Artes Plásticas. Música. Ensayo.
Por Angel Marrero…
Consideraciones sobre las partituras gráficas de Aurelio de la Vega
El mundo es un objeto simbólico
Gaius Sallustius Crispus
“En el principio era el sonido, era el ritmo; la sustancia sonora es la materia prima del mundo”. Esta frase, tan bella como profunda, del etnomusicólogo alemán Marius Schneider, nos viene a la mente al enfrentarnos a la serie de siete hologramas, coloreados a mano, que constituyen las partituras gráficas del compositor Aurelio de la Vega, las cuales forman parte de la colección de la Biblioteca Friedheim de Música, de la Universidad de John Hopkins, en la ciudad de Baltimore, Maryland1. La frase de Schneider indirectamente nos remite a la doctrina pitagórica de la “Armonía de las Esferas”, recogida por Jámblico:
Sirviéndose de un poder divino, inefable y difícil de comprender, Pitágoras aplicaba sus oídos y concentraba su mente en la sublime sinfonía del universo, él sólo escuchando y entendiendo, según sus manifestaciones, la universal armonía y concierto de las esferas y de los astros que se mueven en ellas. Esta armonía produce una música más plena e intensa que la terrenal por el movimiento y revolución sumamente melodioso, bello y variado, producto de desiguales y muy diferentes sonidos, velocidades, volúmenes e intervalos. (Vida Pitagórica, XV. 65, pp.52–3)
No exageraba Pitágoras: el 13 de septiembre de 2013 la NASA, en una conferencia de prensa ofrecida por el físico Don Gurnett, anunciaba que después de años de estudios se había llegado a la conclusión de que el Voyager 1 había captado, por primera vez, el sonido del espacio interestelar, la música de las esferas. Si aceptamos lo que nos explica Jámblico de que Pitágoras creía escuchar la armonía universal, y si tomamos en cuenta lo dicho por Marius Schneider, podríamos decir que tal armonía es el eco o la continuidad del primer sonido.
Si al principio era la sustancia sonora, es decir la música, y si “la música es —al decir de Claude Debussy— la aritmética de los sonidos”, siendo a su vez la aritmética la base que permite el desarrollo de la geometría (la cual es, como su etimología lo indica, la medida de la tierra, y por la aplicación de esta podríamos decir de la materia), entonces las ideas hechas números son la razón aritmética que concretiza y revela la forma de los objetos dentro del espacio-tiempo. Este proceso del tránsito de la idea a la materia por medio del razonamiento estructurado de la palabra (que en el caso de la aritmética se expresa por medio de otro alfabeto, otro sistema simbólico: el numérico), ocurre en un ámbito que no corresponde necesariamente al espacio-tiempo —una especie de espacio virtual que pudiéramos decir que es el lugar de donde los artistas sustraen la idea contemplada—. Así lo explica el filósofo de Bohemia, Franz Xaver Niemetschek, en su tan debatida biografía de Mozart:
A su imaginación se presentaba la obra completa, que venía a él clara y vívidamente… en el calmado reposo de la noche, cuando ningún obstáculo entorpecía su alma… libre e independiente de toda preocupación, su espíritu podía elevarse en un osado vuelo a las más altas regiones del arte.
(Niemtschek, Franz —1798—, Leben des K.K. Kapellmeisters Wolfgang Amadeus Mozart, nach Originalquellen beschrieben. pp. 54-5 Morzart: The First Biography).
Pero ¿qué indicios en la serie de partituras gráficas del compositor Aurelio de la Vega nos permiten hacer uso de estos referentes?
El primero es la estructura abierta de la música, que permite diversas lecturas y por ende interpretaciones ad infinitum. Estas composiciones, presentadas en las partituras gráficas a pesar de estar encerradas en medio de estructuras geométricas, no tienen límite de tiempo. El Infinito es esa dimensión por medio de la cual el Absoluto se revela sin límites, como ya lo presentía el filósofo Anaximandro de Mileto al enfrentarse al problema del arjé (arché), o sea, del origen, y al del ápeiron, es decir, de lo infinito.
El segundo es el uso del cantus firmus, que tiene su origen en la polifonía que se desarrolló a partir del canto llano como, por ejemplo, del canto gregoriano. Tanto el contexto sacro, donde se desarrolla este tipo de melodía, como la estructura misma del cantus remiten la obra al ámbito de lo trascendente.
El tercero es el referente pictórico, el suprematismo ruso originado por Kazimir Malevich, que en un acto conceptual colocó su Cuadrado negro precisamente en el lugar privilegiado que ocupa el ícono en la tradición ortodoxa rusa conocido como la “bella esquina roja”, la esquina brillante o la bella esquina (que en la tradición occidental equivaldría al lugar ocupado por el Sagrado Corazón, centro del hogar y del universo). A su vez la forma, en la representación del ícono, está creada a partir del concepto de la perspectiva invertida basada en las reflexiones de Plotino, y la relación entre el Uno y el Sol; es decir, la luz, que permitía la desmaterialización de lo representado al eliminar la perspectiva tradicional. O sea, representar por medio de estas leyes la condición espiritual, tal y como lo demuestran en sus respectivos estudios Pável Floresnky, Erwing Panofsky y André Grabar, entre otros. Este es un principio que más tarde aplicarían algunos artistas en los inicios del siglo XX para la creación del cubismo, y que nos obligan a repensar el papel que juega Plotino y el ícono en su hermenéutica.
Una vez determinado el contexto, desde donde podemos realizar una posible lectura de los símbolos que aparecen en las partituras, podemos revisar las formas que las componen. No olvidemos que estamos frente a una serie de partituras gráficas que requieren de una elucidación, digamos, de una interpretación a partir de los elementos geométricos que las componen. Dado el contexto antes mencionado estas partituras se elevan a la categoría de símbolo. Apoyándonos en el criterio de Hans-Georg Gadamer, quien ha instrumentado en el pensamiento contemporáneo la posibilidad de una narrativa que incluya toda nuestra tradición, su obra Verdad y método nos recuerda lo siguiente: “Es la tiranía de los prejuicios ocultos lo que nos hace sordos a todo aquello que nos habla de la tradición”.
Si el artista, como afirma F. Niemetschek, intuye o accede a una visión que registra en su obra por medio de símbolos, entonces tratemos de interpretar estas partituras a partir de los posibles significados de los elementos que las componen, siempre tomando en cuenta la polivalencia del signo, para poder llegar así a una posible interpretación razonada desde la coherencia simbólica que nos presenta la obra.
Acerquémonos a la idea recogida por Aurelio de la Vega en su visión músico-pictórica, delineada en la partitura nombrada Andamar-Ramadna que, como todas en la serie, rompe los límites establecidos entre la música y la pintura —límites tan bien definidos históricamente como los que se muestran en el Chansonnier de Monsieur le Marquis de Laborde, los cuales, estando en un mismo plano, jamás se unían.
De la Vega fusiona las dos artes hasta tal punto que uno se pregunta si las técnicas existentes al momento de la creación de la pieza no estaban del todo desarrolladas para recibir la complejidad requerida por estas composiciones pictóricas, algo parecido a lo que le sucedió a Mozart con el gran piano, para el que, ya sin saberlo, estaba componiendo. Es fácil imaginar en el escenario un holograma tridimensional en el que se mueven las formas geométricas mientras se interpreta la obra, o una instalación en una galería de arte donde se ejecute ad infinitum, por medio de una programación digital, todas las posibilidades interpretativas de la obra.
Es precisamente este insistir en la vocación de trascender los límites establecidos por el espacio-tiempo (el espacio representado por el papel de la partitura y el tiempo por el signo que representa las notas musicales), lo que nos da razones para una hermenéutica, una interpretación que apunta a lo trascendental, como lo señaló Kant en su momento.
De la Vega ha nombrado esta partitura, que hoy analizamos, Andamar-Ramadna. La primera palabra de este palíndromo, es decir, frase que se puede leer de igual manera hacia adelante que hacia atrás, es Andamar, vocablo que sintetiza la frase “andar sobre el mar” –frase que nos recuerda el momento justo antes de la creación: “El espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”. La segunda palabra es Ramadna, consiguientemente el reflejo de quien anda sobre el mar. No es casual entonces que encontremos una duplicación tanto del círculo como del rectángulo equilátero, conjuntamente con algunas variantes de esas formas, pues ambas estructuras están relacionadas con la representación de la divinidad, por las características que constituyen sus formas. Es como una duplicación que nos hace una sutil referencia a la imagen que produce un objeto al reflejarse en las aguas. Además, el compositor representa las formas geométricas con las típicas irregularidades con las que se representan las formas reflejadas en las aguas en movimiento, pero de manera abstracta.
Tratemos primero el círculo. Su propia estructura fue lo que ha permitido por siglos el uso del mismo para representar la divinidad. El círculo está formado por una circunferencia, y esta, a su vez, por sucesivos puntos, siendo la misma la suma de los puntos consecutivos que configuran el anillo, que está, a su vez, siempre equidistante del centro, convirtiéndola así en una metáfora perfecta de la relación del individuo (los infinitos puntos que conforman la circunferencia) con el Ser Supremo (el centro). No olvidemos que toda línea es una sucesión de puntos. Muchas culturas vieron en la interrelación de estos puntos, una metáfora de la relación entre el centro y el origen.
En Occidente, al origen, al arché, los filósofos griegos le dieron atribuciones divinas; es por eso que con esta relación —si se quiere decir poética, que convierte el pensamiento en materia— se nos revela más tarde el círculo como signo que se concreta en el devenir de la historia. Así descubrirá en su centro, en su origen, y en su arché en el Logos, el Verbo encarnado, tal como se expresa con la llegada del cristianismo, específicamente a través de la interpretación que de este se hizo dentro del platonismo cristiano.
Existe también una relación entre el perímetro —que como toda línea está formado por puntos consecutivos— y los individuos insertados en la realidad contenida en el infinito, o sea el ápeiron. Por otro lado, hay que señalar la correspondencia existente entre el círculo, la circunferencia y la luz, puesto que esta forma tiene su origen en el halo, que es un fenómeno meteorológico que produce un efecto óptico causado por partículas de hielo en suspensión en la tropósfera (la capa de la atmósfera que está en contacto con la superficie de la Tierra). No olvidemos que el halo es el signo colocado sobre los santos para significar que han sido asumidos por la divinidad, y que en la antigüedad clásica se colocaba sobre los iluminados, como lo describe Homero en la Iliada (v.4, xviii. 203)
La otra figura geométrica que encontramos en Andamar-Ramadna es el triángulo equilátero, de cuya importancia dio cuenta Newton en su Principia Mathematica. Sus proporciones le otorgan un lugar privilegiado dentro de las matemáticas de proporciones ideales, pues las leyes de estas conforman el más alto concepto de la verdad absoluta, algo que se intuye en la tetraktys, que era de central importancia para el culto pitagórico. Como lo recuerda Cirlot en su Diccionario de símbolos, esta forma está relacionada con la Trinidad, y, a la vez, con el número 3, que resume en el triángulo equilátero el pasado, el presente y el porvenir; así como el cuerpo, el alma y el espíritu. Asimismo deben considerarse las tres funciones esenciales del hombre reflejadas simbólicamente en esta importante figura geométrica: la conservación, simbolizada por la continuidad de los puntos que forman la línea horizontal; la reproducción, simbolizada por los respectivos lados del triángulo; y la espiritualización, cuyo símbolo es el vértice, el punto donde se unen los lados.
Debemos tomar también en cuenta que el triángulo equilátero, apuntando hacia arriba, significa estabilidad, como la forma misma lo sugiere. Conviene recordar que este triángulo viene a ser la base de muchas construcciones primitivas, así como la de esa otra misteriosa forma que es la pirámide. La intersección de dos triángulos equiláteros fue la base para la construcción del Partenón. La inversión del punto de convergencia significa la interacción de la divinidad con la materia y, por ello, su relación – tal y como se representan, incluidos dentro de la forma piramidal, los sólidos platónicos– con el agua primigenia, elemento primordial de la vida y símbolo originario de la humanidad. Esto es algo que está representado en la partitura gráfica en cuestión, aún cuando las figuras estén separadas para inferir la discontinuidad de la imagen en el reflejo del agua, pero la similitud de color nos sugiere que es la misma forma, es decir su reflejo invertido.
En cada una de las partituras gráficas, tras el título, aparece la siguiente frase: For any number of any instruments and/or any number of any voices (Para cualquier número y clase de instrumentos y/o cualquier número y clase de voces). Para el propósito de continuar analizando Andamar-Ramadna (que es la tercera de la serie de las partituras gráficas de De la Vega) hemos escogido) la Versión II de esta obra, para soprano y piano. Para la realización de esta versión, el compositor ha escogido dos textos para ser, el primero, cantado y el segundo, recitado dentro de las múltiples posibilidades interpretativas de la pieza. Ambos hacen alusión al origen (no al universal, sino al particular) del artista. No por ello dejan de apuntar indirectamente hacia el arché, hacia el origen universal y hacia el origen del artista, que aquí, de alguna manera, coinciden a través de la poética que descubrimos en la idea signada en la polisemia del signo que construyen las palabras.
En uno de los textos, De la Vega hace uso de la intertextualidad a través de un fragmento de la canción La Paloma, de Sebastián, de Iradier Salverri, tomando específicamente la primera estrofa –estrofa originaria que de una manera sutil hace alusión al origen del compositor al mencionar su ciudad natal, a la vez que a su exilio, cuando en el intertexto escogido dice:
Cuando salí de la Habana,
¡Válgame Dios!
Nadie me ha visto salir
Si no fui yo.
Y una linda Guachinanga
Sí, allá voy yo,
Que se vino tras de mí,
¡ Que sí, señor!
El otro texto es parte de un poema de De la Vega donde pronto descubrimos la poética del origen:
De vez en cuando la sombra amable, luminosa, verdiazul se levanta en el empinado y vasto silencio de los recuerdos –aquella montaña de luz cambiante, aquel valle de mágicos insectos, aquellas costas de arenas en polvo, aquellos sensuales ondulamientos vegetales de gentil azucaramiento– abre sus ramos de ocaso renovados en palomas y descubre la ilusión de cada día.
En ambas textos aparece de manera implícita el agua, aunque no se haga mención de ella. En el caso de La Paloma hay que recordar que la única manera de salir de La Habana en tiempos de Iradier era por barco, es decir por agua. Por otro lado De la Vega, en su frase “aquellas costas de arenas”, trae a la mente el agua como límite.
No podemos dejar de tomar en cuenta el uso del color, que merita por su complejidad un estudio por separado, pero baste anotar que el triángulo equilátero está coloreado con difuminaciones que van del naranja al amarillo, creando una sensación metálica que recuerda al oro. De más está señalar la relación existente entre el oro y la representación de lo divino, entre otras muchas cosas, por su interacción simbólica con el sol y por su durabilidad, la cual se relaciona simbólicamente con la inmortalidad y lo eterno. Lo mismo sucede con la circunferencia más grande, colocada en la parte superior, cuya mitad es “dorada” y la otra coloreada de color púrpura, que hace alusión a la realeza a la vez que a la pasión por medio de la clámide, colocada al presentar a Ecce Homo. Aquí el color tiene como base, por un lado, el rojo (el amor, la pasión) y por el otro el azul (lo celestial, la verdad, lo trascendente). Curiosamente, en la parte inferior de la partitura, hay una semicircunferencia supraversa coloreada de púrpura. Otro color que se destaca es el verde, que hace referencia a la renovación, a la fertilidad, a la vida, y que colorea dos semicircunferencias, una supraversa y una infraversa, que están en proceso de acoplarse o desacoplarse –haciendo así una doble referencia a la vida y al horizonte, a la continuidad y al futuro– y que de alguna manera sirven para marcar el límite imaginario –ese “horizonte” entre el plano superior y el inferior. Como hemos visto, estos colores, en su simbología, podrían colocarse dentro del contexto interpretativo hasta ahora presentado.
Tomando en consideración la condición simbólica de los sueños y de la poesía, podríamos deducir que estamos frente a una construcción poética de múltiples niveles, tanto desde el punto de vista conceptual como del musical y del visual. Por ello, nos aventuramos a decir que nos encontramos frente a una representación del proceso de materialización de la idea por medio de la palabra, y como toda palabra es sonido, la música está revelada en los signos. Esto nos remite a la sentencia de Marius Schneider “En el principio era el sonido, era el ritmo; la sustancia sonora es la materia prima del mundo”. La palabra, en este caso específico, tiene dos alfabetos: por un lado, las notas que recogen una estructuración del tiempo en forma de música; y, por el otro, las figuras geométricas que toman categoría de símbolos, cuyos significados revelan la forma misma del color y de su simbología.
Esta materialización, como lo demuestra la colocación de los elementos en Andamar-Ramadna, recuerda de manera indirecta un palíndromo; en este caso de manera visual, es decir, como una imagen reproducida frente a un espejo. Curiosamente, la imagen superior no está reflejada con exactitud en lo que pudiéramos llamar el cuadrante inferior: es como una variación de la imagen opuesta, cosa que nos hace pensar que lo que está representado es el momento de la creación, primero por la alusión a ese instante en el título de la obra (Andamar), que como hemos dicho anteriormente recuerda la frase “El espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas”, y, segundo, porque la cantidad de elementos que se nos presentan son seis, los días de la creación, a lo que hay que añadir que para los neoplatónicos el 6 era el número perfecto, la suma y el producto de sus partes, pues se formaba sumando 1+2+3 o multiplicando 1x2x3.
Hay algo más que relaciona los elementos superiores a los inferiores en Andamar-Ramadna, y es el número 7, suma de los elementos en el cuadrante inferior, símbolo de la sabiduría. El 7, además, es el día del descanso, producto de la suma del 3 (la Trinidad,) y el 4 (la materia), que es la descripción numérica de lo creado (la creación del mundo invisible simbolizada por el 3 y la del mundo visible por el 4). Es decir que el número de elementos que se nos presentan son el indicio de una creación. Estamos, pues, frente a una narrativa del proceso creador mismo en el justo momento en que la idea, hecha signo en la palabra, comienza a tomar forma, y es el momento en que la idea comienza a ser materia. Esto se percibe de manera especial por medio de la música, que es en sí misma una narrativa del proceso creador registrado en signos –es decir notas–, pero que en este caso es la creación del compositor.
Entonces, lo visto o intuido es a la vez la creación arquetípica y la creación individual del artista; es el arché de la creación originaria, a la vez que uno de los infinitos puntos que este abarca: el ápeiron, la obra de De la Vega.
En un mundo postmoderno que ha abrazado el pensamiento deconstructivista de Jacque Derrida, en el que nos hemos entregado a la angustiosa fragmentación del fragmento (valga la redundancia), se nos niega la oportunidad de un diálogo con nuestro pasado, impidiendo la posibilidad de una interpretación totalizadora que nos devuelva la certeza de una realidad comprensible. Encontrar una obra moderna que facilite una exégesis holística, totalizadora, nos devuelve la posibilidad de contemplar la bondad, la belleza y la verdad. Es decir, de recuperar los elementos trascendentales y, con ellos, la posibilidad de una paideia, de una educación, de una cultura. Así podríamos unirnos a Joaquín Torres García, ese otro amante de las geometrías, y con él decir:
Esta es la tradición del civilizado, del hombre de la geometría, del hombre de la armonía, porque ha comprendido (porque sabe) que si lo fijo es la ley, la vida es movimiento (el desequilibrio que quiere equilibrarse, la polarización, la identidad de los contrarios; ya lo hemos estudiado)… Y esa idea del hombre, tanto la realice en un templo como en una vida (porque todo es conjunto ordenado; idea que se llamó clásica), es Egipto, [es] Grecia o [es] Bizancio.
Y otro arte que no esté en esta elevación y [en] esta profundidad y en este equilibrio, no creo que merece el nombre de tal, como tampoco un vivir desorbitado, porque vivir es cuando se vive en eso, [en lo] universal².
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1 Copias múltiples de estas partituras, cada vez coloreadas de modo distinto, existen en la Colección Moldenhauer de la Universidad de Harvard, en la Biblioteca de Música de Eastman School of Music (Rochester, New York) y en la Biblioteca del Congreso (Washington, D. C.)
2 La puntuación en el texto de Torres García ha sido ligeramente alterada para su mejor comprensión
[Glendale, California, febrero de 2015]
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