Cuando estuvo ingresado en el hospital, no lograba entender lo que ambos médicos comentaban entre sí aunque, por fortuna, ello no fue óbice para ser dado de alta al poco. Igual le sucedió días después con las disquisiciones del funcionario cuando intentó cambiar la domiciliación de sus recibos, aunque llevaba años entre idiolectos y miradas de condescendencia, así que no afectaba a su amor propio el ser incapaz de hacerse a la idea de un Universo infinito y en expansión (lo que se le antojaba un contrasentido) o, de nuevo enfrentado a la cotidianidad, justificar por un decir la política bancaria —no puede ir al mostrador si pretende sacar menos de… Van a cerrar no sé cuántas sucursales…— respecto a unos clientes que, según creía, estaban en la base de su continuidad como negocios.
De vuelta a casa, el estruendo motero de la mano con el proclamado cuidado del medio ambiente y las fachadas repletas de garabatos, cuya limpieza habrán de pagar sus propietarios a fin de que los gamberros, vacunados contra la educación, dispongan otra vez de ellas. Una vez en el sofá de su domicilio, intentó sin éxito comunicarse con Movistar; le contestaba una máquina ajena a su petición, sin posibilidad alguna de diálogo y se dijo que debía ser el recurso cuando no existe la disposición a asumir algo de lo que el otro plantee, cuestión ésta de la sordera a conveniencia, la Babel de nuestros días, que siguió patente en cuanto encendió el televisor. No había acuerdo posible alguno entre políticos de distintas facciones, lo que evidenciaba que, a la larga, las verdades —de haberlas— no importan. Ni a la corta, siendo el engaño, propio o del interlocutor, que cualquiera sabe, el mejor modo de evitar quedar sin máscara. Tan habitual y permanente en todos que, como dijera Pessoa, de intentar quitársela se arrancarían la piel.
Nada de entenderse entre ellos y tampoco las demandas de una población a la que dicen representar. Y la ciudadanía, de la que él era uno más, nunca supo con certeza si el discurso de cualquiera de aquellos líderes se fundamentaba en otra cosa que sus propios intereses, de modo que la oposición entre conjeturas y evidencias, como afirmara Descartes, había derivado en su definitiva superposición lo que, para terminarlo de arreglar, también a él le sucedía. Tal vez por mero contagio. Pero se resistía al parecido y por eso, al rato de escucharlos, quiso convencerse de que transitaba con creciente frecuencia por otra galaxia y, entonces sí, empezó a hacerse cabal idea, volviendo al Universo citado al comienzo, de lo que suponía un agujero negro. Seguramente dentro del mismo se gestaba el progreso, aunque nadie haya regresado, tras la abducción en que estamos sumidos, para explicar cómo y por quiénes se hace posible si es que existe más allá de los avances científicos, porque lo que es en honestidad y empatía…