Literatura. Relato.
Por Jesús Jank.
Dijeron que el maestro había muerto. Fue por teléfono, así que al principio le di poca importancia. La voz al otro lado del teléfono, de mujer vieja, parecía tranquila, familiar. Dijo apenas, me pidieron que te diera la noticia. Di las gracias. Colgó. Dijo mi esposa, ¿qué pasó? Dije, que murió el maestro. Me senté a la mesa y acabé la sopa, tranquilamente, un sorbo tras el otro, viendo a mi esposa, en la silla de enfrente, con el niño en las rodillas. Había en toda la casa, proyectada, una quietud maquinal. El sol pasaba, y esto es raro, del cielo a la ventana y se acodaba en la mesa con nosotros, como un amigo. El niño, el sol, mi esposa. Me miraban comer. Me sentí incómodo. Apuré la cuchara y me levanté, o bebí un poco de agua, o no, esto no es posible, no suelo beber agua después de comer, menos si como sopa, o la bebo, en todo caso, la trago, así que no, no bebí agua. Me levanté y me fui hasta la cocina. Sudaba. El sol, pensé, y fregué una a una las tres cucharas, los tres platos curvos, llené de agua el pomo y lo puse a helar. Luego fui hasta el sillón, el de la sala, busqué las noticias de la tarde y ni palabra del maestro. Si no lo dice la prensa no es cierto, pensé. Sonó el teléfono dos veces, atendí, la misma voz de mujer vieja dijo que sí, que había muerto el maestro, que lo velaban esa misma tarde en tal funeraria, agarré un bolígrafo y copié la dirección, ¿sabes llegar?, me dijo, y acotó explicaciones que no escuché. Tenía la cabeza metida en las noticias. Gracias, dije, y colgué. ¿Qué pasó?, dijo mi esposa. Dije, murió el maestro. Y me tragué las noticias como la sopa. El niño, mansamente, jugaba con el sol.
Murió el maestro. Yo sin embargo no tenía idea de cómo se anuda una corbata. Estuve en el espejo algunos minutos, la camisa puesta, blanca, debajo apenas las medias, el calzoncillo. Todo blanco. Su familia, supuse, debe estar triste. Es lo normal, lo simple. Alguien muere y todos le extrañan. Requieren su presencia a la mesa, en el momento de tragar la sopa, luego en la cocina. Requieren verle leyendo la prensa, preguntarle animosos acerca del estado de las cosas, la situación de México, del clima. Requieren de él. Le extrañan a la hora de entrar al baño, de sentarse todos frente al televisor, de ir a acostarse. Sus hijas ya mayores le necesitan para que elija el color de las flores, la postura perfecta de los zapatos, el plegado del mantel en la mesa. La esposa duerme sola y solloza varias veces en la noche, una, otra. Le queda grande el espacio en la cama. Simplezas. Y eso se les pasa luego. O no. Es cuestión de meses, y a veces estos meses se hacen años, o décadas. Si muero, pensé, será para mi hijo también una tristeza. Crecerá con el vaho mutilado de una familia. Eso. Pensé en eso mientras trasteaba el nudo de la corbata. Caminé hasta el armario. Descolgué del perchero el pantalón gris. Me eché el saco por encima. Mi esposa, silenciosa, me abrazó por la espalda. Vas elegante, dijo, aunque demasiado blanco para un velorio. A los velorios, dijo, se va de negro, el negro es luto, alivio, o en todo caso señal de respeto. Qué tonto, no. Y sonó tanto el teléfono que zafé de un jalón el cableado de la pared, luego me pasé un poco la mano por el pelo, fui hasta el baño, oriné, volví a la sala, acaricié la cabeza del sol, di un beso al niño y bajé las escaleras. Afuera, gente. El mundo transcurría de manera normal. Saqué un cigarro y caminé calle arriba con él entre los dedos, apagado; metí los ojos en todas las manos de todos los transeúntes con los que me crucé, y todas las manos las encontré metidas en todos los bolsillos de los abrigos de los transeúntes. Había frío. Es lógico, me dije, el sol está en mi casa con el niño y toda esta gente ha salido a la calle con la piel por encima y las manos enguantadas, en los bolsillos. Un solo hombre, gordo, de barba amarillenta, fumaba un mocho gordo de tabaco metido en una pipa de madera. Le pedí fósforos. Me tendió su pipa. La agarré por el mango y chupé mi cigarrillo por la punta. La otra punta ardió. Le dije gracias al hombre y le devolví su pipa. Me miró, chupó largamente el cabo de madera y se alejó calle abajo, con las manos en los bolsillos. No volvió la cabeza. Lo seguí con los ojos por encima del humo hasta que se hizo un hombre diminuto en el horizonte; retomé mi camino; doblé la calle ancha del semáforo y recosté el pie en un muro del negocio donde detiene el ómnibus. Fritangas, gritaba el del negocio, aquí, fritangas. Di la última calada al cigarrillo y lo apachurré con el zapato libre. El maestro, pensé, murió el maestro. La última vez me dijo que no fumara, y me soltó una arenga acerca del cáncer, de las cosas tóxicas que hay dentro del tabaco. No le hice caso. Le escuché por respeto y, sin embargo, no iba de negro, creo. Ahora tampoco. Aun muerto le respeto porque le respeto. Y era un hombre bueno. Y yo soy un hombre vivo que fuma. Llegó el ómnibus. Subí y me senté al fondo, y miré el paisaje discontinuamente a través del movimiento de cabeza de una mujer, de la mujer sentada junto a la ventanilla. Estaba ansiosa. Movía el tórax alante, atrás, alante, sin detenerse, con las manos tiesas, aferradas al asiento, y una pierna cruzada por encima de la otra pierna. Una mujer sin bolsa. Así que luego me encontré a mí mismo moviendo el tórax discontinuamente de manera contraria al movimiento de la mujer, de modo que el paisaje apareciera completo ante mis ojos; de modo que pudiera meterme en él y pensar en cosas tristes, las nubes, por ejemplo; de modo que en mi cara se metiera una expresión de angustia y encorvada con la que entrar al local del velorio; con tal de quedar bien.
Señora, dije, estese quieta. E intentó contarme penurias. No me cuente cosas, dije. Se estuvo quieta y yo miré el paisaje. Luego pensé que quizás fuera ella la viuda del maestro, y que, de ser así, sería este un crimen tremendo, que debía escucharle. Pero se estuvo quieta y recostó la cabeza a la ventanilla, y yo miré el paisaje a través de su cabeza, y olvidé que, quizás, podía ser ella la viuda del maestro. No lo era. Bajé del ómnibus a pocas cuadras del local del velorio. Rugió el motor y se alejó con ella, y su cabeza siguió en la ventanilla, tranquila, quizás muerta. En todo caso, no era la viuda. Tampoco el paisaje había puesto en mi cara la angustia. Agarré un cigarrillo y lo encendí con la pipa de madera de un hombre gordo. Avancé algunas cuadras. Me detuve en la puerta del local del velorio, alisé el saco, me pasé la mano por el pelo y subí las escaleras. Adentro, un niño mongo jugaba con el sol.
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Una mujer llora, por ejemplo, cuando asesina a un gato, o cuando la tortuga en la palangana que estaba en el patio se asfixia por andar bebiendo/ viviendo siempre la misma agua hedionda. Pero esta mujer llora, por ejemplo, esta de la que hablo, mientras lee un papel mecanografiado que contiene un texto que a nadie le da ganas de llorar. Pero ella llora, se dobla, se deshace, suda y el pelo negro se le pega en la frente, llora, llora, se restriega los ojos con las manos, se palmea la cara; y hay un hombre, un hombre enfrente que le grita cosas, cosas que ni siquiera dan ganas de gritar, pero este hombre también lee. Y grita. Frente a ellos, un micrófono. Son dos actores. Ya sé que son actores. Pero no puedo evitar sonreírme cuando los veo llorar, gritarse cosas, mientras leen un papel mecanografiado que escribí yo mismo, meses atrás. Pero no siento orgullo. Ni siquiera cuando acaba la escena, cubre la cortinilla sonora y la mujer, como si fuera fácil, ya deja de llorar y va a sentarse, también el hombre, y eso me fascina, cómo hace diez segundos se odiaban porque ha sido idea mía que se odiaran durante diez segundos, o diez minutos, lo que sea que dure la escena, ya eso es cuestión de cuartillas, y cómo ahora las venas amoratadas que había en sus cuellos se han aplacado, se han secado el llanto con el cerebro, sin usar las manos, y mientras otros dos actores corren, se posicionan frente al micrófono y comienzan a leer apenas cesa la cortinilla musical, entonan, se creen que esa mierda que yo escribí es como la vida misma, están dentro, gesticulan, dan matices y tonos con la voz que es imposible dar con palabras, a no ser que escribas: chilla, berrea, se contiene. Eso. Indicaciones. El resto es trabajo de los actores. Y yo estoy sentado en un banquillo incómodo dentro de la cabina. Aunque otras veces me he sentado del otro lado del cristal, en la cabina contigua, donde está el director y el de la música, y el hombre que manipula las máquinas. Ahora, precisamente, estoy sentado a unos metros de la mesa de los actores, donde ensayan, leen, conversan en voz baja o hacen ambientes que apoyan la escena; estoy sentado junto al efectista, el que rompe las botellas, o hace pasos con zapatos de tacón, o abre las puertas, vierte el vino en el vaso. Y su trabajo me llama la atención.
Desde mi asiento puedo ver al maestro. Es un hombre pequeño, con camisa y zapatos baratos, un buen hombre, con el pelo blancuzco y una risa de más de ochenta años. Los actores le miran mientras aprieta el botón que da luz a la cabina, la luz que son señales, señales que, ya saben, quieren decir atiendan. Así que atienden. Cesa la música, cesa el efecto, todo el mundo le escucha. Dice que hay que volver a hacer la escena, que es mediocre, que no es creíble, hay que meterse adentro, les dice, hay que creérselo, ellos asienten. A ellos, únicamente, les está permitido asentir. Luego la mano del maestro pulsa el botón que controla las luces y otra vez ya no estamos en cabina, estamos en 1830, lo sé porque yo he escrito que estamos en 1830, también por el ambiente sonoro: carruajes, murmullo, lluvia, y al fondo una música caótica que dice que es 1830. Otra vez vocalizan los actores. El maestro cierra los ojos, va hasta 1830 con los oídos mientras los actores leen el texto, mi texto, los observo, hablan, hablan, improvisan un poco, uno de los dos ejercita los músculos bocales en silencio mientras el otro lee, ambos se miran. La escena acaba. El sonidista pulsa el botón que da la música final. Ahora imagino a esa gente que lo escuchará por radio, un día de estos, cuando acabe todo, hasta el último capítulo, se masterice, se limpien los audios de cualquier ruido externo, de cualquier cosa que resulte insípida, cualquier desliz, y cuando quien dispone de la programación radial disponga que es tiempo de pasarlo, en FM, a las siete de la tarde, todos los días. Alguien ha de escucharlo. Algún hombre aburrido encenderá el radio cualquier día de estos a las siete de la tarde en FM, y escuchará mi nombre después de la palabra autor. Aunque eso, ya lo he dicho, no me hace sentir orgullo. Es tan solo un trabajo. Una novela que me ha costado doscientos cigarrillos, un pedazo del cerebro, algunos meses de estudio. Que me ha reportado dinero. Una novela que es para el maestro otra novela, una más que dirige, un buen elenco, un negocio, un empleo, algunas horas levantando las manos, escuchando, manejando los hilos de la gente, presionando el botón que da la luz.
Yo nunca había escrito estas cosas. Las había escuchado y me parecían ridículas, hace años, cuando era niño, pero un día alguien me presentó al maestro y el maestro me preguntó si quería escribir. Un día de esos en los que uno no tiene un empleo, en los que uno tiene mujer, hijo, una casa, pero no tiene un empleo, así que dije sí y estuve días sentado en la cabina, en un asiento bastante cerca del asiento del maestro, mirándole, leyendo estupideces, novelitas ridículas, con tramas totalmente ridículas y diálogos más o menos peor. De todos modos en aquel tiempo todo me importaba, quiero decir, me levantaba siempre de buen humor, con ganas de saber cosas, entonces no era un hombre tan escéptico, ni siquiera encendía cigarrillos, no, por lo menos con tanta frecuencia, en aquel tiempo me importaba todo, hasta el maestro, así que puse empeño en escribir aquella arenga tétrica sobre un señor en 1830, aquella arenga por la que me pagaban, con la que le pagaba la sopa a mi mujer, aquella arenga. Se la enseñé al maestro. Le gustó. Llamó a la mujer gorda que hoy decide el destino de mis novelas radiales, y ella empezó a decidir por mí.
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Saqué un cigarro. Lo pegué a la cabeza del sol, luego me lo llevé a la boca, chupé la punta. No había encendido. Pero ya había avanzado unos pasos por el pasillo gris así que tuve que regresar hasta el hueco de la puerta, donde jugaba el niño, estate quieto, le dije, porque estaba dando vueltas de la mano del sol, estate quieto, y se estuvo quieto, el sol también, les dije que este sitio no era un sitio para dar vueltas, que había un muerto dentro de cada caja rectangular y que había una caja rectangular dentro de cada cuarto, y que había más o menos cuatro cuartos en cada pasillo, y había dos pasillos, y que ellos dos estaban dando vueltas frente a la puerta principal, les dije, y mientras pegué el cabo del cigarro a la cabeza del sol, les dije cosas, otras cosas, mientras miraba el cigarro. Encendió. Me lo llevé a la boca rápido, chupé y boté una línea de humo blanco que se pegó en el foco de la luz, el sol y el niño empezaron a llorar, bajaron la escalera por la que había subido yo hace un rato, caminaron por el parque de enfrente, se fueron, había niebla, y la niebla se apartaba mientras pasaba el sol. Me reí de eso. Luego noté que me estaba riendo y que debía conservar mi cara de angustia, recordé a la loca triste de la ventana, la loca del ómnibus, pensé en qué diablos habrá sido de ella, la verdad, no me importa, creo que pensé en ella por pensar. Pregunté a un hombre en cuál de los ocho cuartos estaba el maestro, porque la tablilla con los nombres de los muertos puestos en plastilina no estaba donde tenía que estar, el hombre señaló hacia un cuarto, el primero a la izquierda, gracias, dije, y con las gracias se me escapó el humo y se pegó en el foco de la luz, entré hasta el cuarto que dijo el hombre, un cuarto amplio, oscuro, apagué el cigarrillo con el zapato y lo pateé hacia un lado, cayó justo debajo de un sillón, un sillón vacío, pensé y corrí a sentarme, porque aquel salón amplio estaba lleno de gente oscura, vieja y acodada en sus propias rodillas, conversando, había un cura también, y una señora llorando que, supuse, sí sería la esposa del maestro, me levanté y caminé hasta ella, estaba de espaldas, le acaricié un hombro, lo siento, dije, y esperé paciente a que se diera la vuelta, y esperé ver a la loca del ómnibus, no era ella, la mujer del maestro era joven, aunque no lo suficiente como para besarla, se dio la vuelta, preguntó quién yo era y le dije que un discípulo, le conté todo aquello de 1830, del asiento, de los actores, empezó a reírse, no se ría, le dije, no se ría que su esposo está muerto, y se tapó la cara con las manos. Lo siento, dije, y traté de abrazarla, pero tenía la cara entre las manos. Y se fue. Me asomé a la caja. Allí estaba el maestro con la cabeza blanca, vestido de frac, y las manos cruzadas en el pecho, tenía una expresión triste, ni siquiera me pareció aquel hombre que me dio empleo, el de camisa, risa, y zapatos baratos. Se parecía un poco, la verdad. Pero yo nunca había visto al maestro con los ojos cerrados. Ni siquiera de frac. Este señor no es el maestro, pensé, y pensé en salir del local, pero alguna razón idiota me hizo sentir pena por la viuda, que ahora estaba sentada en un sillón hablando con gentes, todas esas gentes le caían encima, la aplacaban, le decían lo siento, compartimos tu dolor, le decían cosas, y ella lloraba, volví hasta el maestro, le miré, había flores en derredor y ninguna era mía, se acercó un hombre, dijo que era el hijo, es una pena, dije, ¿que sea el hijo?, me respondió, que haya muerto, le dije, dijo que sí con la cabeza y se fue con la madre. Pensé que estaba estropeando el velorio. Salí hasta la puerta y prendí un cigarro con un viejo que fumaba, conversamos, me dijo que era actor, y yo le dije que había escrito unas cuantas novelas, una sola, pensé, pero le dije que eran más, el hombre dijo que dijera los nombres, dije el nombre de la del hombre de 1830, y mientras lo decía botaba humo, el viejo me dijo que había estado allí, que había hecho el papel del padre del hijo del novio, yo le dije que sí, y así estuvimos un par de minutos, el par de minutos que dura un cigarrillo, entré al velorio, la esposa del maestro seguía rodeada de viejas tristonas, la hacían llorar, me le acerqué despacio, permiso, dije, la tomé de la mano y la saqué hasta la puerta, le ofrecí un cigarrillo, no fumo, dijo, fuma, dije, fuma, te va a hacer bien, ¿qué quieres?, dijo, quiero, le dije, disculparme, estás disculpado, dijo, ahora déjame, puedes irte si quieres, y le dije que no me iba hasta que no fumara conmigo. Y fumó. Luego se sentó en su sillón. Yo fui a sentarme en un sillón más lejos, me recliné y dejé caer las manos a ambos lados del cuerpo, cerré los ojos, y pensé en mi hijo no sé por qué, y el hijo del maestro vino hasta mí, me dijo que me fuera, que por respeto me fuera de aquel sitio, le dije no, alegué que el maestro era un hombre bueno, que se merecía que yo estuviera allí, el hijo dijo que por favor, que lo hiciera a las buenas, le dije que a las buenas no lo haría, lo intentó por las malas y tampoco, se alejó un poco, se puso colérico, fue hasta el sillón donde estaba la viuda y se puso a conversar con las señoras de negro. Estuve un rato reclinado en aquel sillón. Está cómodo, dije. Pero no había gente a mi alrededor, ni siquiera aquel viejo que había interpretado mi novela.
Entonces fui hasta el cuadrado dispuesto tras el sofá, agarré el teléfono y llamé a la mujer gorda que dispone el destino de mis novelas radiales. Le pregunté si la que estaba haciendo, a punto de acabar, era posible dedicarla al maestro. Bufó, creo. O pensó en cosas. Pausa. Dijo no, y a la palabra no siguieron explicaciones. Separé la oreja. Saqué de mi bolsillo un cigarrillo y lo encendí con alguno que pasaba frente al sofá. Luego estiré las piernas. La voz de esta señora me quita los deseos de vivir.
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