Política. Historia. Crítica.
Por Roberto Álvarez Quiñones.
I
Al cumplirse en días recientes 58 años de Playa Girón y ya casi rayando los 80, con la ayuda de mi fiel amigo H.G. Wells, regreso hoy a La Habana de aquel abril en el que mi alter ego, contraparte del jovencito utopista, me hizo poner los pies firmes sobre la tierra.
Cuando los sucesos de Bahía de Cochinos (en Cuba, Playa Girón), era yo delegado-interventor de un banco canadiense que había sido estatizado en diciembre, cuatro meses antes: The Royal Bank of Canada, en la avenida Galiano #407, La Habana.
Bueno, en realidad eran tres bancos en uno, pues en enero, o febrero, habíamos asimilado al también canadiense Bank of Nova Scotia (frente a La Epoca) y el estadounidense The First National City Bank of New York (al lado del “Oso Blanco”, ambos igualmente en la avenida Galiano.
El 15 de abril de 1961 aviones B-26 habían atacado el campamento de Ciudad Libertad de La Habana con un saldo de siete muertos y 53 heridos. Al día siguiente, 16 de abril, fue el funeral de las víctimas. Fui y escuché en vivo a Fidel Castro, en la misma esquina de 23 y 12 del Vedado, declarar el carácter socialista de la revolución.
Al terminarse el dramático acto fui a mi casa de huéspedes, me eché en los enormes bolsillos de mi pantalón miliciano un cepillo de dientes, jabón, desodorante, una cajetilla de cigarros y una cuchara (no cogí la mochila porque me iba a estorbar), y me fui para mi batallón en la colina universitaria, el 154, al mando del comandante Rolando Cubela, también presidente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU).
Nos dieron la misión de “defender la universidad hasta la muerte”, no dejar que cayera “en manos del enemigo” en caso de que las fuerzas invasoras llegasen a La Habana. La invasión se esperaba, pero sin saber por dónde. Todos especulábamos sobre el lugar donde ocurriría el “desembarco de los americanos”, porque nadie allí pensaba que serían solo cubanos los invasores.
Yo descarté que fuese cerca de La Habana. Pensaba que los invasores querrían ocupar rápidamente una porción del territorio de Cuba para formar un gobierno y pedir ayuda militar a EE.UU. Ese era el esquema de ocupación de “una cabeza de playa” que me habían enseñado en los entrenamientos militares en las milicias. Casi todos estábamos de acuerdo. El consenso era claro: el desembarco sería en el interior del país. ¿Pero dónde?
Nos llegaron las armas, todas americanas, de la II GM
Ya, al caer la noche del día 16, nos dieron las armas, todas americanas y no fusiles modernos belgas FAL (“rompe-tronco” en el argot miliciano), ni las “metralletas” checas (M-25) o los fusiles semiautomáticos M-52, llamados R-2, también checos que les entregaban a los batallones de combate. ¿Por qué no al batallón universitario? ¿Porque Fidel no quería que combatiéramos porque si diezmaban al batallón acababan con casi mil futuros profesionales universitarios?
Nos pareció aquello bastante extraño. Un compañero me comentó bajito que la razón era que el batallón universitario era controlado de manera casi independiente por el Directorio 13 de Marzo y no por el Ejército Rebelde que estaba bajo la dirección del Movimiento 26 de Julio y Fidel Castro en particular.
En esa fecha todavía existían como organizaciones políticas independientes el Directorio 13 de Marzo, el Movimiento 26 de Julio y el Partido Socialista Popular (PSP, comunista). No fue hasta casi un año después, en marzo de 1962, que desaparecieron cuando Fidel creó las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI). La “ORI es la candela”, coreaban a veces por las calles a ritmo de conga. Fue ese el primer Partido Comunista castrista, con nombre aún disimulado para no asustar antes de tiempo al pueblo cubano, de arraigada cultura anticomunista, quizás la más fuerte en Latinoamérica.
La viva estampa de Pancho Villa
Y vuelvo a las armas. Yo cogí un fusil Garand (M-1) semiautomático, de la II Guerra Mundial, y dos cananas con 24 balas, suficientes para llenar el peine (cargador) tres veces más si tenía que disparar las ocho balas que contenía. No vi que nadie se ocupara de registrar por escrito lo que cada quien cogía. A mí, por lo menos, nadie me preguntó. Fue un self service de viejas armas americanas.
Tarde en la madrugada dormí unas dos horas en el suelo de un pasillo de la Facultad de Ingeniería, con mi Garand (que pesaba como 10 libras), agarrado cual precioso tesoro y las dos cananas de balas cruzadas sobre el pecho. Tenía yo la viva estampa de Pancho Villa.
Tempranito en la mañana el jefe de mi compañía, Sigfrido, estudiante de arquitectura y compañero mío en la misma casa de huéspedes, escogió a unos 10 milicianos, entre ellos yo, y nos dio la misión de ir en un camión a patrullar una zona cercana a la universidad para otear el ambiente y “recoger contrarrevolucionarios”.
Potenciales “quintacolumnistas“, y el peligro de llevar una Partagás
Fidel había ordenado detener y recluir a contrarrevolucionarios destacados porque podían ser potencialmente “quintacolumnistas“, un término tomado de la Guerra Civil española y que significaba “traidor”.
Ibamos por avenida Infanta y vimos a un hombre que escondía un cartucho y nos miraba nervioso. Paramos, nos bajamos un compañero y yo y le dijimos que mostrara lo que tenía en el cartucho. No quería, pero al fin vimos que era una cajetilla de cigarrillos marca Partagás, “el cigarro que gusta más” según el pegajoso eslogan publicitario hasta ser expropiada la fábrica seis meses antes.
Se habían realizado algunos sabotajes utilizando cajetillas de cigarros. Cuatro días antes, el 13 de abril, había sido destruida la tienda El Encanto con un explosivo plástico C-4 camuflado en dos cajetillas de cigarros marca Edén.
Revisamos la cajetilla y eran cigarros normales, sin problema alguno. El hombre se había asustado al ver el camión con milicianos y él con una Partagás encima. Le dije que no tenía por qué asustarse, pero que al menos ese día no sacara esa cajetilla delante de nadie porque podría buscarse problemas por gusto.
Por fin no llevamos a nadie para el Coliseo de la Ciudad Deportiva de La Habana, donde estaban concentrando a cientos de “gusanos”. El Coliseo tenía capacidad para unas 12 mil personas, y días después me enteré de que el 19 de abril aquello estuvo repleto.
“Alvarez, le entrego este revólver que tenía solo como precaución…”
Al regresar a la universidad, todavía temprano, supimos que la invasión ya había ocurrido en las inmediaciones de la Ciénaga de Zapata. Como a las 10:30 a.m. me llamaron del Banco Nacional y me “regañaron” porque yo no estaba en el banco. Y para allá tuve que ir.
En “mi” banco yo contaba solo con ocho o nueve milicianos, pese a que éramos unos 45 o 46 empleados, incluyendo un español, pues habíamos crecido mucho al asimilar el Nova Scotia y el City Bank. Por cierto, el revólver calibre 32 de cañón largo que yo llevaba a la cintura me lo había entregado el administrador del Nova Scotia, de apellido González, al intervenirse el banco.
Recuerdo que sacó el revólver de una gaveta y me dijo, más o menos: “Alvarez, le entrego este revolver y estas 16 balas que tenía solo como precaución ante un posible asalto”. No tomé nota de nada y recibí el revólver. Es lo que todos hacían. Y lo tuve hasta que en 1972 o 1973 obligaron por ley a entregar todas las armas de fuego.
En el banco la abrumadora mayoría eran gusanos. Me decían que eran “apolíticos”, palabra que se usaba para eludir compromisos fidelistas. Allí lo que yo tenía era un Garand con pocas balas y un fusil Springfield de la II Guerra Mundial con la aguja percutora jorobada, o sea no disparaba, lo cual propició una historia muy singular.
II
Playa Girón: No nos habríamos inmolado como decía Fidel Castro
Un Garand bueno y un Springfield que no disparaba
Supe que el Springfield que me habían entregado en la Quinta de los Monos (castillo y finca de Rosalía Abreu) no disparaba varios días después de que me lo dieran allí como bueno. Fui a probar los dos fusiles en una armería de Galiano, a una cuadra de mi banco que se llamaba “La Antigua Cuchillería”, o algo así. El Garand sí disparaba, con precisión, pero el Springfield no disparaba, no servía para nada.
Pero ese fusil fake news me posibilitó hacer algo posiblemente único en Cuba. Al descubrir que el Springfield no disparaba se lo dije al cajero Chuchú Roza, el miliciano que había ido conmigo en su carro a la Quinta de los Monos, para ir a cambiarlo, pero por teléfono me dijeron que ya allí no había más fusiles.
Le dije a Chuchú que no se lo dijera a nadie. Solo lo sabía Alfonsito, otro miliciano y buen amigo (hijo de Alfredo Alfonso Chacón, vicepresidente del Banco Nacional). Más nadie lo sabía.
Guardias únicas en Cuba: un miliciano junto a un gusano “armado“
En el banco yo recibía amenazas de muerte, o de que iban a quemar el banco. Recuerdo un papel que tenía dibujado un muñeco ahorcado con una larguísima lengua coloreada en rojo que le colgaba, y un texto que me decía: “¡Así vas a terminar comunista de mierda!” Algunos compañeros me decían que me cuidara, pues podían ser avisos de grupos contrarrevolucionarios. A mis 20 años, no le di mucha importancia a aquello.
Pero la noche del 13 de abril de 1961 cuando ardía la tienda El Encanto, al enterarme en mi casa de huéspedes fui para allá y a medida que me acercaba a Galiano más creía que habían cumplido las amenazas y “mi” banco estaba en llamas. Al llegar fue a la vidriera que había en la esquina de San Miguel y Aguila, al fondo de El Encanto y vi desplomarse la enorme pared que daba a San Miguel. Y vi que Darío, jefe del departamento de ropa de hombre, a quien yo conocía, gritaba: ¡“Lula está adentro, ella está adentro…!”. Se refería a Fe del Valle, que murió en el incendio.
Días antes yo había organizado una guardia sui generis en el banco, a propósito del Springfield “chueco”. Puse a hacer guardia también a los hombres civiles con el pretexto de que si quemaban el banco todos nos quedaríamos sin empleo. Algunos se negaron y no los obligué.
Ya los pocos milicianos no tendríamos que hacer guardia semanalmente. Primero organicé parejas, de un miliciano con el Garand, y el civil siempre con el Springfield. Después dejé que los civiles hicieran la guardia solos, con el Springfield. En caso de una revuelta contrarrevolucionaria el gusano de guardia no podría agredir al miliciano, ni dispararle a nadie si se sumaba a dicha revuelta.
Tenía el argumento de que el Garand era peligroso. Ciertamente “culateaba” mucho y si se disparaban las ocho balas expulsaba violentamente el peine vacío y bloqueaba el cerrojo.
“Se espera que esta noche bombardeen La Habana“
Avanzada la mañana del día 17 me llegaron “noticias” alarmantes. El guardajurado del banco, un guajiro muy chévere de apellido García, se me acercó traumatizado: “Roberto, dicen que los invasores son 30 mil americanos y que vienen pacá, pa’ La Habana y llegan esta noche”.
Otro compañero, Altuzarra, hombre serio y uno de los pocos milicianos, jefe de un departamento, me trasladó alarmado lo que acababa de oír: “Se espera que esta noche bombardeen La Habana”.
Creí que solo eran rumores. Pero me llamaron de la Oficina Regional del Banco Nacional (en la antigua oficina central del City Bank en La Habana Vieja), y un amigo llamado Eddy me dijo que allí en la azotea iban a instalar una batería antiaérea y me preguntó si yo tenía a alguien que supiera manejar las “Cuatro Bocas” (piezas antiaéreas con cuatro cañones) Le respondí que no había nadie.
No nos habríamos inmolado como pensaba Fidel Castro
Yo por entonces era el típico utopista-lunático en ciernes. Me había enamorado del proyecto social “superior” fidelista, pues todavía no se usaba abiertamente lo del marxismo-leninismo. Cuba sería la Ciudad del Sol de Campanella, o la República de Platón, sin desigualdades sociales, con desarrollo económico; un ejemplo para América Latina. Eran muchos los jóvenes ilusos que como yo querían tocar aquel “futuro luminoso”.
Pero resultó más embullo que convencimiento de una utopía que ni el propio Moro se creyó nunca del todo.
Aquel 17 de abril, consulté con mi alter ego pragmático acerca de la inminente llegada a La Habana de tropas norteamericanas. Sorpresivamente la respuesta fue instantánea: si los marines vienen hacia el banco, yo no voy a inmolarme disparando contra ellos, me rindo.
De momento me avergoncé por pensar así. Pero reaccioné. No era falta de valentía, sino no ser estúpido. En esa repentina catarsis obviamente tuvo que ver mi pedigree anticomunista y pequeño-burgués. Además, acababa de cumplir 20 años. Mi padre y todos en mi familia, todavía en Cuba menos mi hermana mayor, me insistían en que mis sueños sociales eran una fantasía. “El comunismo, mi’jo, solo trae pobreza y sufrimientos”, me decía mi querido viejo.
Yo trataba de hacerles ver que no era así, incluso en mis cartas cuando los cuatro vinieron para EE.UU. Pero la firme convicción de mi padre, hombre de raigales principios, calaban subliminalmente en mí. Con los años fui consciente de ello, sobre todo cuando me percaté de que viajaba en el tren equivocado.
Lo más significativo aquí es que sin decírmelo por lo claro por razones obvias, todos los milicianos allí en al banco iban a hacer lo mismo. Percibí claramente que ninguno estaba dispuesto a inmolarse.
“Guerra de todo el pueblo“: rendirse y unirse a los libertadores
Relato ahora todo esto porque quiero refutar la propaganda castrista que aún hoy, con el país ya soltando los pedazos, insiste en la “guerra de todo el pueblo”
Falso. Si hoy hubiese una intervención en Cuba, los jovencitos reclutas del SMO y sus oficiales en el terreno se rendirían masivamente. Se repetirían las imágenes de los “aguerridos” soldados de Sadam Hussein besando los pies de los marines americanos invasores. Y la del coronel Tortoló corriendo al frente de los “heroicos” combatientes cubanos hacia… la embajada de la Unión Soviética en Granada. O los custodios de Maduro, casi todos agentes del MININT cubano, corriendo despavoridos cuando un dron hizo explotar unos cohetes en Caracas.
El pueblo se uniría a los invasores. Los recibiría como libertadores. Y en Venezuela, con más rapidez se reproducirían esas escenas “épicas”. Si mañana EE.UU. sitúa un portaviones frente a La Guaira y hay movimiento de tropas conjuntas en la frontera con Colombia y Brasil, al instante se produciría la fractura en las fuerzas armadas chavistas. Los soldados, clases y oficiales no metidos en la droga y el saqueo del Estado se rendirían.
No se van a enfrentar al ejército más poderoso del mundo, ni a ninguno otro, para defender al régimen que los mata de hambre. “Que se enfrente tu abuela”, le dirían a Maduro, a Padrino y a Diosdado Cabello.
Eso me remonta a aquel 17 de abril de 1961.
Más motivados para combatir
Y un último detalle muy revelador sobre el campo de batalla como tal:
Los 1,229 invasores, sin apoyo aéreo, ni artillería, ni logística, abandonados a su suerte por Washington, causaron 157 muertos en combate a las fuerzas gubernamentales.
Las fuerzas castristas, con cerca de 20 mil efectivos, causaron 115 muertos a los invasores, pero de ellos solo 83 en combate. Las restantes bajas fueron ocho asesinados al instante de ser capturados, incluyendo paracaidistas; 12 ahogados en el barco Houston, tres en accidentes, y nueve asfixiados al ser encerrados en una rastra rumbo a La Habana por el entonces capitán Osmani Cienfuegos.
Los patriotas invasores, que desembarcaron con el propósito de reinstalar en Cuba la democracia liberal, y calificados como “mercenarios” por Castro, estaban más motivados para combatir que su contraparte.
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