Ciudades, pueblos y paisajes, se han modificado al punto de ser en ocasiones irreconocibles; la plaza ya no está, aquella ladera del monte es hoy una cantera y los árboles han desaparecido… Sólo puede volverse a buena parte de nuestro pasado con la memoria porque, en el diario acontecer, muchas de nuestras anclas emocionales se han perdido y en los nuevos escenarios tampoco se espera escuchar, con la frecuencia de antaño, voces amigas.
Muchas de las tiendas que frecuentábamos han cerrado o cambiado el contenido; la panadería de mi amiga Cristina es hoy propiedad de una sueca que tal vez la transforme en restaurante, el vendedor del quiosco donde a diario compraba el periódico se ha jubilado y regresado a su pueblo, Caravaca de la Cruz, y el camarero que me contaba de sus maratones nadie sabe adónde marchó. Recuerdos sin fin que no remueve el mal tiempo sino la mera nostalgia. Teresa permanece ingresada en una residencia tras haber sufrido un ictus y Adolfo murió hace meses, me informó un conocido de ambos. ¿No te habías enterado?
Pero hay más, mucho más. Ya no puedo hacerme con un xuxo como durante mis tiempos en Cataluña y que era todo un placer, o de la merluza a la koxkera que nos hacía mi madre sólo consigo traer su aspecto a la memoria, que no los sabores que precederían a las entrañables sobremesas en mi casa de entonces. Amigos idos, comuniones perdidas o las calles más largas y con menos encuentros. Supongo que es experiencia común e inevitable con el paso de los años, así que no hay otra que adaptarse y convivir con distintas realidades. A igual que sucede con las arrugas, aunque para ellas no rece lo que escribiera Juan Rulfo, y es que pronto no habrá ni quien le ladre al silenci
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