Ensayo. In memoriam.
Por Manuel Gayol Mecías…
Para Oswaldo Payá Sardiñas, in memoriam
Me recupero ante el pensamiento de que la muerte es el regalo de una vida nueva, y que el inverosímil aniquilamiento es un sueño
Jean Paul
Algún filósofo o poeta dijo alguna vez que nacemos para morir y morimos para la vida. Y tengo la impresión de que esta frase, que parece un sofismo o una cursi perogrullada, es esencialmente verdadera. De modo que añadiríamos la certeza íntima de que podemos ser (o somos) eternos (desde antes, porque este antes viene desde el origen divino del hombre y la mujer), pero que esta eternidad la modificamos —para bien o para mal— al nacer y al morir. Con la mente y en el cuerpo, toma forma el espíritu del ser humano, que a partir del nacimiento se hace inseparable de la carne hasta la muerte.
Carne y espíritu se funden como una sola pieza que recorre el tiempo. Sólo con la muerte natural (1), cuando el tiempo desgasta la carne totalmente y la hace polvo, el espíritu entra a su mejor dimensión para esperar el reencuentro consigo mismo. No en balde Francisco de Quevedo fraguó poéticamente la materia y el espíritu como un concepto del amor:
Cerrar podrán mis ojos la postrera
sombra que me llevare el blanco día,
y podrá desatar el alma mía,
hora a su afán ansioso lisonjera;
mas no desotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía;
nadar sobre mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa.
Alma, a quien todo un dios prisión ha sido,
venas, que humor a tanto fuego han dado,
médulas, que han gloriosamente ardido,
su cuerpo dejarán, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrán sentido:
polvo serán, mas polvo enamorado.
El poeta, en su famoso soneto, descifra la muerte; no la niega, sino que la reconoce. El deseo del cuerpo es una ley de la materia, pero no así para el fuego del corazón. Todo lo visible queda inerme, todo lo táctil se deshace, pero el alma entera se desata: “Hora a su afán ansioso lisonjera”. Y al mismo tiempo, el poeta sabe que el alma no se ha ido, sino que ha ganado su ubicuidad espacial, ontológica, ese sentimiento de ser exactamente ceniza y vuelo, átomo y esencia, polvo y amor.
Contra toda lógica, pienso que debemos creer en las intuiciones del poeta. Más cuando su premonición indica que para ser antes y después de la muerte hay que estar enamorado. El amor entonces es la misma imaginación de mi inmortalidad. Soy por el amor y seré para el amor. Mucho antes que Quevedo ya Pablo lo hubo de expresar en su carta a los corintios:
Si yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, y me faltara el amor, no sería más que bronce que resuena y campana que toca. Si yo tuviera el don de profecía, conociendo las cosas secretas con toda clase de conocimientos, y tuviera tanta fe como para trasladar los montes, pero me faltara el amor, nada soy. Si reparto todo lo que poseo a los pobres y si entrego hasta mi propio cuerpo, pero no por amor, sino para recibir alabanzas, de nada me sirve (2)
Podemos ser inmortales. Y lo somos no sólo por las ideas y el recuerdo que dejamos en los vivos (agujero de nuestra presencia que queda en el mundo objetivo), sino además porque nacemos con el espíritu y el alma que nos continúan después de la muerte; esencia invisible e intangible que en su espacio atemporal (ubicuidad) rehace del polvo su cuerpo nuevo. Esto es un misterio que únicamente la imaginación puede sentir: imaginación poética y de fe que no se explica, sino que se tiene como intuición de su verdad.
Es por esta intuición que me atrevo a imaginar la audacia de esta paradoja vital, sin regresión; me explico: la muerte es vida, y no viceversa. En este sentido, la muerte es el cambio último de la vida física; es el nacimiento definitivo de la persona que he sido a la vida definitiva del otro ser que seré. La muerte es el gozne que nos refracta hacia una realidad vertical, un destino cualitativamente superior, en el que siempre buscamos la gracia de Dios. Y la búsqueda comienza desde este mundo de acá, desde este mundo complejo e insoportablemente bello, cuando intuimos —quizás desde el mismo vientre de la madre— que estamos hechos para lo infinito.
Pero resulta que en esta vida podemos aprehender el sentido del amor, o nos quedamos en el vacío del desamor, que es la soledad total. Si elegimos bien —puesto que somos libres para decidirnos por el amor o no, en la medida en que nos rehagamos en la caridad del otro (otredad por la fe), en la justicia (que es la reivindicación de lo humano) y en la esperanza (que es la confianza del encuentro original), nos convertimos en germen del buscador que debemos ser. Esto es como decir: germen o semilla del encuentro con el misterio, porque Dios es la poética y la fe constantes llamada a ser, es la poética y la fe en su renovación, debido a que su plenitud no la podemos agotar enteramente.
Es en este sentido que me interesa recalcar que Dios, además de la fe, es la poesía (en todas sus variantes, en todos sus temas, en todas sus maldiciones y alteridades). De ahí que la poesía —como intuición genuina— pueda entrar en una metafísica de Dios y de la muerte. El poema se caracteriza por atrapar el instante, cualquier instante no explicable, y quiere hacer sentir el entrecruzamiento de unas imágenes enrarecidas por el sueño, convertidas por la imagen exacta de una muerte, quien dice entonces cualquier muerte, como el “último sueño” de este poema que dedico a Sor Juana Inés de la Cruz:
Siento el vértigo del mundo,
luego la paz.
Pido a Dios que ya me espere.
Soy su semejanza
en mí mismo
en el asomo de la tierra.
Allá abajo estoy aquí
con la nostalgia de haber sido
el niño que soy también adentro.
Ahora seré fértil …
Callo los ojos, sí
callo la voz
y sueño al fin la vida.
Con mi propio poema aspiro a situar ese punto preciso de la muerte (no sé si lo he logrado, pero ha sido mi intención), ese punto crucial entre un antes y un después. Sé que los poemas no se explican, pero voy a arriesgarme a sugerir que al estar vivos hacemos la vida que conocemos a través de los sentidos y de la racionalidad, y con el después podríamos alcanzar la potencialidad de reconocernos en el misterio. Es en la dimensión del acá donde preparamos nuestro futuro, nuestra escatología, como seres en un estado dinámico de materia-mente-vida: un estado cambiante hacia el enigma de la gran aventura.
En esta vida física nacemos hacia la muerte (otra vez, verdad de Perogrullo), en la que convergen nuestros defectos, nuestros anhelos y ansias, nuestros miedos y esperanzas, y hasta nuestro propio misterio de que seremos lo que aún no conocemos, pero que sí podemos imaginar. Si reconocemos el don divino (si aceptamos la imaginación poética y la fe), entonces podríamos imaginar nuestra salvación. Para mí la salvación es poder llegar a diluirnos en el misterio del amor, a pesar de nuestra existencia mundana. Creo, incluso, que por ser mundanos es que tenemos derecho al amor. Porque en esta opción de libertad que Dios nos concedió escogimos el camino de la trascendencia, por lo que la dicha después de la muerte ha de ser felizmente inexplicable, algo tan sublime que no quiero entender, sino sentir. Por eso la fe y la poesía salvan, nos aseguran la verdad del Reencuentro inmediato y al mismo tiempo (ubicuidad) nos mantienen en la expectativa espiritual para recuperar transfigurado un cuerpo que fuimos y que seremos.
Por eso, en este proceso del presente que vivimos, si no revitalizamos la vida espiritual, o la sensibilidad poética, que podría verse como su analogía, dependeríamos nada más de la bondad de Dios para rehacernos nuevamente. Y si tampoco aceptamos el regalo de esa gracia, entonces, después de la muerte, probablemente continuaríamos cayendo en el descenso de la soledad. En este último caso, ya estaríamos en el Infierno que aquí hemos comenzado, donde la muerte se convertiría en un deseo —incierto en su destino— hacia el amor.
De modo que la muerte es el centro culminante de la libertad que he tenido de ser. Libertad para la libertad o libertad para la soledad…
La muerte natural —porque en todo momento he estado hablando de la muerte natural— es el otro extremo del arco de la vida, esa necesidad de la materia para poder revitalizarnos en el amor. Amar la vida es asimilar la muerte, que significa aceptarla; interpretación esta aparentemente extraña a nuestro condicionamiento instintivo de seres humanos. Pero también como humanos tenemos el don de la intuición como tránsito del intelecto hacia el espíritu. Por eso desde esta perspectiva —la intuición— amamos la vida y nos preparamos para la muerte sabiendo que más tarde la vida tendrá su plenitud. Es como decir que vivo mi muerte o muero viviendo, lo que me hace comprender que yo, si quiero salvarme desde el don de la fe, y de mí mismo, no he de terminar en la muerte. Más allá de mis intuiciones, y en mi fe, me convenzo intelectualmente de que morir es transformar mi vida en lo que me propongo en este mundo temporal, en el que el pasado y el futuro se realizan en un presente de vida histórica. Porque —como ha expresado Octavio Paz— “también la muerte es un fruto del presente. No podemos rechazarla: es parte de la vida. Vivir bien exige morir bien. Tenemos que aprender a mirar de frente a la muerte” (3)
Cuando perdemos el miedo de morir, perdemos por tanto el miedo de vivir. Vivimos así en una libertad mayor, con el sentido previo de que cumplimos con la necesidad de ser para algo; un deber para con nosotros mismos, para con los demás y para con la trascendencia. El miedo que no se supera es otro tipo de muerte: aquella que cada vez más nos hace caer en la soledad, en el terrible Infierno de la Nada, que también comienza en este mundo. La vida en el miedo o el miedo a la muerte nos anula, nos corta la libertad de decidir nuestro propio destino; porque una vida sin libertad espiritual, sin seguridad interior, sólo conduce al desarraigo ontológico de lo absurdo.
En mi poética (que por supuesto no la he inventado ni es absolutamente mía, sino de muchos con sus muchas variantes de vida), considero que la muerte no es fin del ser humano, sino una puerta para entrar en la dimensión de lo inefable; aunque aclaro que querer vivir una vida siempre más larga, dentro del proceso de vida natural que tenemos, no significa rechazar la muerte como ley biológica, y que nosotros podríamos transformar en necesidad espiritual.
La muerte vital es —en definitiva— un cambio, y hasta más: un impulso que nos lleva hacia el final del principio que es el punto Omega… Tal vez, entonces, en el momento preciso, inmediatamente después del salto de la barrera y en medio de tantas revelaciones mistéricas, encontremos el alma de un poeta como Novalis que nos recuerda sus versos de antaño:
¡Oh, noche eterna, seas alabada,
y alabado tú seas, sueño eterno!
Estamos ya cansados del sol que nos abrasa,
y cubiertos de llagas por la larga tortura.
Se han callado las voces de la tierra extranjera:
es hora de volver a casa, junto al Padre (4).
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Notas:
[1] Aquí la muerte se entiende como modelo antropológico en el proceso natural de nacimiento-vida-muerte. En este caso se puede contemplar también el fallecimiento por enfermedad a cualquier edad del hombre; aunque la mortalidad infantil constituye una excepción por la inconciencia en que aún se encuentra la mente del niño. La muerte por violencia es otra excepción que reviste un tratamiento más complejo en el que entra la aberración del crimen y las consecuencias de las guerras y el odio. Este tipo de muerte es causa y reacción de un estado infernal en el ser humano.
2 Primera Carta a los corintios (13: 1-3), en la Biblia latinoamericana, “Nuevo testamento”, p. 266.
3 Octavio Paz: La búsqueda del presente. ANTHROPOS, Barcelona, 1992, n. 14, p.91. [Discurso en la recepción del Premio Nobel de Literatura].
4 Ultimo de los Himnos a la noche, de Novalis, citado por Albert Beguin en su libro, El alma romántica y el sueño, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1954, p. 269.
(La Habana, 1993 – Bell, California, 2006)
Escritor y periodista cubano. Graduado de licenciatura en Lengua y Literatura Hispanoamericana, en la Universidad de La Habana en 1979. Fue investigador literario del Centro de Investigaciones Literarias de la Casa de las Américas (1979-1989). Posteriormente trabajó como especialista literario de la Casa de la Cultura de Plaza, en La Habana, y además fue miembro del Consejo de redacción de la revista Vivarium, auspiciado por el Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana.
Ha publicado trabajos críticos, cuentos y poemas en diversas publicaciones periódicas de su país y del extranjero, y también ha obtenido varios premios literarios, entre ellos, el Premio Nacional de Cuento del Concurso Luis Felipe Rodríguez de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) 1992 [libro censurado por la institución castrista después que el autor viajó a España e hizo declaraciones a la prensa que molestaron al régimen cubano]. En el año 2004 ganó el Premio Internacional de Cuento Enrique Labrador Ruiz del Círculo de Cultura Panamericano, de Nueva York, por “El otro sueño de Sísifo”. Trabajó como editor en la revista Contacto, en 1994 y 1995, en Burbank, California. Desde 1996 y hasta 2008 fue editor de estilo (Copy Editor), editor de cambios (Shift Editor) y coeditor en el periódico La Opinión, de Los Ángeles, California. Actualmente ha vuelto a trabajar en La Opinión como editor y Copy Editor y reside en la ciudad de Eastvale, California. OBRAS PUBLICADAS: Retablo de la fábula (Poesía, Editorial Letras Cubanas, 1989); Valoración Múltiple sobre Andrés Bello (Compilación, Editorial Casa de las Américas, 1989); El jaguar es un sueño de ámbar (Cuentos, Editorial del Centro Provincial del Libro de La Habana, 1990); Retorno de la duda (Poesía, Ediciones Vivarium, Centro Arquidiocesano de Estudios de La Habana, 1995); La noche del Gran Godo (Cuentos, Neo Club Ediciones, Miami, 2011); Ojos de Godo rojo (Novela, Neo Club Ediciones, 2012).
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