Literatura. Cuento.
Por Nora Salgueiro.
Nada le detiene. Cuando enciende nos perdemos en un fuego incontenible porque sabe hacerlo: me guía, lo sigo. Estar con él es flashear.
Una vez acabado el torbellino, ocultos en la hierba, fumamos un porro a medias. Si hace frío vamos a mi casa, jamás a la suya. Sé lo mal que me recibirían allí: no estudio, no pienso como ellos, son de los que esperan “otra cosa” para su hijo. Pura apariencia. Ni siquiera ser tan joven y bonita, como dicen, me ayudaría.
Habla poco; yo demasiado, según él. Le digo que tenemos que ser prudentes, que debemos cuidarnos; no le interesa, parece no importarle. Pura valentía. Nos complementamos.
Muchas veces, cuando me mira con ojos oscuros, con esa mirada penetrante, no se me ocurre qué puede estar pensando; me asusta. Entonces, siento el impulso de decir cualquier cosa o de llorar. Por más que le repita que es él quien tiene la culpa de mis lágrimas, no lo entiende. Tampoco explico demasiado. No le conté lo peor de lo que pasé de chica ¿para qué? Ya fue.
En algunas ocasiones, mientras lo hacemos, murmura algo sobre el nuevo orden del mundo, lo justo, lo injusto, que sé yo; los que tienen, los que no tienen, no puedo escucharlo, debo concentrarme.
Estudia filosofía, es inteligente. Él estudia, yo trabajo. Formamos buen equipo. Ninguno de los dos está conforme con la vida que le tocó vivir. Pasamos horas y horas imaginando maneras de destruirlo todo. En eso somos tan iguales como dos fósforos.
Hace un rato lo hicimos de nuevo. Dejarnos llevar por nuestra pasión es lo más. Hoy tomé la iniciativa; lo guie, me siguió. Fue fantástico.
Ya dije: cuando enciende, nada le detiene. Nadie puede apagarlo antes de que se coma la mitad de una casa o de lo que sea, lo que más bronca nos dé.
Esta vez, cayeron juntos. Como si fuéramos él y yo, yo y él.
Muy juntos. Así cayeron los fósforos entre los pastos secos del jardín.
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