Política. Crítica.
Por Carlos Penelas…
Alicia: La cuestión es si usted puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas distintas.
Humpty Dumpty: La cuestión es quién manda, nada más…
(Lewis Carrol en Alicia a través del espejo)
De verdad —sin cinismo y con responsabilidad surrealista— somos los creadores de Frankenstein. Pero de un monstruo que cambia la piel, el lenguaje, los elencos estables, los sobornos, las estadísticas, las manías. Y la manada nunca se equivoca. La turba clama, se pone de rodillas, busca al líder, a la virgen, los resultados del poder, las banderas y la enajenación. Y son felices. O creen serlo.
Por las dudas, desconfiado leedor. La palabra nuncio proviene del latín: nuntios. Mensajero, el que anuncia. Existe un verbo, nunciar; hacer saber, anunciar, notificar. La voz entró con el italiano al castellano y al francés: nunzio. El de la Santa Sede es un delegado apostólico. Pero, en lo político, en lo terrenal tenemos nuncios por todas partes. Un poco desde la picaresca, desde el más acá. No sé si mejores o peores. Pero los tenemos en las bibliotecas, en los hospitales, en los palacios presidenciales, en los laboratorios, en los bancos, en los supuestos gobiernos revolucionarios, en las financieras, en las tabernas. Siga usted la lista, me cansé.
Vivimos una promiscuidad mental, una promiscuidad física. Vivimos el populismo como una religión, entre el Gauchito Gil y la Madre María, entre la Marcha de San Lorenzo y Los Muchachos Peronistas. Primera Comunión, Reyes Magos y Montoneros. Oprobio, villancicos y balas. Hablan de lo nacional y lo popular y llevan vidas suntuosas. Decimos Puerto Madero, Revolución o Muerte. Uno queda perplejo ante tanto discurso “revolucionario”. Tal vez desde siempre fue así. Desde que se debía escribir en la escuela primaria: “Mi mamá me ama. Evita me ama”.
En fin, todo es una gran confusión: casamientos, revistas, fotografías en Hola, conmovedores discursos a favor de la igualdad, negocios privados, aviones particulares. Uno sospechó que en el siglo XXI ciertos temas no existirían. Todo se ha vuelto vulgar y obsceno, banalidad que invade de manera corriente cada gesto, cada nuevo hábito. El deseo no existe, existe el poder, el discurso político, la afectación, la fachada; simulacro, parodia. Sobre eso se montan mitos, leyendas, delirio, saturación, desvergüenza. Vivimos el espejismo de la pasión, de lo otro, charlatanerías prolijas y hasta correctas, pornografía en el arte, en la información, en las estadísticas, en referencias de la vacuidad. El salón embellecido por luces y adornos pueblerinos, acto escolar, todos puestos de pie para la entrada triunfal de la maestra. Aplausos, admiración y gratitud. Enternecedor y asfixiante. Aplausos, morir de pequeñez, apoteosis, tono subyugante, conmovedora la sonrisa. Teatralidad y simulación. Caballeros: ¿Hasta cuándo se hablará de la Revolución Cubana? ¿Hasta cuándo seguiremos hablando mal de los dictarores de derecha y nos olvidamos de los dictadores de una supuesta izquierda? ¿Stalin, Mao, Fidel, Chávez? Me da pena, me produce una profunda tristeza. Todo mezclado por el estalinismo y el populismo, todo huele mal.
El fascismo de derecha sabemos qué es, qué representa. Lo que nos negamos a ver es el fascismo de izquierda con sus poetas, artistas, profesores, intelectuales, doblando la espina dorsal sin pudor, con anhelos apocalípticos o rituales multitudinarios. Calladitos, tapaditos, grises. Pero siempre con el culto a la personalidad, deformando lo real con políticas maquiavélicas, creyendo —con un infantilismo ideológico impensable es este siglo— que si se rebela la miseria, el despojo del hombre, se logra la revolución.
Apóstoles de iconografías y símbolos comparten la visión polarizada del Estado. Y escriben o vociferan pueblo en un proceso que pocas veces los tuvo en cuenta más que para hacer número. Además, desde un púlpito sacro, discuten la democracia, la burguesía, el liberalismo. Sin terminar de entender muy bien cada cosa. Confundiéndolo todo; a veces por ignorancia, otras por mala fe.
La historia, la sociedad, crece en términos de complejidad e incertidumbre. Baudelaire afirmaba que debíamos de ser sublimes sin interrupción. Pero los muchachos ven hasta el borde del campamento y sienten hasta donde el bombo le da permiso. Por eso no se cansan de hablar de “la cultura del vasallaje” o de “los intereses apátridas y globalizados”. También suelen recordar la “contaminación” de la música extranjera. Y enfrentan al Teatro Colón con la cumbia, la ópera con la chacarera. En fin, hay más y en todo se imponen las purgas, lo extranjerizante de Virgilio o de Dante. Pero no la tradición judeo-cristiana o el Código Romano.
Y allí están con banderas y asados, argentinos más que nunca, nacionalistas con fijador o botulinum tipo A los burócratas, los serviles, los obsecuentes. Uno se cansa, se agota.
Debemos recurrir a uno de los escritores suecos verdaderamente brillante. Me refiero a Stig Dagerman. Leamos:
Deseo la aventura y me importa un cuerno el éxito. Odio vuestra sociedad de funcionarios y administrados, millonarios y mendigos. No quiero adaptarme a vuestras costumbres hipócritas ni a vuestras falsas cortesías. Quiero vivir mis entusiasmos en medio del aire puro de la libertad. Vuestras calles trazadas con regla me torturan la mirada, y vuestros edificios uniformes hace hervir de impaciencia la sangre de mis venas. Ignoro a donde voy. Y esto me basta.