Literatura. Relato.
Blanca Caballero.
…y destruyó ciudades, y toda aquella llanura, con todos los moradores de aquellas ciudades, y el fruto de la tierra.
La destrucción de Gomorra, Génesis 19.25
Nuestra ciudad ha cambiado mucho. Ya no se ve a las palomas comer en la plaza central, ni podemos contemplar el mar con tranquilidad, ni pasear alegres por las calles como solíamos hacer. Se ha llenado de personajes extraños que infunden miedo.
Cuando camino por las calles suelo tener encuentros desagradables. A veces con hombres armados, otras con una hilera de camiones llenos de perros fieros que muestran sus colmillos deseosos de hincar carne humana.
Todo comenzó cuando apareció un personaje excéntrico llamado Pablo y desarrolló paulatinamente su estrategia. Al inicio se hizo reconocer por sus ropas de colorido chillón. Usaba pantalones anchos, de listas azules y rojas, camisas holgadas de mangas largas con lunares negros y amarillos, y chaleco color púrpura. Cubría la parte superior del cuerpo con una armadura plateada. Llevaba amarrado su largo pelo con una cinta de cuero que llegaba al suelo, y en las sienes una cornamenta, como las de los renos.
Frecuentaba lugares públicos para que lo viéramos continuamente, y así, con su presencia constante, hacernos sentir que nos era necesario, que su liderazgo era imprescindible.
Al cabo de un tiempo exigió más, no solamente le bastó con que lo reconociéramos, además exigió que le rindiéramos pleitesía. Ya no se conformaba con una leve reverencia, al acercarnos a él debíamos inclináramos hasta el suelo; algo semejante al ceremonial de cortesía al llegar frente al rey en las cortes del Medioevo.
Para someternos se valió de una banda de individuos extraños y agresivos. Mostraban expresión de desprecio cuando se cruzaban con los pobladores. Iban armados; además de revólveres portaban armas blancas: espadas, cimitarras, cuchillos, dagas, puñales. Lo hacían ostensiblemente, las llevaban en la cintura, o, en el caso que fueran muy grandes, en la espalda.
Además de las armas personales, sus carros portaban armamento de diverso tipo. Pablo decía que era para proteger a la ciudad si alguien la atacaba, pero comprendíamos que el objetivo era amedrentarnos.
La insolencia de esos individuos era manifiesta. Recuerdo el caso de mi amigo Tomás y su perro Dogo. Un día de paseo nos encontramos. Cuando Dogo me vio movió la cola, en señal de alegría; entonces vino uno de aquellos tipejos y de un certero sablazo se la cortó. Cayó ensangrentada al suelo, mientras Dogo daba terribles aullidos.
Vi otros episodios semejantes, en los que los hombres de Pablo mostraban prepotencia, menosprecio del prójimo y crueldad extrema.
Cuando sus hombres no tenían nada que hacer, empleaban su tiempo haciendo exhibiciones de artes guerreras. Sacaban a relucir y blandían sables, puñales y dagas. En esos espectáculos bailaban danzas frenéticas, bebían cerveza y gritaban alocadamente.
Lograron su intención, amedrentarnos y someternos, y nos obligaron a acatar las leyes que la macabra y cruel mente de Pablo generaba. Cada día dictaba una nueva ordenanza, siendo la última más insólita y desatinada que la anterior.
Teníamos miedo de salir a la calle. Empezamos a desplazarnos por los vericuetos más escondidos, intentando no ser vistos. Así dejamos de usar los senderos que frecuentábamos.
Nos refugiamos en nuestras casas, para, desde las ventanas, escondidos, observar el cambio tan rotundo que la ciudad había experimentado. No nos atrevíamos a hablar, ni hacer comentarios, con los vecinos más cercanos.
El tiempo pasó y la situación fue empeorando progresivamente. Nos fuimos convirtiendo en seres cada vez más tímidos e inseguros. Siempre con temor latente. En ocasiones evitábamos hasta pensar, temíamos que, si nos miraban, nuestros rostros desvelaran los sentimientos. Una silenciosa histeria colectiva, manifestada en apatía absoluta, se apoderó de nosotros.
El temor de hablar con amigos no era infundado, porque tuvimos una experiencia desagradable. En nuestro círculo de amistades habíamos tenido confianza y solidaridad con el otro, sin embargo, en una ocasión uno de los integrantes hizo un comentario criticando a Pablo; al día siguiente lo vimos colgado por los pies en la plaza pública. Tenía la boca amordazada y un letrero colgando en el pecho y en la espalda que decía: ‘No hay persona más digna y capaz que el señor Pablo’.
Luego de este episodio, uno de los nuestros empezó a vestir como los hombres de Pablo, con pantalones holgados de vivos colores.
Pasados los días se convirtió en uno más de ellos y comenzó a asediarnos. Se acercaba a la ventana del local donde nos reuníamos, y con gesto provocador, gritaba insultos. Ante esta situación decidimos permanecer en nuestras casas, en absoluto aislamiento.
En las escuelas, los maestros fueron despedidos, y en su lugar pusieron a miembros de la banda de Pablo. Al cabo de unos meses nuestros hijos tenían ideas totalmente deformadas sobre la sociedad, la libertad y la democracia. Les enseñaban las doctrinas de Pablo. No daban cabida a otra forma de pensar.
La economía colapsó. Al inicio escasearon algunos productos de primera necesidad, luego desaparecieron, no volvimos a encontrarlos en el mercado. Al pasó del tiempo olvidamos que habían existido.
Así empezó la época de escasez extrema. Sólo conseguíamos lo mínimo para mitigar el hambre. Nunca podíamos preparar una comida balanceada; cuando había pan no había huevos, cuando había queso no había mermelada. Así tuvimos que conformarnos con lo poco que nos daban. Teníamos que sobrevivir.
A diferencia de nosotros, el pueblo, los de Pablo, con apetito voraz, hacían comidas despilfarradoras. No escatimaban en el pillaje y el abuso para hacerse de provisiones u obtener los objetos que deseaban.
A pesar de la situación denigrante a que fuimos sometidos nos acostumbramos paulatinamente a ella. Nos adaptamos a que todo era normal. Tuvimos que hacerlo, pues los que se opusieron o sublevaron, fueron golpeados, apresados y algunos eliminados. Sí, la mentalidad de esclavos que todos llevamos en el fondo. Obedecer y servir para evitar el castigo, para sobrevivir.
No nos juzgue con severidad, al principio protestamos y nos reviramos, pero muchos fueron golpeados y otros encarcelados. Lo mejor que hicimos fue olvidar nuestra vida anterior y rezar para no tener encuentros con los de la banda estrafalaria, y menos aún con su jefe Pablo.
Muchos escaparon, huyeron de la ciudad. Para evitarlo Pablo mandó a construir un cercado con alambres de púas, casi imposible de salvar.
Para hacer aún más difícil nuestra vida trajeron de un lugar distante una raza de perro que nunca habíamos visto. Eran gigantescos, de pelaje grueso y colmillos enormes, tan largos que no los podían mantener dentro de la boca, por lo que tenían sus fauces siempre abiertas, siempre dispuestas para morder. Algunos decían que eran el resultado del cruce de lobos con leones. ¡Vaya usted a saber! No creo que esas dos especies puedan cruzarse, pero es verdad que parecían serlo.
Todos, todos sentimos un pánico intenso cuando vimos aquellos monstruos. Para acrecentar el terror los individuos del mal los llevaban a la plaza pública, entrenándolos para atacar y matar.
La dificultad para sobrevivir crecía cada día. El miedo había calado nuestros huesos, nos sentíamos débiles e indefensos. Algunos, los más decididos, intentamos acabar con aquello e ideamos un plan, pero antes que lo coordináramos toda la noticia llegó a los oídos del señor Pablo, el que, con su maquiavélica y diabólica cabeza, ideó una forma de someternos aún más.
Trazó un plan para acabar con nuestra amada ciudad. Acabar con todo lo que le daba personalidad propia. Empezó a destruir los sitios emblemáticos, los monumentos e incluso las viviendas. Quedamos asombrados al ver lo fácil que destruían los edificios, los monumentos, los parques.
Vimos como al museo lo derrumbaron pedazo a pedazo, cómo los mármoles de sus columnas fueron destrozados hasta hacerlos polvo, cómo destruyeron los vitrales de las ventanas. Las obras de madera fueron reducidas a aserrín.
Atónitos contemplábamos, no entendíamos el fin del señor Pablo. ¿Por qué destruir la ciudad? ¿Por qué convertirla en ruinas? El temor se hizo aún más intenso, el hecho de no comprender sus acciones nos impregnaba más pánico, más espanto antes lo irracional. ¿Qué lograba con una ciudad destruida?
Las orgías y los desenfrenos de la turba se hicieron más frecuentes, y nosotros viendo como perdíamos nuestros parques, nuestros edificios, nuestras viviendas. Al final nos escondíamos entre los escombros, entre las ruinas que crecían con rapidez.
Vimos con tristeza cómo la plaza desapareció. Primero derribaron el monumento de nuestro prócer, que cayó al suelo y se partió en cientos de pedazos. En el centro de aquel caos, su brazo, intacto, apuntaba al cielo, como pidiendo clemencia; junto a él descansaba la espada rota en tantas partes, que era casi irreconocible. Había sido una pieza bellamente elaborada que había sido la admiración de quienes nos visitaban.
En cuanto a nosotros, escondidos entre escombros, polvo y piedras, solo salíamos cuando anochecía, y lo hacíamos deslizándonos sigilosamente por lugares oscuros y escondidos, semejábamos ratas. El hambre nos laceraba y siempre buscando algo comestible para llevarlo a nuestros estómagos vacíos.
Nos pusimos pálidos, descoloridos por la falta de sol. Nuestra piel comenzó a escamarse por la carencia de vitaminas. Éramos un grupo de desesperados que temíamos a la luz del día, al día de mañana, al futuro. Nuestro instinto de supervivencia hacía que pudiéramos seguir viviendo en esas condiciones infrahumanas.
La ciudad reducida a polvo, polvo, un polvo que la brisa dispersaba hacia el este y el oeste, hacia el sur y el norte. Era imposible detener esa avalancha de arena móvil. Solo contemplábamos su avance.
Una noche, bajo la luz de la luna llena, vimos a los perros gigantes parados en lo alto de un montículo, formado por las ruinas. Aullaban con un sonido ululante, estremecedor. Cerca de ellos, la banda de los hombres del mal entonaba canciones groseras, bailando alocadamente alrededor de la elevación, rodeados por los restos de lo que fue la ciudad.
Los veíamos allí, y a lo lejos, de fondo, un cielo turbio, sin estrellas. Solamente la Luna alumbraba para que pudiéramos distinguir las siluetas moviéndose en grotesca danza. En ese instante comprendimos que nuestro destino estaba decidido: ¡siempre seríamos los hombres de las ruinas!
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