Hay costumbres casi transformadas en obligada normativa, y una de ellas es la organización de los funerales y aspecto del escenario. En cualquiera de los mismos, sea laico o casi privado, existen reglas que se procura no transgredir, pero ello es más evidente cuando ocurre en la iglesia. El lugar que se ocupa en los bancos guarda relación con el grado de parentesco respecto al finado/a, el semblante de todos los circunstantes, durante el proceso, ha de revelar su duelo, y el luto, en los más allegados, viste de negro el dolor. Los varones con traje y corbata, las mujeres con velo y el vestido de elegancia recatada…
Por lo que hace a los comentarios antes o tras el acto, y por supuesto en la homilía del sacerdote, se recordará al difunto/a, tal vez su talante y alguna que otra anécdota entrañable, aunque serán sólo apuntes de lo que guardan en la memoria quienes vivieron cercanos; a veces sólo una frase, el gesto o un abrazo, transmitirán el sufrimiento, y es que los sentimientos encuentran senderos múltiples por los que asomar y en ocasiones se precisa de una adecuada interpretación para traducir lo que significan.
Es lo que ocurrió en aquella ocasión, cuando la esposa del fallecido se presentó con un llamativo vestido rojo, medias y tacones en absoluto adecuados para el acto —se decían todos—. Los comentarios de repulsa se acentuaron al finalizar las exequias y la mayoría se marchó con la sensación de que aquella mujer había perdido la cabeza, a no ser que… Solo una íntima amiga conoció el sentido de lo que parecía despreciable transgresión a los usos establecidos, tras preguntarle sobre el porqué de aquella impropia apariencia.
“Desde que nos casamos, quiso que aprendiésemos a bailar el tango —le contestó entre lágrimas—. Me lo repetía una y otra vez cuando ya jubilado y, pobrecillo, yo nunca le hice caso…”.