De vez en cuando veo a ese otro que acertadamente apuntara el poeta Rimbaud, observándome desde el espejo. La mayoría solemos pasar frente a él, a diario, sin darle los buenos días siquiera en el baño, aunque detenerse y no apartar los ojos, intentando llegar al fondo, puede hacer de esos minutos un sobrecogedor tránsito hacia lo inesperado.
Supondrá enfrentarse al remedo de uno mismo con algunos rasgos que tal vez habías olvidado si en alguna ocasión los percibiste para saber de ti, para trascenderte más allá de las consabidas rutinas y en eso que llaman metempsicosis: el alma reencarnada en ese/a que te mira, que enarca las cejas cuando tú lo haces, en silencio y ambos sobrecogidos por esa presencia con la que llevabas tiempo sin identificarte. Dos iguales y, no obstante, cada uno solo en su andadura; únicamente hurgando en su identidad cuando acertáis a encontraros e incluso entonces, a veces y como observara Chesterton, perezosos de mirada.
Verme así, en ocasiones, me libera de mí -escribió alguien a quien debía sucederle algo parecido-: convertido en otro que, además, si quisiera suplantarnos lo tendría fácil y nadie lo sabría. El caso es que un ascensor y su espejo es mucho más que el vehículo para trasladarse arriba o abajo; puede llevar también al reencuentro y tanto es así, que cabría suponerlo el mejor espacio para saberse: sin falsedades ni presunciones y en un despojamiento revelador. Visto de ese modo, cuando sea preciso tomar un ascensor estando solo/a, convendrá tomar conciencia de con quién vamos a encontrarnos en cuanto alcemos la vista del suelo. Y en esos instantes no hay disimulo que valga ni se sale del paso con un “!Menudo tiempo hace!”. Por un decir.
6 de mayo de 2019
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