Amir Valle acaba de situarme en una alternativa imposible: analizar por separado, como si fuéramos dos entidades distintas, el ser humano y el escritor que habitan en mi persona. Pienso, con buena lógica, que si no fuera escritor, sería el ser más indefenso que realmente soy, pues a lo largo de mi vida no he sabido ganarme el sustento en otra actividad que no sea escribiendo, ni he disfrutado una satisfacción mayor que encontrarme en un parque o en cualquier otro recodo de la ciudad, con alguien que esté leyendo uno de mis libros, sin alcanzar a darse cuenta de que esa persona anónima que lo asedia con miradas de agradecimiento es el autor del libro que él (o ella) tiene entre sus manos.
Recuerdo con agrado que desde mi primera adolescencia –tenía entonces doce años, no más cuando escribí mi primer cuento– asumí el reto de observar la vida sin prescindir de mi mirada de escritor, la única fórmula que había descubierto para interpretar los acontecimientos que fluían a mi alrededor, y sobre todo para tratar de conocerme a mí mismo. De modo que mi condición de escritor se avino también desde muy temprano a mi compromiso con el entorno social hasta integrarse en mi conciencia como una sola persona a la que no podía renunciar.
La pregunta me obliga a desandar, casi como un viaje a la semilla, hasta aquellos días de mi juventud en los que tomé la decisión de escalar las montañas del Escambray, donde se había creado un nuevo frente guerrillero; en él yo ejercí las funciones de corresponsal de guerra, escribiendo algunas de las crónicas que más tarde serían difundidas clandestinamente. Fue la primera vez que pude ver a los “barbudos”: eran mis compañeros de las aulas secundarias, que ya habían terminado sus estudios universitarios y en lugar de sacarle provecho económico a sus profesiones estaban combatiendo, rifle en mano, a la dictadura del general Fulgencio Batista. Como entonces creí haber encontrado la ruta más directa para satisfacer los reclamos de mi conciencia, participé también junto al Che Guevara en la batalla de Santa Clara, sin poder sospechar que apenas unos años después iba a entrar en conflicto con el proceso revolucionario y, en consecuencia, tomar el camino del exilio.
Aquí se impone una pregunta que ya casi es obsesión, de tan repetitiva, ¿es la Cultura Cubana ese universo perdido, entre otras divisiones, entre dos orillas: el universo “de allá” (la isla) y el “de acá” (la diáspora)?
Hace un largo tiempo (apenas se mencionaba en aquellos momentos el llamado intercambio cultural) la revista OtroLunes conmovió a su mundo digital con una encuesta sobre el tema entre varios escritores cubanos, en la que yo también participé. Sin ninguna duda expuse algunas ideas que venía rumiando desde mucho antes: si obviamente la cultura cubana era una sola, las editoriales de la Isla estaban en la obligación de publicar los libros de los autores cubanos que residían fuera del país. Ese mismo punto de vista lo expresamos varios escritores que participamos en el evento La Isla Entera, auspiciado por la Casa de América y la Universidad Complutense de Madrid, ocasión que aprovechamos para anunciar el nacimiento de la revista Encuentro de la Cultura Cubana, de larga vida en papel y que todavía sigue estrechando lazos en el ámbito digital.
Ahora, con más razón, después del restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos, es necesario insistir y volver a insistir que ese intercambio cultural no fluya en una sola dirección, pues mientras muchos autores de la Isla viajan a Miami para hacer, ante un auditorio numeroso, una lectura de sus libros, ningún escritor cubano con residencia en Miami ha presentado, al menos que yo sepa, uno de sus libros en La Habana.
Una parte importante de su obra está dedicada a lo que –más allá de que traten asuntos de la parapsicología, la alquimia y el misticismo– algunos prefieren llamar “cultivo de la espiritualidad”. Resulta curioso que un periodista (es decir, supuestamente un ser fanático de la objetividad y el pragmatismo) se interese por esos temas. Preguntémosle entonces a ese periodista que también eres: ¿cómo se esplica esa “contradicción”, si acaso lo es?
En alguna que otra oportunidad he dicho que el primer contacto que tuve, todavía en la adolescencia, con el tema del misticismo y la parasicología, me lo proporcionaron dos libros que marcaron mi vida: la novela de Romain Rolland que narra la vida del swami Vivekananda, y la de Hermann Hesse sobre Siddharttha Gautama. A partir de ese momento me dispuse a leer toda la obra de los místicos que estuvieron a mi alcance, desde San Agustín hasta sor Juana Inés de la Cruz, y leí todos los libros que me acercaran al conocimiento de la filosofía oriental, desde Patanjali hasta Yogananda, ya convencido de que en la teoría del yoga y en la práctica de la meditación al fin había encontrado la vía para recibir beneficios inmediatos, tales como mejorar la salud corporal, aumentar la capacidad de aprendizaje y acaso también la capacidad creadora. Fue entonces cuando por primera vez concebí la idea de escribir un libro sobre el tema de la meditación. Pero tuve que esperar varios años para ver realizado mis deseos. Cuando llegué a los Estados Unidos, en 1992, mi entrañable amigo Vicente Baez, que entonces vivía en Puerto Rico, que aún vive en Puerto Rico, me animó a colaborar en el periódico El Nuevo Día con artículos que abordaran el tema que tanto me apasiona. Muy pronto estaba redactando una sección sobre misticismo, parasicología, magia y medicina alternativa en la edición dominical del periódico. Y también muy pronto hizo su aparición el azar o la buena suerte. El azar responde a leyes que lo explican y justifican, solo que nadie ha logrado codificarlas. Yo escribí un artículo titulado “El arte de la meditación”, y apareció publicado justo el mismo domingo en que estaba de visita en Puerto Rico un representante de la editorial Llewellyn, tal vez la más importante en Estados Unidos consagrada a publicar libros sobre misticismo y parasicología. Leyó mi artículo y le gustó. El azar volvió a hacer su aparición. El representante de Llewellyn se encontró casualmente con mi buena amiga Belkis Cuza Malé, le habló de mi artículo y le dijo que Llewellyn estaba en busca de alguien que pudiera escribir un libro sobre la práctica de la meditación, por supuesto en español. Belkis lo puso en comunicación conmigo y nuy pronto la editorial publicó, en español y en inglés, mi libro Meditación, que más tarde vio la luz en Rusia, República Checa, Portugal, Grecia y la India. Ese éxito editorial, que por cierto no esperaba, me alentó a publicar otros dos libros sobre temas similares: Mandala y La conexión deseo-realidad, que los escribí con la misma pasión y entusiasmo que me lleva a sentarme frente a mi computadora para darle vida a una obra de ficción.
Pregunta socorrida pero siempre necesaria. ¿Qué estás escribiendo?
Como todo joven, durante mis primeros años y durante una buena parte de mi vida, dediqué todos mis entusiasmos en procura de una sociedad más justa, asumiendo todos los riesgos, pero ahora, cuando estoy a punto de cumplir ochenta y nueve años de edad, sin desentenderme de los problemas y angustias de los demás, sin dejar de dedicarle una buena parte de mis deseos al advenimiento de un mundo mejor, confieso que mis espectativas más acuciantes son otras: acceder a un estado de paz interior, alejado del mundanal ruido, despojado de angustias y resentimientos, el único modo posible de prolongar la vida útil, y ¿por qué no?, de alcanzar niveles más altos de perfección espiritual que me permitan, algún día, si no alcanzar la iluminación de que hablaba Buda, al menos arribar sin tropiezos al desenlace final de mi existencia. ¿Quieres saber qué estoy escribiendo ahora? Estoy sentado junto a mi mesa de trabajo y tecleo en la computadora tratando de escribir justamente un libro que aborda ese tema: las distintas técnicas de relajación que podemos emplear para aliviarnos de las tensiones provocada por el vertiginoso ritmo de la vida moderna, para despojarnos de aquellos sentimientos negativos que nos conducen al estrés y nos amenazan con muchas de las enfermedades que tienen su origen en la falta de control de nuestra mente.
Ahora tecleo en mi computadora solo una cuartilla al día, una sola, después dedico mi tiempo a llamar por teléfono a un amigo, a revisar las noticias de primera plana para saber qué ha sucedido en el mundo mientras escribía. Ahora escribo una cuartilla diaria, una sola, no por pereza, por falta de entusiasmo o por falta de amor a mi trabajo, sino porque me lo aconsejó, hace ya tantos años, mi amigo Alejo Carpentier, que, sin que él lo supiera, era en esos tiempos mi único maestro. “Escribe una cuartilla diaria, una sola –me dijo-, al cabo de un año habrás escrito 365 páginas. Una novela”.