El del marqués Vargas Llosa, por todo lo alto y un atracón para los medios. Sin embargo, no habría escrito una sola línea a ese respecto de no ser por otro que tuve ocasión de escuchar a los pocos días. El excelentísimo Don Mario —tratamiento oportuno con independencia de su calidad literaria— ha encontrado por fin el amor con nombre y apellido, según proclamó él mismo en el brindis. Tras el de su tía y después su prima. Le felicito desde aquí, y es que de algo había de servirle su fama en tratándose de Isabel Preysler que, tras Julio Iglesias, el marqués de Griñón y Boyer, no parece plausible que pusiera los ojos en el jardinero, por un decir.
El Premio Nobel y antes Biblioteca Breve, Rómulo Gallegos, Príncipe de Asturias, Planeta, Cervantes y seguramente me dejo alguno, escribió unos primeros libros magníficos para mi gusto, aunque su posterior viraje ideológico se diría que impregna también su obra ulterior y sin duda los artículos de prensa,muy en línea con lo que, en sintonía con él, opinarían sobre lo más variopinto muchos de esos más de 500 invitados que reunió en la cena de celebración de su ochenta cumpleaños: Aznar y Sra. Botella, Esperanza Aguirre y Felipe González —que seguramente por causa de las puertas giratorias, parece andar entre Pinto y Valdemoro—, Jiménez Losantos, Pablo Casado… No obstante, allá cada octogenario con sus querencias y, por lo mismo, no abundaré en las opiniones que sobre el Nobel peruano ha manifestado sin recato alguno el también excelente escritor, aunque menos galardonado, Fernando Vallejo.
Aunque, repito, fue otro, un hombre de 87, el que me motiva hoy tras manifestar su contento por haber llegado a esa edad. Y no precisamente colmado de éxitos. En su charla, a la que tuve ocasión de asistir, contó de la huída con siete años, acompañado de sus padres, por el llamado “Camino de la Muerte” entre Málaga y Almería. Bombardeado por aviones y el crucero Baleares en aquel fatídico 1937. ¡Tiraos al suelo!, gritó el padre a la mujer e hijos (ella a medio cocinar unas lentejas) cuando los disparos empezaron a atronar el aire. Al terminar el ataque, otro más, la madre siguió revolviendo en la paellera hasta exclamar, sorprendida: “¡Pero el caldo se ha evaporado!”. Fue entonces cuando el marido se acercó, comprobando que el fondo del cacharro había sido perforado por la metralla. Cinco agujeros. Así lo relató el del cumpleaños menos sonado (o más, de sumar el ruido de los proyectiles) y, después de eso, sobrevivir hasta hoy sí merecía de la celebración y los aplausos que recibió. Aunque no ponga nunca por escrito su peripecia ni tal vez haya encontrado (no entró en detalles, a diferencia del marqués) el amor con nombre y apellido; otro que el de aquellos padres que le salvaron la vida tiempo atrás.