Literatura. Crítica.
Por Eduardo Pérsico…
…y me parece bueno decir que yo iba a esa milonga por los monstruos.
La aproximación inicial al nombre de Julio Cortázar me llegaría al terminar el colegio primario en 1948 y yo ingresara como aprendiz al taller mecànico frente a su casa de la calle Rodríguez Peña y Alvear, en Banfield. Él entonces tendría más de treinta años y no creo que anduviera mucho por el barrio. Además, mi inquietud literaria llegaría más tarde por otros escritores, guiado por el inolvidable Raúl Larra con sus biografías sobre Lisandro de la Torre, “el solitario de Pinas”, y de Roberto Arlt, “el torturado”. Así empezamos y por ahí andaría la cosa…
Unos cuantos años más tarde, y cuando Julio Cortázar era ya figura de la vid literaria del ambiente, leería “Las puertas del cielo”, un cuento que transcurre en el popular bailongo Palermo Palace en 1942, y publicado en Bestiario por 1951.
Y acepto que me molestara repensar esa veta “elitista” del personaje narrador; un abogado de clase media que denominaría “monstruos” a esos argentinos laburantes que frecuentaban aquella milonga barata. Personas con otro estilo y otras pautas al fin bastante iguales a mi entorno, donde antes de los veinte años curtíamos la diversión de ir a bailar cada fin de semana; acaso como una constante que sin más explicaciones que valieran la pena, fuera un recurso por mejorar la convivencia con los demás, quiérase o no. Así que discurriendo por esa certeza y a propósito del cuento “Las puertas del cielo”, tras su lectura y relectura acaso me condicionara en descubrir ciertos términos de ensañamiento con tipos y ambiente del mismo relato. Que hasta podrían ser estimados muy mal por cualquier lector, en cuanto la persistente adhesión a un encono primario y desmedido en contra de una escenografía con personajes incluidos, que más bien aquí denuncian la visión escasa y mezquina de un amplio entorno desconocido y casi ignorado por el autor, donde caen en la volteada de esa impiadosa visión los frecuentadores de milongas de “medio fondo” iguales a nosotros.
Ese Palermo Palace, que Julio Cortázar renombrara Santa Fe Palace, por extensión de visitantes habituales abarcaba desde La Enramada, por ahí cerca de los bailongos de la costa de Quilmes, tan pintorescos. Sitios aquí descriptos o más bien imaginados con una visión poco amable y descalificadora de quienes así se divertían y “nos sentíamos vivir”. Según en este cuento, el mismo Cortázar acepta de Mauro y Celina, dos personajes realzados sin duda por esa calidad narrativa habitual en él, ese innegable escritor argentino que en este relato se desgasta en “asombros” de un recién venido, más bien propios a la desdeñosa premura que suelen usar los “críticos comprometidos” con cualquier asunto o escenografía no comprensible por ellos, y mucho menos en tanto resulte ajena a su entorno. Tal vez un pequeño detalle pero aquí muy certero.
Y en este cuento que sabemos escrito en 1944 y sin apenas sugerencias del peronismo venidero, igual en el país se insinuaba cierta movilidad que más se pronunciaría de 1945 en adelante, período en el que tanto se modificara el entretejido social de los argentinos por factores sumados a la creciente migración provinciana hacia Buenos Aires. Esa instancia que, entre otras muchas, venía cambiando el crecimiento de la comunidad toda, y en cuanto para eso sobran las estadísticas demostrativas, quiéranse o no, semejantes certezas numéricas nunca deberían merecer el “desgano” del escritor Julio Cortazar en abundantes renglones de su cuento “Las puertas del cielo”. Y veamos algunos:
“Me parece bueno decir que yo iba a esa milonga por los monstruos, y no sé de otras donde se den tantos juntos. Bajan de regiones vagas de la ciudad… las mujeres casi enanas y achinadas, los tipos como javaneses o mocovíes… las mujeres con enormes peinados altos que las hacen más enanas… A ellos les da ahora por el pelo suelto y alto en el medio, jopos enormes y amaricados sin nada que ver con la cara brutal más abajo… Además está el olor, no se concibe a ‘los monstruos’ sin ese olor a talco mojado contra la piel, a fruta pasada. Uno sospecha los lavajes presurosos, el trapo húmedo por la cara y los sobacos… También se oxigenan, las negras levantan mazorcas rígidas sobre la tierra espesa de la cara… De donde salen, qué profesiones los disimulan de día, qué oscuras servidumbres los aíslan y disfrazan. Los monstruos se enlazan con grave acatamiento. El polvo en la cara de todas ellas y una costra blancuzca detrás de las placas pardas trasluciendo”.
Por supuesto esta transcripción es fiel pero no absoluta, así que resulta muy útil apreciar la premura descriptiva y casi ceñida a lo escenográfico que relata. Casi como si fuera habitual ese rictus de una intelectualidad en viaje de ida, tan habituada a denostrar “el malgusto popular” como si ellos fueran los superadores de todo aquello que imponga hábitos y costumbres. Un feroz percance que suponemos, no mereciera la autoría narrativa del argentino Julio Cortázar; el mismo escritor luego reconocido además de su obra por sus frecuentes y elogiables actitudes personales. Y aunque esta visión que comentamos Cortázar también la tuviera. Pero bué…
[Marzo, 2014]
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