Mi opinión sobre el valor y acierto de la película en cuestión difiere de la manifestada por los numerosos analistas que con sus elogios me llevaron a entrar en la sala. Pero la ilusión por conocer más sobre los últimos cuatro años del escritor, a la salida se había mudado en fiasco por unas carencias que trataré de resumir. De entrada, la primera media hora transcurre en una sucesión de diálogos y discursos un tanto pesaditos —a propósito de un congreso de escritores—, con la participación de un Zweig (SZ) que se limita a evasivas cuando algunos pretenden ahondar en el drama de esa Europa que tanto le dolía, asolada por la Segunda Guerra Mundial y que fue causa de su exilio.
No se ha puesto a mi juicio el suficiente énfasis en la frustración de SZ por el presente y futuro del viejo continente, lo que marcaría su deriva hacia la muerte. Se pasa de puntillas sobre la relación mantenida con su esposa tras el divorcio y con su ex-secretaria y después amante, Lotte Altmann, de la que no se insinúa sintomatología depresiva alguna pese a ser determinante, según leí tiempo atrás, para el final de ambos. Igualmente, tampoco hay referencias, para una mejor contextualización biográfica, sobre sus amistades epistolares con iconos intelectuales de la época (desde Freud a Rilke o Herman Hesse), aficiones otras que la de escribir (era un melómano impenitente), colaboraciones en revistas o la autoría de celebradas biografías (la última, sobre Montaigne, inacabada por su prematura desaparición y que por ello mismo habría merecido siquiera mención).
Un sonriente Zweig pasa sus últimos años en Brasil, hechizado por el entorno, y no hay progresión dramática ni prolegómenos que anuncien un desapego a la vida que terminará con el suicidio y el de su mujer. A lo que se sabe, de común acuerdo (Lotte, 30 años más joven, padecía, según se dijo, una enfermedad incurable, sobre lo cual tampoco hay mención alguna en la película). No se sitúa al espectador frente a la génesis y desarrollo de la fatal decisión, de quién partió la idea o fue el ejecutor/a (SZ se suicidó con Veronal, un barbitúrico actualmente fuera del mercado, y ella ingiriendo matarratas, aunque nada de esto se traduzca en el filme). Por ende, que el abrupto final, en buena medida incomprensible para quienes no conozcan siquiera un algo de la vida y talante de SZ, termine con una criada de raza negra rezando el “Padrenuestro” de principio a fin, se antoja un pobre recurso para el que sin duda había mejores alternativas. En conclusión: salí del cine convencido de que los últimos años de Zweig daban para más de lo que nos ha ofrecido la directora, María Schrader. Aunque del subjetivismo que tiñe estas líneas no quepa hacer, en modo alguno, una vara de medir.
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