Literatura. Política. Crítica.
Por Tomás Racki.
Emile Durkheim, considerado uno de los padres de la sociología, teorizó en su obra División del trabajo social acerca del delito en las sociedades. Siguiendo su argumentación, la pena ante un delito no pasa por la venganza del damnificado hacia el delincuente, sino que tiene más bien a la sociedad como aquel sujeto colectivo que busca prevenirse de los delitos del condenado y que aplica un castigo ante el daño cometido. El derecho penal es lo que permite a una sociedad funcionar correctamente, ya que priva de su libertad a aquel que destruye la solidaridad orgánica: esta es la solidaridad que nos une a todos casi inconscientemente, gracias a la división social del trabajo. Si bien el principal motor de una pena es la moral, se equivoca el que piensa que la economía no tiene nada que ver: en una sociedad que funciona correctamente, la división social del trabajo implica que un vendedor de autos le venda el automóvil a un verdulero, que este lo utilice para ir al mercado central a comprar la fruta, pasando por una ruta que fue hecha por un empresario de la construcción que a su vez contrata a un trabajador para que arregle el asfalto, y así se podría seguir con miles de casos más de cómo nuestra sociedad nos une a todos orgánicamente hasta que el vendedor de autos le compra la fruta al verdulero que le compró el vehículo. Ahora bien, ¿Qué pasa si en vez de ser todo tan perfecto, el empresario (empresaurio, diría Milei) que tiene que hacer la ruta le paga sobreprecios al político de turno, y la obra ni siquiera se termina? Los negocios personales del que cobra y el que paga la coima le salen más caro al contribuyente que paga sus impuestos, y tal vez esa ruta no pueda ni usarse por su estado desastroso.
En una sociedad es casi imposible que no exista el delito, pero este puede combatirse si se cumple la igualdad ante la ley: que se condene tanto al punguista que roba en los semáforos como a la gente con mucho poder es un indicador sobre que hay una república robusta y donde reina el imperio de la ley, destinada a ser igual para todos. En una sociedad que desea empezar a funcionar, la corrupción como una práctica institucionalizada debe ser no solo penada por la legislación, sino que esta última se aplique a rajatabla. Una vez consolidadas las mínimas condiciones de un Estado de Derecho (no solo que exista la ley, sino que se aplique), será posible dar pie a erradicar prácticas que se encuentran tan arraigadas y que hacen mucho daño. Primero, es menester que el que comete un delito no se vuelva impune, y luego fomentar mecanismos de prevención que hagan a la transparencia del manejo de los fondos públicos, donde el ciudadano esté informado sobre quiénes son los candidatos de una boleta; que aquellos que fueron condenados no puedan presentarse; establecer contrapesos para ejercer un control efectivo en el momento mismo en que se lleva a cabo el manejo discrecional del erario público.
Habiendo ya una condena firme y demostrada la existencia del delito, los seguidores mesiánicos y su salvadora siempre tendrán pretextos para convertir en perseguida a una Cristina condenada: que fue investigada por ser peronista y mujer, que la justicia y los medios son una herramienta de la derecha para deslegitimar gobiernos populares. Toda una ensalada de cuestiones ideológicas, de género, históricas, que no resisten el menor análisis. A un fanático no se lo puede hacer entrar en razón: es una empresa perdida la de pretender que desaparezca el kirchnerismo. El punto no pasa por borrarlo, sino por vencerlo: que el voto que no es ideológico y vota según la coyuntura no legitime la corrupción con tal de salir de un mal momento, tal como ocurrió en las elecciones del 2019.