Literatura. Crónica.
Por Marcelo Morán.
El carro avanzaba lento por una trocha de tierra húmeda después de abandonar al mediodía la humilde estancia marense. Era un Ford azul, modelo 1957. Al fondo, lo miraba angustiada Rubia Paz, de 23 años. Su rostro estaba bañado de lágrimas. De pronto, impulsada por un apremio incontenible, empezó a correr de manera desaforada rumbo al portón a fin de darle alcance, pues el conductor tendría que detener el vehículo para lidiar con un portón enmarañado y difícil de separar: era de alambre de púas.
“Apenas habían caído los primeros aguaceros. Era abril de 1959 y nos preparábamos para sembrar”, contaría mi madre, muchos años después.
Se llamaba Guillermina Polanco y había partido de Guarero (Guajira venezolana) en febrero de 1958 para establecerse en Las Parcelas, una parroquia del municipio Mara, ubicada a una hora y al norte de Maracaibo. Ella tomó la resolución de invadir un terreno de tres hectáreas, casi selvático (propiedad de la transnacional Shell), para alojarse con cuatro hijos, una hermana a punto de parir y con seis muchachos, y una prima con otros dos pequeños, de la que sobresalía Gladys de apenas un año.
Una acogedora mata de cotoperí fue el techo que albergó a los trece niños de las tres madres nativas de Guarero después de llegar aquel día a los predios de una tierra ajena y salvaje.
Al cabo de un tiempo aparecieron los primeros familiares que hicieron de los fines de semana una cita obligada, como las hermanas Aurora y María Ángela Montiel Polanco.
La primera había sido diputada al Congreso Nacional en la última etapa del Gobierno de Marcos Pérez Jiménez y la otra, fungía como asesora indigenista en el Consejo Venezolano del Niño (nombre del organismo encargado para la época de la protección de menores). En ese ir y venir conocieron el deseo de mi tía Rubia de entregar a Gladys a ese organismo ante la imposibilidad de brindarle educación, pues no tenía trabajo y vivía a expensas de mi madre, que comenzaba a abrirse paso en aquel lugar generoso en procura de redención.
Un domingo soleado, como a las ocho de la mañana, se presentaron las hermanas Montiel Polanco como era ya habitual, pero en esa ocasión se acompañaban de una distinguida invitada: era una morena esbelta y de apariencia sencilla, se llamaba Josephine Baker: bailarina, actriz y cantante estadounidense que había descollado en los escenarios de su país por los años veinte. Más adelante se hizo ciudadana francesa y continuó con su arte convirtiéndose en poco tiempo en una celebridad. Por su lucha en favor de este país en la Segunda Guerra Mundial recibió las más altas condecoraciones militares. Fue además, activista de los derechos civiles para los afroamericanos en Estados Unidos junto con Martin Luther King.
En 1956 adopta a doce niños provenientes de varias partes del mundo a los que llama “La tribu del arco iris”, como una manera de recordarle al mundo que las razas no tienen fronteras a la hora de hermanarse. Dicen las crónicas de la época que, mientras era discriminada y le cerraban las puertas en Estados Unidos por su condición de afroamericana, en París, las mujeres de tez blanca, embadurnaban sus cuerpos con pomadas oscuras para imitarla. Qué ironía.
Ernest Hemingway (Premio Nobel de Literatura 1954) dijo una vez sobre ella: “Es la mujer más sensacional que alguien haya visto jamás”. Pablo Picasso también se refirió en una ocasión a la artista de esta manera: “Es la gran Nefertiti de su tiempo”.
La incorporación de mi prima Gladys como representante de la autoctonía latinoamericana iba a darle un nuevo matiz a ese clan multicolor en un castillo medieval en la remota París.
Mi madre, quien murió en 2002, me dijo que la señora Josephine Baker se expresaba en un castellano muy escaso. Tenía una edad madura y su pelo empezaba a encanecer. Irradiaba gran espiritualidad, tal vez porque aprendió a interpretar en demasía —producto de su experiencia— el precepto de amar el prójimo por encima de prejuicios raciales. Pese a las comodidades que le ofrecía la fama, ese día no se sintió indiferente a las atenciones dispensadas por la matrona wayuu, quien le colgó, bajo el frescor de un bohío, un colorido chinchorro (katüs) doble cara, mientras finiquitaba complacida el propósito de su visita. También disfrutó de una ración de újolu; la bebida hecha de la cocción de maíz con un toque de azúcar. Asimismo, quedó fascinada con las mantas que lucían las anfitrionas y llegó a compararlas con las túnicas usadas por las mujeres en el Medio Oriente. En aquellas breves horas en que permaneció en Mara quería ahondar más acerca de las tradiciones de este pueblo milenario que a partir de ese momento establecería un vínculo con ella para siempre.
Una vez concretados los trámites de adopción vino la despedida. Cuando el carro que transportaba a Josephine Baker se detuvo frente al portón y el chofer descendía cauteloso para abrirlo, fue sorprendido por los gritos desesperados de la madre arrepentida, que en medio de un copioso llanto reclamaba a su hija.
La artista, conmovida por esa inesperada reacción, bajó del carro y entregó la niña a su progenitora no sin antes despedirla con un fuerte abrazo. Luego siguió con la mirada el trayecto jubiloso de ella hasta acostar de nuevo a Gladys en su chinchorrito. La artista sonrió con la escena, levantó una mano desde la portezuela del Ford 57, y le dijo adiós a mi madre.
Ante ese imprevisto, Josephine Baker y las hermanas Montiel Polanco partieron al mediodía hacia Paraguaipoa —cincuenta kilómetros al norte de allí— en busca de otra opción.
Al atardecer, después de completar arduas diligencias encontraron lo que buscaban: a diferencia de mi prima, era un varón. En ese imperioso trajinar hicieron de nuevo los trámites, y previendo que no se repitiera la situación de Gladys; lo bautizaron en la iglesia San José con el particular nombre de Mara en honor del héroe aborigen y epónimo de la capital del estado Zulia.
Al siguiente día Mara y su famosa madre emprendieron viaje a Francia, rumbo al legendario castillo Les Milandes, donde se alojaba feliz el resto de la tribu multicolor.
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Quince años después, en 1974, la señora Baker regresó a Venezuela para una presentación en el programa Sábado Sensacional, que conducía Amador Bendayán. Ese día cantó al lado de sus ya adolescentes hijos, entre ellos, mi paisano Mara, que en un corto y titubeante saludo en castellano y, con marcado acento francés, logró arrancar un fuerte aplauso del público presente.
En la imagen que presentaba la TV, Josephine Baker estaba sentada y lucía unos anteojos oscuros. Tenía el pelo encanecido. A pesar de que el televisor de mi casa era aún en blanco y negro, podía captarse en su rostro una gran palidez que revelaba ya el semblante de una mujer acabada. No había rastros de sus primeros gloriosos años recogidos en películas y en tantas revistas.
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El 12 de abril de 1975 el mundo se conmovió con la muerte de Josephine Baker. Tenía 69 años. Aunque pudo vencer muchas pruebas de la vida, el destino no le deparó el tiempo para ver la adultez de sus hijos y la nueva generación que nacería de ese hermoso arcoíris pintado en honor de la fraternidad.
El 30 de noviembre de 2021 en un acto presidido por el mandatario francés Enmanuel Macron, se le rindió homenaje a Josephine Baker en el Panteón de Paris, donde reposan los restos de los personajes más ilustres y venerados de esa nación, como Marie Curie, Voltaire, Emile Zola, Víctor Hugo, entre otros. Es la sexta mujer y la primera artista en recibir ese honor en Francia
Esta pequeña historia la conocí desde mi infancia gracias a la fuente testimonial de mi madre, quien fuera para aquel lejano día de 1959 anfitriona casual de la diva estadounidense.
Hoy, mi prima Gladys cuenta con una profusa familia: tiene ocho hijos y seis nietos. Vive en un caserío rural del municipio Jesús Enrique Lossada al oeste de Maracaibo y al lado todavía de su querida madre, casi nonagenaria. Y así, bajo el influjo de la rutina doméstica trascurre el tiempo para Gladys sin imaginar que hace sesenta y tres años pudo ser la hija de una celebridad mundial.
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