Quizá tengamos con algunos recuerdos, y mientras nos damos la vuelta hacia el otro lado, esa relación de tipo vicioso que apuntaba Bufalino en su “Perorata del apestado”, y los acariciemos como hacen algunos con los cadáveres amados. Pueden sobrevenirnos placeres y nostalgias que durante el día permanecen agazapados, de modo que, tal vez, compartamos el deseo de que no desaparezcan esos ratos para poder regresar a balcones, esquinas y viejos amores. Y es que Sancho Panza creo que se equivocó con su “Bien haya quien inventó el sueño”. Mejor la duermevela.
[30 de julio de 2019]
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