Literatura. Crítica.
Por Eduardo Pérsico…
… y la llegada del peronismo arrinconó a Borges y a muchos “ilustrados” en que esa novedosa vertiente era una copia del fascismo italiano.
Por fortuna y más en esta instancia revulsiva que se disfruta en el planeta, expresar conceptos es casi una obligación y esa virtud, sin ahondarle el abuso de algún caso, por fortuna nos permite expresar algún desacuerdo tardío pero atendible. En este caso y en un debate radial de campaña política en Argentina, “un peronista tradicional” así se nombró, y sin que mucho Borges viniera al caso, el referente predicó: “Ese escritor nunca entendió nada de este país”, y más adelante reiteró: “Si Borges nunca fue peronista, mal podía decir algo de lo popular”. Pero bué…
Cierto perfil de Jorge Luis Borges mostraría que él escribía “como si estuviera escribiendo” y convidara con un guiño al lector a secundarlo. Sin fijar una afirmación tan liviana como sus ironías a ciertos colegas anteriores o contemporáneos más festejadas que su misma obra, la inflexión del lenguaje a Borges no le llegó por ilustración literaria, sino desde lo raigal y profundo del país. Solo apreciando su lenguaje y algún otro atributo de estilo, él fue un escritor argentino sin ambages ni rodeos y con la propia voz de su comarca. Esto a pesar de las dudas y objeciones baratas que recibiera su “soberanía cultural” y el apremio ideológico que entre argentinos es inevitable, en tanto nuestras contradicciones hasta geográficas para integrarnos persisten y la mayoría de los actores desde 1810 en adelante, no quedarían afuera de algún debate. Aunque en última instancia considerar a Borges un escritor reaccionario o antipopular implica no haber leído bien ni mal su obra, donde no existe la mínima descalificación a los orilleros, gauchos, negros ni obreros o laburantes. Certeza que más a una relectura aguda de su obra merecería menos remilgos populistas en desuso y argumentos sustentables no contra su técnica, sino contra su ética literaria. Dejando a Borges por sus ocurrencias “antiperonistas” que pudieron ser caudalosas y a veces inciertas con mucha resonancia posterior, pero que seguramente no incluyeron suscribir “viva el cáncer” al morir Eva Perón.
Asimismo, y a pesar de que los escritores se valoran por lo mejor de su obra, la llegada del peronismo arrinconó a Borges y a muchos “ilustrados” en que esa novedosa vertiente política era una copia del autoritario fascismo italiano, en principio cuando cierta oposición antiperonista no creía apropiado
vincular el peronismo con el feroz franquismo soportado en España. Así como fascismo y franquismo fueron bastante similares, entre los argentinos creyentes siempre fue mejor visto el franquismo, un régimen quizá más cruel y primitivo pero adherido a lo eclesiástico y confesional. Tanto fue así que el primer gobierno peronista en 1946 incluyó o fue obligado a incluir la religión en las escuelas primarias, más otras acalladas concesiones a la Iglesia católica sin que sus opositores, con Borges incluido, ni cuestionaran esos giros medievales. A pesar de reprobar con ferocidad, y por índole de clase, contra la movilidad del tejido social en el país y la liberación psicológica del obrero ante el patrón. Dos aciertos civilizadores que actualizaron la historia de los argentinos y que por el año 1983, seamos justos, en una charla informal, al mismo Borges le interesó hablar de “esa modernización”.
Bien vale al valorar a este escritor tan contradictorio como otros argentinos notorios, que al publicarse en 1926 Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes, un libro apreciado entonces como la obra más sobresaliente de los martinferristas, Borges lo entendió inigualable por los pasajes de naturalismo criollista casi inaugural que advirtiera. Poco después, en 1928, él publica El idioma de los argentinos, un trabajo sustancial en limitar la tendencia hispánica contraria al “voseo” entre otros términos, ni caer tampoco en hablar “como peón de estancia, matrero o valentón” pero mucho menos “ese español internacional sin posibilidad de patria alguna”. Por entonces tanto Arturo Capdevila y Monner Sanz, —a quién Borges calificara de “un virrey clandestino”— defendían la línea idiomática de Madrid contando en su mismo equipo a Ricardo Rojas y al nacionalista Raúl Scalabrini Ortiz. Nada menos que este último había escrito “El hombre que está solo y espera” y duros artículos vinculando a los ferrocarriles con nuestra dependencia frente al imperialismo inglés. Esas cosas.
Y en el avance de la controversia de Borges con el españolista Américo Castro, del Instituto Hispánico de la Universidad de Buenos Aires, y el respaldo de Menéndez Pidal y del argentino Ricardo Rojas, y en diferentes etapas hasta 1941, él desarticuló con ironías los ataques a nuestra manera de expresar que no acabaría apenas en una demolición de Américo Castro, sino de varios ilustrados argentinos de época. Hasta bromear: “No observo que los españoles hablen mejor que nosotros. Hablan en voz más alta, eso sí, con el aplomo de quienes ignoran la duda”. Y repetiría: “Los españoles hablan muy mal el español, pero lo respetan mucho porque lo consideran un idioma extanjero”. Asunto que podría no ser sustantivo para juzgar la argentinidad de Borges pero que de haber acontecido al revés, lo seguirían enjuiciando.
Pero bue, los críticos de Jorge Luis Borges ni registran que él fue un iniciador en incluir elementos del lunfardo en la poesía “culta” y en “El general Quiroga va en coche al muere”, dice: “El madrejón reseco sin una sé de agua, y la luna atorrando en el frío del alba”. No a la muerte sino al “muere”, algo salido de lo porteño de título y trascartón “atorrando” por durmiendo, era chucear a los españolistas rancios como al borrar la “d” final acentuando la última vocal; usté, verdá, salú, sé y alguna otra por ahí. Así que negarle lo porteño a quien escribiera milongas como “E l Títere”, “Jacinto Chiclana”, o localidad sudamericana al autor de “Poema Conjetural” sobre Narciso de Laprida, es lo mismo que menguarle la argentinidad porque no era peronista. Que además de una inexistencia como infundio suena a estruendosa estupidez.
©Eduardo Pérsico. All Rights Reserved