Al pasar por Orihuela, era obligada la visita a la humilde casa en que vivió su niñez y adolescencia Miguel Hernández, muerto en la cárcel con sólo 32 años y, antes del reconocimiento como poeta, pastor de una treintena de cabras hasta que su invencible alma lo llevase a Madrid.
¡Debí haber venido mucho antes!, me dije al tiempo que recorría las pobres habitaciones. En el pueblo residía también por entonces Ramón Sijé, un íntimo amigo de Miguel y cuya muerte lamentó en una de sus conocidas elegías: “Quiero minar la tierra hasta encontrarte / y besarte la noble calavera / y desamordazarte y regresarte.”. Una pared, en la plaza, muestra algunos versos de aquella lengua en corazón bañada: “Aquí estoy para vivir / mientras el alma me suene. / Aquí estoy para morir / cuando la hora me llegue”. Con ellos palpitándome dentro, seguí por cuartos varios y al patio donde la familia guardaba las gallinas.
Y finalmente, un poco más allá, a la higuera bajo la que escribía, cuando aún en el pueblo, algunos de los poemas que me han acompañado desde la juventud. Me senté en el lugar donde él lo hacía por si pudiera ser presa de aquella inspiración que lo convirtiera en hito.Como era previsible no sucedió, pero la memoria trajo hasta mí otro fragmento: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, / compañero.”. Eran los versos que en su día decidimos que figurasen en el recordatorio del fallecimiento y la lápida del nicho que guarda los restos de mi padre y, entonces sí, un nudo en la garganta. Justo bajo su higuera.
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