Literatura. Poesía.
Por Rosa Marina González-Quevedo.
Todas las épocas han sido derrumbadas/ por los arquitectos./ Solo la nieve mantiene la memoria./ Percheros sin ropas,/ casas sin techo./ Me hablan de Cuba/ y yo hablo del universo.
Magali Alabau, La nieve, Ruinas
Los niños de mi generación no conocieron Coca Cola ni Nestlé.
Sus parientes les mandaban chicles desde USA en sobres cerrados.
Apenas tuvieron Reyes Magos ni juguetes bajo el árbol.
No tomaron las uvas de las doce ni helados en El Corte Inglés.
Jugaban a poner la cola a un burro pintado en un cartón
y rompían piñatas cargadas de promesas.
Plagaban de ilusiones su hambre infantil de comer chocolate.
Iban al colegio con lápices mochos.
Se anudaban al cuello lapidarias pañoletas de pioneros
que de azul y blancas pasaron a ser rojas.
Cantaban el himno nacional en los actos matutinos,
izaban la bandera con la mano en la frente
y juraban ser y morir como el Ché si la patria
les pedía urgente un glorioso lugar en la guerrilla.
Los jóvenes de mi generación trabajaban la tierra
mes y medio al año o como alternativa tres horas diarias
para realizar una idea martiana que no pensó Martí.
Tenían comedores escolares y comían en bandejas de aluminio
donde les servían chícharos duros cocidos con gorgojos.
En fiestas clandestinas bailaban con música prohibida.
Para ser rebeldes hablaban inglés y oían la WQAM en onda corta.
Las abuelas les cosían quillas a sus pantalones para abrirles campanas.
No leían Playboy ni veían filmes porno.
No fumaban porros a escondidas en los baños de la escuela.
Mantenían su promesa de ser hijos de la patria.
A los catorce años se les entregaba el carné carmesí
y entraban al incondicional servicio de la omnipotencia de los dioses.
Los estudiantes universitarios de mi generación pensaban
que sus libros y sus aulas y sus profesores les eran gratuitos.
Aprendían a Marx, veneraban a Lenin, repudiaban a Trotski.
La magnánima URSS les regalaba entradas a su conducto anal
para comer solianka, cagar en ruso y comprar matrioskas como souvenirs.
Se casaban a temprana edad y jugaban a ser padres
sin tener el propio hogar ni la remota idea de cómo construirlo.
Cantaban canciones de Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
Integraban filas en marchas del pueblo combatiente.
Abrían túneles y cargaban armas contra un adversario invisible
y obtenían grados plenipontenciarios para intelectualizar la obediencia.
Los revolucionarios de mi generación agitaban banderas
en mayo y en julio ante la tribuna de sus dirigentes.
Recogían papas y cortaban caña de azúcar los domingos rojos.
Mezclaban cemento en las microbrigadas para ganarse una celda
en una colmena de monos —entiéndase jaula impresentable—.
Escuchaban las noticias en una tele tribal sentados en sillas de plástico.
Amasaban la idea de viajar un día al mismísimo cielo
bajo el designio de matar al dios de los débiles creyentes.
Denunciaban al friki y al que hablaba inglés y a su puta madre.
Para continuar trillando el sacro sendero de los reverentes
aguardaban con ansia la llegada de un gusano de la Yuma
que los llevara a comprar con dólares del depravado mundo.
Los nuevos maestros de mi generación eran criaturas de abracadabra.
Como sardinas en lata saltaban de un cuenco metálico hacia la pizarra
con un manual de férreas instrucciones bajo el brazo.
Ponían su fe en el futuro y cerraban escuadras en destacamentos
para ser formadores de quienes debían seguir construyendo la nada.
Vestían con horrendos uniformes de caqui color diarrea
que un inexplicable día tornáronse añil como el insensato ausente.
Cumplían la misión de transformar en castillo las ruinas de la ignorancia
convencidos de que ser maestro era la mejor opción ante la esquizoide
posibilidad de un servicio militar que les llevara a una guerra.
Desorientados como gatos ciegos en un aserradero invadido por ratas
abrían sus cuadernos e iban a enseñar el arte de cazar al hombre.
Las jineteras de mi generación aprendieron pronto a lanzarse al vuelo.
Eran altamente repudiadas por traición a la buena moral.
Vestían Dior, Armani y Kelvin Clain mientras que las abnegadas
rompían mosquiteros para hacerse miserables vestidos cercanos a la moda.
Usaban las tarjetas de crédito y el rent a car de sus amantes foráneos.
Se casaban y obtenían pasaporte español o italiano o de la Cochinchina
con el que podían vivir y amar sin temor a pasar hambre.
Un día se iban y en breve regresaban a su tierra natal hablando otros idiomas
con maletas cargadas de metas realizadas a golpe de luchar como fieras
con sus ilustres coños.
Los malditos visionarios de mi generación eran transferidos a torres arcanas
pobladas por pulgas y cucarachas y vómitos de miedo.
Sufrían el azote de la intolerancia en la agonía de sombras perpetuas.
Eran deportados y humillados y tarados con pastillas contra la osadía.
Algunos pagaron con muerte y olvido beber su sorbo de cerveza amarga.
Otros echaron a volar kilómetros distantes con la esperanza de volver un día
y otros decidieron quedarse y aceptar el decir por decir o el hablar por hablar.
Hambrientos de justicia escribieron y escriben crónicas bajo la luna
a la espera de ágoras griegas que saquen la cabeza al sol
y renazcan desde la oquedad de la tristemente resentida tierra.
©Rosa Marina González-Quevedo. All Rights Reserved
2 Comments on "Mi generación (años sesenta)"
Muchas gracias a Palabra Abierta y a su editor y querido amigo Manuel Gayol.
Excelente, y que bien retrata a nuestra generación.