Literatura. Poesía.
Por Carlos Penelas.
La dama del perrito
Invoco su sonrisa.
Su sonrisa era la felicidad,
el regazo señero,
un fulgor que socava el alma.
Era caminar por el parque,
subir callejuelas, soñar lo inmóvil
de las barcas, la terneza del alba
en miradas, dibujos y latidos.
Dialogaba con la lluvia,
con trenes y panaderías.
Le hablaba de Camus, de Alberti, de Mahler.
Ella de Boris. Guiaba a Boris
como un destino de lo mágico
en sus pupilas avezadas.
Encendía el lecho, la palabra, el espejo,
el ceñido fluir del sigilo, lo desmedido,
la voz en la eternidad de la noche.
A veces emergía la inconciencia,
los dones furtivos ante una luz tan alta,
lo impalpable que acosa el hechizo.
La evoco de maestra, de blazer
azul, de itálico apellido.
Pregunté: ¿Cuándo empecé a amarte?
Y ella disponía jazmines sobre su falda.
Frente a mis ojos reinaba su cabellera,
su pubis, los labios entreabiertos.
Era el misterio. Pero era más.
Era la libertad, los frutos, el deseo.
Hoy todo me lleva a ti. Hasta el olvido.
[Buenos Aires, agosto de 2023]
Encuentro
Hoy has venido a verme, madre.
Estaba leyendo cuando te sentaste
—decorosa, nobleza de desvelo—
en el antiguo sillón de roble.
Me pediste repetir aquella historia;
En mi niñez solía hacerte sonreír.
La urdí como sólo puede hacerlo un hombre
Que ha dejado de creer en ciertas profecías,
Cuando la piedad expulsó de fantasmas su reino.
Te dije, además, que a veces
Durante la nostalgia de la tarde,
En el torrente de las sombras,
Evocaba tu muerte como una lejanía.
Y también dije que lo peor
No era ese hilo sutil de la memoria
Ni el desvelo del muro,
Ni la eternidad o la debilidad del alma.
Lo peor, lo peor madre,
(recuerdo que lo confesé balbuceando)
era que no podías pensar más en mí,
ahora era imposible tu vigilia.
Luego, acomodaste tu mantilla
Lugares
He caminado las callejuelas de Fez,
su medina, los monótonos olores de las curtiembres.
He dormido en el Hotel Alexandra de Copenhague.
En una taberna de Gijón brindé con camaradas libertarios.
Puedo pensar en Montevideo, puedo hablar de Compostela,
de la nostalgia por Trieste, por Edimburgo.
Puedo sentir chañares, algarrobos, sombras.
Me es imposible no recordar
el puente de San Carlos y el Moldava.
O el Caffe Greco, il Cembalo en la ribera del Tiber.
Desvelado he regresado al Museo del Prado,
al Hermitage, al National Gallery, al Museo de Orsay.
He viajado de noche por el Danubio,
atravesé el desierto de Atacama,
la soledad y el abandono de las malezas sureñas,
el candor y los ponchos en Belén,
la biblioteca de Coimbra, el Cementerio Civil,
el poniente y la luna en Pumamarca,
el riachuelo, un terraplén de Avellaneda, un zorzal.
La soledad perpetrada en los ojos cerrados y pájaros volando.
(La ternura y la fineza de un mimo canadiense
frente al templo de Augusto, en Pula).
Conocí al Marqués de Santillana, a Antígona,
viví la intimidad de Shakespeare, de Pirandello, de Cervantes,
compartí palacios del Renacimiento
junto a Beethoven, a Schubert, a Zbigniew Preisner.
He comprado una pipa en Liubliana
y artesanías bellísimas en Goriza.
He nadado en Cayo Blanco, en el Cantábrico, en Chiloé.
Puedo evocar la ciudad de los toldos rojos,
puedo evocar París, puedo decir Goya, Velázquez.
En sueños caminé una y otra vez
por secretas galerías, por Capri, por Siracusa,
por monasterios donde mis hijos erraban la infancia.
Ahora todo parece ilusorio, misterioso.
Y no comprendo el tiempo ni las voces.