El pasado fin de semana se celebró en Madrid, con eco en la mayoría de capitales, el World Pride; en castellano, el orgullo mundial, más conocido como Día del Orgullo Gay y etiqueta para una efeméride homosexual que se antoja (el nombre, que no la fiesta si es de su gusto) absolutamente impropia.
De acuerdo —¡faltaría más!— en que cada quién asuma y explicite, si le apetece, su orientación sexual, y el repudio o condena de la misma, como sigue ocurriendo en decenas de países, es claro exponente de espíritus y regímenes antidemocráticos sin ninguna justificación ético-racional. Sin embargo, ninguna opción debiera ser motivo de orgullo, e incluso interpretando el tal como reacción a la histórica represión, sigue sonando a desmesura y desenfoque. Porque, para empezar, la identidad de cada cual es poliédrica y denota escasa lucidez el resumirla exagerando —aunque sea un solo día— la querencia sexual como principal faceta, además de ser, dicha exhibición pública, claro signo de inseguridad como lo es cualquier exaltación de la propia identidad frente a terceros.
Llega a ser quien eres, aconsejaba Píndaro, pero se hace difícil deducir que tras semejante espectáculo, persiguen la pretendida y deseable normalización con base en la egolatría y el griterío, artificiales penes enarbolados o culos al desnudo que remiten obligadamente a Cèline, cuando escribió que “Cualquier tonto del culo (traído aquí por literalidad y sin segunda intención) se mira en el espejo y ve a Júpiter”.
Habré de reiterar una vez más, siquiera por soslayar la acusación de homofobia, la oportunidad —la necesidad, si estamos por el progreso— de respetar escrupulosamente la otredad. Pero orgullo, ninguno: ni los manifestantes ni nosotros, los heterosexuales. En cualquiera, homo o hetero, habrá quien tenga motivos para sentir legítimo orgullo, pero no es uno de ellos la orientación sexual, ajena a voluntad o esfuerzo. ¿Debería haber también un día del orgullo femenino y otro para quienes calcen el número 43 de zapato? En síntesis: Día de la normalización, que no de un orgullo manifestado, además, con excesiva tosquedad por no decir grosería. Y para finalizar, lo de gais sigue sonando un algo impostado. Antes eran sodomitas hasta que un húngaro, en 1869, empleó la palabra “homosexual”. Han sido desde antiguo maricas, e ignoro si el anglicismo gay refuerza su orgullo, pero tengo por seguro que la reciente alternativa de letras sumadas (LGTBI) no se va a hacer extensiva en el habla cotidiana, así que, ¿por qué no designar las cosas por el nombre más usado? Pero no fueran a suponer lo que no es: tampoco me gusta, por seguir con los palabros, spoiler ni meme, más bien memez. Para colofón, he oído que a la LGTBI van a añadirle una “Q” y, a este paso, acabarán por hacerse con el abecedario entero, ordenado a su gusto. Otra peculiar forma de normalización. O de orgullo, si lo prefieren