Los del Gobierno por medidas cambiantes y demasiadas veces sin refrendo objetivo; la oposición procurando obtener rédito político de cualquier circunstancia (¿cuándo, como se preguntaba Pla, volverán a normalizarse y apostar por los dividendos y la beneficencia?) y, en cuanto a los inspiradores de las medidas y supuestos expertos, se entiende que opten por el anonimato frente a tanto sinsentido: contradicciones a dos metros una de otra cuando no superpuestas.
Para todos ellos la mascarilla como recurso y, para nosotros, impuesta pese a un beneficio más que dudoso; obligada si no se respetan la distancias pero, a lo que se ve, innecesaria en la mesa del bar aunque medien pocos palmos entre unos y otros o para quienes exhalan sus gotitas más lejos, caso de ciclistas o corredores. Y por seguir con el disfraz de las apariencias más allá de boca y nariz, ¿acaso los guantes no pueden ser, como la propia piel, asiento del virus? ¿Por qué ejercicio en la playa sí pero nada de baños, mientras en otros lugares se autorizó el chapuzón aunque de ningún modo tomar el sol? O ni hablar de ir a la escuela para evitar el hacinamiento, aunque no haya nada que objetar al previsible en los campamentos de verano, para niños y adolescentes, que ahora se inician.
Ni sinceridad, competencia o estilo, sino mascarada fruto en buena medida de la improvisación e ignorancia por parte de tanto fullero o narciso —y peor si ambas características coinciden— pretendiendo que aceptemos la película a pies juntillas. Solo consuela la certeza de que cualquier drama, incluyendo el causado por el coronavirus, es limitado en el tiempo. Aunque haya alguna que otra excepción y, entre ellas, el que venimos padeciendo por parte de quienes cobran: por la máscara y, si se tercia, añadiendo mascarilla.
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