¿Gramscianos  en el siglo V?

Literatura. Historia. Filosofía.
Por P. Sabbatius.

Oswald Spengler. Creative Commons.

Hace alrededor de 100 años un profesor alemán llamado Oswald Spengler publicó un tratado llamado La decadencia de Occidente1, cuya lectura encontraría sumamente esclarecedora todo aquel que se desvele en la noche preocupado, tratando de explicarse qué demonios está pasando en este mundo.La idea central de Spengler es que la línea “progresiva” de la Historia es ilusoria. No existe una “historia universal” concatenada y definida por “edades” o “modos de producción” en un ascenso progresivo, sino que la misma está constituida por “grandes culturas” que, como organismos vivos, están caracterizadas por patrones comunes de un ciclo cerrado de ascenso, esplendor y decadencia. Spengler pretendió demostrar que, de forma similar a las demás culturas que la precedieron, la llamada “cultura occidental” o europeo-americana se estaba enfrentando a su ocaso a inicios del siglo XX, y documenta los paralelismos que nota entre las diferentes grandes culturas como la “clásica” o grecorromana, la “arábiga” (o judeo-árabe-persa-bizantina), así como las culturas egipcia, mesopotámica, china, india y mexicana o mesoamericana, en sus épocas de ascenso, esplendor  y decadencia, para finalmente morir, ya sea destruidas por otra cultura en ascenso, o al caer en una fase vegetativa ahistórica de duración indeterminada si sobrevive a una verdadera extinción física².

Muchos achacaron la “pesimista” visión de Spengler a las convulsiones de la Primera Guerra Mundial (y después la segunda, que no alcanzó a ver porque murió en 1936, no sin advertir el nefasto papel de Hitler y los nazis).

El alegre optimismo engendrado por la explosión tecnológica de la segunda mitad del siglo XX en los Estados Unidos y luego Europa y Japón hizo a muchos considerar con sarcasmo la sola idea de que nuestra pujante civilización,  envuelta en la carrera espacial, la revolución informática, el florecimiento de nuevas formas de arte como el cine y la música electrónica y los avances de la medicina entre otras, pudiera estar abocada a ninguna suerte de decadencia, sino hacia un ilimitado progreso. Mientras, la versión mesiánica de los comunistas soviéticos y sovietoides (no olvidemos que también son producto de esta cultura)  profetizaba el futuro luminoso de la humanidad al alcanzar la sociedad sin clases. ¡A las estrellas y más allá! Es un lema que encarna a la perfección lo que Spengler llamó pensamiento fáustico, que caracteriza a la cultura occidental, en oposición al apolíneo de la cultura clásica o al mágico de la cultura arábiga³.

Un curioso ejemplo de este desbordado optimismo finisecular estaría representado por un eminente profesor llamado Francis Fukuyama4. Desde su autorizada posición como profesor tenured en prestigiosas universidades norteamericanas, Fukuyama (¿Fuck-U-Llama?) proclamó alegremente en 1992, al terminar la Guerra Fría, el arribo del fin de la Historia. ¡Sólo nos quedaba por delante una infinita beatitud de buena vida, democracia, libertad, libre mercado e ilimitado progreso tecnológico, por los siglos de los siglos, amén!

A mí, el asunto del fin de la Historia nunca me convenció mucho, al ver que Fidel Castro seguía intacto en el poder en Cuba (cuya historia terminó de hecho en 1959), al igual que sus colegas de la dinastía Kim. El casi-inmediato surgimiento del chavismo y otras metástasis castristas; Al Qaeda, ISIS, la “primavera” árabe y la consecuente invasión de Europa, la recaída totalitaria en Rusia, Turquía y otros lugares, y el expansionismo guerrero de China en el sudeste asiático, desmintieron muy pronto la alegre fanfarria del fin de la Historia. Cualquiera esperaría que tras semejante fiasco, el buen profesor Fukuyama huyera a ocultarse del ridículo en una dulce y segura oscuridad. Lejos de ello, no solo no perdió su tenure, sino que todavía publica libros con gran provecho, se le considera en los cenáculos gringos como “un relevante y citado intelectual público”5, y figura y figurará en numerosos think tanks, aunque se equivoque mil veces más, eso sí, mientras no se le ocurra decir nada políticamente incorrecto. Pero no hay que temer: el magistral sentido de la supervivencia, la oportunidad y la plasticidad ideológica (¿desvergüenza?) del profesor Fukuyama oscila entre haber estimulado a Bush para que invadiera Iraq6 y apoyar la candidatura de Obama motivado por su oposición a… la política guerrerista de Bush.7

Cabeza de Constantino. Roma. Museos Capitolinos. Coloso de Constantino procedente de la basílica de Majencio. Wikimedia Commons.

Si se hace abstracción del progreso tecnológico,  cualquiera que se detenga a comparar por un segundo lo que era la cultura de Occidente entre 1930 (en cuyo punto Spengler la consideraba ya agotada y decadente) y el fin del siglo con lo que nos ofrece hoy día la industria del espectáculo no puede menos que llegar a la conclusión, sin ser necesariamente un viejo,  de que “las cosas ya no son lo mismo”. Es difícil evitar la tentación de comparar, como lo hicieron Spengler8 y luego Ferdinand Lot9, la pendiente cultural descendente entre Fidias y el aprendiz sin nombre que talló el caricaturesco busto de Constantino en el siglo IV, con una pendiente similar entre, digamos, The Beatles y Justin Bieber, o Lo que el viento se llevó y los refritos de refritos de refritos de tiras cómicas de los años 30, que hoy nos vende Hollywood como novedades. Marilyn Monroe y Kim Kardashian. Stevie Wonder y el último rapero o jipjopero de moda. O Benny Moré y el reggaetonero de turno. Picassos, Dalíes, Chaplins  y Hemingways brillan por su ausencia. ¡Ni siquiera hay Andy Warhols! ¿Cuándo emergió el último músico de rock que los críticos osaran comparar con Beethoven? El progreso tecnológico no puede ya ocultar la marchitez de una cultura que ha sido (¿conscientemente?) debilitada, dividida contra sí misma, desorientada, corrompida, llena de contradicciones y llevada a un estado absurdo donde la verdad no es  la verdad, sino lo que cada uno “se siente”, enferma de drogadicción, violencia, intolerancia, relativismo moral, inseguridad y autodesprecio. Zombi con smartphone que ya no parece capaz de producir no ya una obra maestra, sino ni siquiera un guion cinematográfico original.

Spengler se hubiera sin duda deleitado en teorizar sobre el carácter fáustico a ultranza del twitter, la amistad en Facebook, la realidad virtual o la cloud-computing y disfrutado denunciando cómo muchas de las feroces polémicas culturales de la actualidad están basadas en “escuelas de pensamiento que no pueden conocer nada fuera de sus mundos autoconstruidos, incluso ignorando la experiencia de la vida real de cada día hasta que su mundo artificial se agota a sí mismo en su insensatez, mientras en reacción una masa creciente da origen a una segunda religiosidad profundamente sospechosa de la academia y la ciencia”10, típica de las épocas postrimeras de toda cultura. Mucho habría tenido Spengler que decir sobre el creciente escepticismo climático, el rechazo al evolucionismo dogmático y otros movimientos anticientíficos actuales como manifestaciones de esa segunda religiosidad. Y ni hablar del creciente desprecio popular a las universidades que gastan trillones en la producción en masa de grados inútiles para legiones de jóvenes desempleados y endeudados, mientras proveen de confortable modus vivendi a los Fukuyamas de este mundo, y sirven de vehículo de transmisión de secretos a los chinos para facilitar su futura victoria sobre Occidente12.

Pero no es mi propósito demostrar aquí la vigencia de las conclusiones de Spengler, acerca del triste estado y destino de nuestra civilización. Simplemente, me propongo, remedando la técnica spengleriana, comparar otro fenómeno curioso que se produjo durante el colapso de la cultura clásica, con inquietantes implicaciones para lo que está ocurriendo en nuestra época.

A fines del siglo IV, una banda de terroristas a caballo que se hacían llamar los hunos irrumpió desde el corazón de Asia en el territorio de la actual Rusia europea, que las tribus de los bárbaros godos disfrutaban pacíficamente después de haber exterminado o expulsado a sus previos e igualmente bárbaros habitantes, sármatas o escitas (que no eran santas palomas tampoco). Los pobres e inocentes godos, huyendo en masa de los terroristas hunos, aparecieron un buen día por cientos de miles en las fronteras del Imperio romano pidiendo asilo. Y aquí fue donde las cosas se empezaron a poner interesantes.

Los romanos, buenos ingenieros al fin, hacía rato que habían tenido la idea de construir un muro (limes) para mantener afuera a los bárbaros que aspiraban a entrar y disfrutar también de la buena vida del Imperio, cosa que a los romanos en general no les hacía mucha gracia, porque consideraban que los bárbaros solían ser un poco problemáticos, entre otras cosas, por su poca afición al baño que ofendía el delicado sentido romano de la limpieza que para ellos distinguía la civilización de la barbarie. No obstante, algunos dirigentes romanos creyeron que podían de alguna forma sacar ventaja o hacer buenos negocios a partir del asunto de los refugiados godos y demás bárbaros que los siguieron, y recomendaron admitirlos en masa, con la idea de emplearlos como esclavos, mano de obra barata o mercenarios contra sus rivales políticos.

Pero irónicamente, en muy poco tiempo el asunto se les fue de las manos a los negociantes cuando los godos y los demás bárbaros comprendieron que los romanos estaban ya tan débiles, divididos contra sí mismos, desorientados, corrompidos, inseguros y llenos de contradicciones que no les sería nada difícil deshacerse de ellos y apoderarse de todo. Y como todos sabemos, así lo hicieron.

Lo que quizás no es tan del dominio público es que la ulterior destrucción de Roma y por consiguiente de la cultura clásica fue facilitada en grandísima medida por romanos. Y no estoy hablando de los esclavos y clases bajas que teóricamente no tenían nada que perder, excepto sus cadenas. Ni tampoco de la contribución pasiva del deterioro, división y descomposición de la sociedad romana.

Se trató de una significativa cantidad de dirigentes, individuos muy bien ubicados en la estructura del poder, que a través de su acción directa u omisión favorecieron la invasión y conquista del Imperio romano por parte de los bárbaros en el siglo V, con la consiguiente destrucción de la cultura clásica.

Eurico, rey de los visigodos (440–484). Dominio público. Pintor: Manuel Rodríguez de Guzmán. Oleo sobre tela. 1855

Por ejemplo, hubo un cierto Conde Bonifacio, gobernador romano de lo que actualmente es Marruecos y Argelia, que por odio al emperador de turno invitó a los vándalos a que invadieran, arrasaran y conquistaran su propia provincia, matando a San Agustín por el camino, junto a otros miles de sus compatriotas13. Al mismo tiempo, otros romanos ilustraron a esos mismos vándalos (tribu esteparia) en el arte de la navegación, lo que les permitió piratear impunemente por todo el otrora Mare Nostrum y saquear Roma en 45514. Poco después, en un último y supremo esfuerzo, reuniendo casi todo lo que quedaba de la flota y el ejército de los imperios de oriente y occidente, 100 mil hombres y 1,300 barcos fueron lanzados contra los vándalos para vengar el ultraje y eliminar la amenaza. A pesar de su considerable superioridad numérica y tecnológica, ese gran y último ejército romano fue completamente destruido de la forma más absurda. El jefe de la armada romana, un tal Basilisco15, cuñado del emperador de Constantinopla León I, cometió todos los errores necesarios para que la expedición fracasara. No contento con esto, tras escapar cobardemente del desastre, el tal Basilisco se las arregló para destronar al emperador de Oriente, con la ayuda de su hermana, la emperatriz, solo para ser a su vez asesinado al cabo de solo 18 meses, los suficientes empero para impedir que, cuando el bárbaro Odoacro se apodero de Roma y derrocó al último emperador de Occidente en 47616, Constantinopla pudiera hacer nada al respecto.Cuando el rey visigodo Eurico invadió España para liquidar los últimos restos de civilización romana en esa provincia, el segundo al mando del ejército que realizó la destrucción y masacre de la población civil hispanorromana de Tarragona y otras ciudades fue nada menos que el Dux Hispaniorum Vicencio; o sea, el gobernador militar romano de la misma provincia, teóricamente responsable de defenderla. Muchos otros oficiales y obispos romanos también cooperaron con la toma del poder por las distintas tribus bárbaras que se repartieron los despojos del Imperio.

Ricimer, un mercenario bárbaro asimilado que llegó a ser el poder detrás del trono imperial por más de dos décadas17, se ocupó de manera concienzuda de eliminar físicamente a todo general romano nativo (como el emperador Mayoriano) que descollara en virtudes militares frente a los bárbaros, justo cuando más se necesitaba de ellos para la supervivencia de lo que quedaba de la civilización grecolatina. Relatan los cronistas que el propio rey vándalo, Genserico, se regocijaba de ver cómo los romanos se las arreglaban siempre para suprimir por si mismos a todos aquellos jefes capaces de enfrentársele sin que él tuviera que hacer nada al respecto18.

Y last but not least, el renombrado “Azote de Dios”, Atila, rey de los hunos, que invadió el Imperio a sangre y fuego, fue llamado nada menos que por Honoria, la hermana del mismísimo emperador Valentiniano19, supuestamente porque la niña estaba inconforme con el matrimonio de conveniencia con un viejo senador que le había impuesto su opresivo hermano, y ella le ofreció entregarle la mitad del Imperio a Atila si la liberaba

En fin, no es difícil llegar a la conclusión de que la deliberada acción destructiva de estos enemigos internos muy bien ubicados en la estructura de poder del Imperio romano, pero evidentemente con un absoluto desprecio a lo que este representaba (por las razones que fueran), contribuyó decisivamente a la muerte violenta de la cultura clásica. Sin ellos, su colapso inevitable podía quizás haberse retardado unos siglos —como quijotescamente pretende hacer hoy día nuestra nueva versión del infeliz emperador Juliano El Apóstata, que en su momento trató de hacer a Roma grande otra vez tratando de revertir lo irreversible— sobreviviendo como entidad política fantasma semejante al Imperio chino, según Spengler estancado durante generaciones en un marasmo ahistórico20.

Antonio Gramsci a comienzos de los años 1920. Creative Commons.

La historia no es muy explícita con respecto al destino final de aquella suerte de gramscianos del siglo V que infiltrados como células cancerosas en el cuerpo de la agonizante sociedad romana les abrieron las p… puertas a los invasores bárbaros, pero de cualquier manera no parece que hayan recibido recompensa adecuada por su relevante colaboración en la destrucción final de su propia cultura.

Quizás la proliferación en los círculos del poder de estos personajes, en los que los límites entre ceguera, estupidez y malevolencia son difíciles de trazar, sea simplemente otro rasgo de la fase final de una cultura. No debe pues sorprendernos tanto, cuando vemos que muchos miembros bien ubicados de la clase gobernante, los medios, academia y élites culturales del Occidente liberal-democrático parecen empeñados en tomar las decisiones y posturas aparentemente más erróneas, estúpidas y autodestructivas, pero en un final muy convenientes para acelerar el deceso de la cultura que los engendró, desde sus posiciones de poder y privilegio, aspirando al parecer a sustituirla por alguna otra cosa. Hay precedentes.

[Antonio Gramsci y su concepto de Hegemonía: Se le conoce principalmente por la elaboración del concepto de hegemonía y bloque hegemónico, así como por el énfasis que puso en el estudio de los aspectos culturales de la sociedad (la llamada “superestructura“, en la terminología de Karl Marx) como elemento desde el cual se podía realizar una acción política y como una de las formas de crear y reproducir la hegemonía. Conocido en algunos espacios como el “marxista de las superestructuras”, Gramsci atribuyó un papel central a los conceptos de infraestructura (base real de la sociedad que incluye fuerzas de producción y relaciones sociales de producción) / superestructura (“ideología“, constituida por las instituciones, sistemas de ideas, doctrinas y creencias de una sociedad), a partir del concepto de “bloque hegemónico”; Wikipedia]. [Hoy en día puede decirse que el gramscismo permea —dentro de los países democráticos de Europa, América Latina y Estados Unidos— muchas instituciones, principalmente de carácter cultural, social y educacional, como sindicatos, universidades e incluso escuelas de Segunda Enseñanza. Su teoría de la Hegemonía es llegar a dominar la cultura total de estos países para que con el tiempo se haga más fácil la caída de la democracia y el advenimiento de un mundo totalmente socialista].

Citas:

1-  Spengler, Oswald, La Decadencia de Occidente. Espasa-Calpe, Madrid, 1934. (trad. M Morente).
2.- Spengler, ídem.
3.- Spengler, ibidem.
4.- Francis Fukuyama: https://en.wikipedia.org/wiki/Francis_Fukuyama
5.- Idem
6.- Fukuyama F et al: “Letter to President Bush on the War on Terrorism”. Project for the New American Century..
7.-Editorial:  https://www.economist.com/democracy-in-america/2008/05/27/fukuyama-and-obama.
8.- Spengler, op. cit.
9.- Lot F, El fin del Mundo Antiguo y los comienzos de la Edad Media. UTEHA, Mexico DF, 1956.
10.- Spengler, op.cit.
11.- Spengler, Ibidem.
12.-https://www.theguardian.com/us-news/2015/may/22/temple-university-professor-china-secrets
13.- Lot F, op. Cit..
14.- Ibidem.
15.- Más sobre Basilisco en https://es.wikipedia.org/wiki/Basilisco_(emperador)
16.- Lot F, op. cit
17.- Lot, Ibidem.
18.- Ídem.
19- Ibidem
20- Spengler, Ibidem.
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Flavio P. Sabbatius es el "nom de plume" adoptado por un profesional que siente que el impulso irresistible de expresar su opinión heterodoxa o políticamente incorrecta, en el actual clima totalitario de rabiosa intolerancia vigente en las instituciones académicas de este país, arriesga la pérdida de su empleo y la capacidad de mantener a su familia si su identidad es revelada públicamente.

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