He visto en días pasados a gentes encapuchadas, con velas encendidas a plena luz del día y en procesión, descalzas, arrastrando cadenas por los tobillos y anteponiendo, supongo, la penitencia al riesgo de heridas e infecciones. Portando cilicios y, en otros lugares, dándose de latigazos. Nunca mayor acierto que el del recientemente fallecido Jorge Wagensberg al afirmar que, en lugar de convicciones sólidas, mejor líquidas o gaseosas, aunque sigan abundando quienes prefieren las creencias al pensamiento y, en el extremo, la banalidad de una mascarada que las subraye.
Sacralizar la sinrazón con base a dioses o fantasmas -fantasmadas, mejor-, es lo que subyacía también en el sartriano consejo referido en su día a los Gulag soviéticos: “Aunque sea cierto, no hay que hablar de ello” y, en parecida línea, desde las manifestaciones religiosas sin entrar en el fondo de la cuestión, al esperpento que supone el procés. Y espero que entiendan que la contemplación de un espectáculo me haya llevado al otro aunque sólo sea por la similitud fonética entre procesión y procés. En ambos casos, representación teatral por sobre evidencias o su ausencia, primando las emociones y ocupando el lugar que debiera presidir el sentido común.
Frente a soberanismos y cofradías exhibiéndose al unísono, sólo me cabe concluir que la fe puede anidar también en el laicismo y nublar la deseable objetividad en los análisis. Entre vestidos de capirote e investiduras fallidas y sabidas de antemano, exhibiendo unos y otros, en lugar de argumentos, sentimientos para la adoración y el aplauso, deduzco que Fernando Vallejo dio en el clavo con su conclusión: “Iglesia y política, roñas incurables”, Siempre, claro está, que la deriva catalana pudiera tildarse de política, lo que a mi juicio no es el caso.
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