Se apunta, desde mucho tiempo atrás, que la utopía “ya no se estila”. Es argumento para la disuasión y así, cínicos, bien instalados o estetas posmodernos, arrojan la concepción utópica a las sentinas de lo inconfesable por vergonzante y pueril, utilizando el pragmatismo de lo posible como frontera de actitudes y comportamientos. También muchos de los llamados intelectuales contribuyen así, de modo más o menos consciente, a la consolidación de un basurero más, donde van a parar extremismos, reflexiones, testimonios de lo visto, vivido o críticas, y todo en amalgama bajo la común etiqueta de inútil.
Con esos mimbres, el convencionalismo rector se desembaraza de cuanto pueda molestar, y en vez de asumir las divergencias para un diálogo que podría ser fructífero, las ridiculiza, como he apuntado, con el beneplácito de cabecitas que se dicen de primera línea. Sin embargo, creo que la persecución de utopías nos dignifica, a más de procurar un sentido adicional al hecho de estar aquí. Apuntar alto hace posible que los fracasos duelan menos, y que se trate de cuestiones difícilmente alcanzables no les resta, aunque sea por la búsqueda, beneficiosos efectos como ser alimento para la esperanza y no, como escribiera Gerardo Diego, de lágrimas y olvidos.
Así me lo trasmitió aquella mañana un enfermo terminal, horas antes de su final y con el que mantenía, durante sus prolongadas hospitalizaciones, una relación que llegó a trascender la meramente profesional.
-No se preocupe, porque todavía puedo soñar –me dijo.