Literatura. Pensamiento.
Por Ivette Fuentes de la Paz…
“Las correspondencias y analogías –ha dicho Octavio Paz- no son sino nombres del ritmo universal”, red sintáctica que para Michel Foucault es “la prosa del mundo”. El poeta, narrador y ensayista Manuel Gayol Mecías, en Las vibraciones de la luz (Alexandria Library, 2016), se adentra de lleno en este mundo de “correspondencias” para fijar la nueva sintaxis que da orden a su mundo personal —y de tal modo original—, que mantiene, no obstante, sus nexos referenciales con el ya conocido, reconocible en las imaginadas tangencias de sus fabulaciones. Como moderno alquimista, su “prosa del mundo” es la imago mundi que provoca la realidad de unas nuevas resonancias.
Los rejuegos interdisciplinarios que la actual teoría de la complejidad presenta como el moderno rostro de la que fuera orgánica conjugación de saberes en la Antigüedad, sin costuras ni deslindes, se evidenciaron desde los tiempos de las vanguardias literarias en la interrelación de ciencias y humanidades para una audaz mixtura donde el hombre preconizara su libertad. Fue cuando el futurista Marinetti intentó crear una prosa del mundo totalmente soberana en su propuesta de la “sintaxis-imaginación sin ataduras-palabras en libertad”, que no sería más que una eclosión de esas analogías bullentes y expectantes en la red cósmica, que sólo los visionarios pueden develar por la “intuición del instante” de un orden, para que el mundo pueda ser presentado en aquello que Norman Bryson llamara la “visualidad”.
Con idéntica postura filosófica, esto es, inquietante y apologética, Manuel Gayol Mecías se introduce de lleno en este libro en un linaje de pensadores donde el viejo debate de una supuesta división entre ciencias y humanidades retoma la postura conciliatoria de Aldous Huxley y Henri Bergson. Dispone una “visualidad” asentada en las analogías y correspondencias del cosmos (macro y micro), que será su apasionante interpretación de la (siempre) convergencia de las ramificaciones de una Ley del Todo. En Las vibraciones de la luz, el ensayo ahora propuesto, las “iluminaciones” de su peculiar mundo asoman como atisbos de antiguas y eternas paradojas: la luz y la sombra, la nada y el vacío, la plenitud, el sonido y el silencio, la realidad y el sueño, los espacios intermedios del ensueño, la creación, Dios, adquieren la dimensión de una plegaria, como palabras que invocan el amparo de una certera respuesta.
Las vibraciones de la luz, que lleva por subtítulo “Ficciones divinas y profanas” —pórtico que nos lleva directamente a las tesis de María Zambrano en su conocido libro El hombre y lo divino, argumentaciones que reformulan de manera original la dicotomía de lo humano y lo divino, sustento básico del texto que nos ocupa— forma parte de una serie de ensayos que completan una obra mayor que el autor titula “Intuiciones”. Unas breves palabras preliminares nos permitirán evaluar y aprehender, de manera más exacta, las especulaciones del ensayista:
Estos ensayos de ficción —dice el autor— no intentan afirmar nada que no sea ficción. Pero la ficción es la otra parte, oculta, de la Realidad. Por tanto, no apelo a nada racional y exclusivamente científico, sino a lo que por intuición se pueda crear. La imaginación es, por ello, la fuente, y hace que todo lo que imaginemos se pueda —incluso— convertir en realidad corpórea. Entonces, esta parte física de la Realidad es la vida que sale de nuestra conciencia.
La premisa para adentrarnos en el mundo propuesto por Manuel Gayol Mecías decide superar la mirada fenomenológica, a ratos racional, de las cosas, para situarnos desde el inicio en el ámbito que Edmund Husserl conceptuara como “objetividades esenciales” y llegar a aquello que Mearlau Ponty llamara “textura imaginaria de lo real”. Traspasar el espejo de la realidad, a partir de su asomo en la esencialidad del objeto, es el primer llamado de Gayol Mecías para hacernos entender que la luz es inalcanzable más que cuando nos sumergimos en sus vibraciones, que no es más que su latido vital. Lo más interesante de los presupuestos de Gayol, y que recuperan un método, al que infelizmente tantos estudiosos han renunciado en pro de diseños de investigación más científica —olvidando a su vez que, como dijera Henri Bergson, no hay ciencia sin coeficiente de intuición—, es su previo acercamiento impresionista que apoya en la total entrega a través de una sintonía —sympathos— que le permite adentrarse en el objeto al convertirse él mismo en sujeto contemplado. En otras palabras, y sin proponérselo siquiera, Manuel Gayol se convierte en un “fiel de amor”, concepto que en el sufismo iraní fuera el “testigo de contemplación” como ángel-luz correspondiente a cada hombre, que es quien media entre la luz divina y la terrenal al servir de traspaso para su contemplación. Sobre esto ha dicho el místico Najm Kobrâ (comentado por Corbin en su excelente libro El hombre de luz: “[…] tu contemplación vale lo que vale tu ser; tu Dios es el que tú mereces; él testimonia de tu ser de luz o de tu tiniebla”[1]. De tal modo, este ensayista, que con un lenguaje totalmente directo y moderno nos acerca a los artilugios de la luz, se nos convierte, pleno de enseñanzas surgidas no sólo de saberes occidentales sino orientales, en un intermediario entre esa luz que nos devela y la mente del lector, que se convierte, a su vez, en un contemplador. La contemplación de la luz y sus vibraciones, en tanto cuerpo físico expresado por los fenómenos por los que ha sido convocada, tal y como nos dice Gayol, será “la vida que sale de nuestras conciencias”. Vida que no solamente se crea en las palabras del ensayista, sino en aquellas otras que, por resonancia, se continúan re-creadas por nuestra imaginación.
En el epígrafe “El potens del observador” (epígrafe 2 del Primer Capítulo), el ensayista nos da claves importantes para ese “saber mirar” —lo que para el poeta cubano Eliseo Diego fueran “los secretos del mirar atento”— a través de una mirada más avezada por ese sentido puro del “fiel de amor” como contemplador. Así dice:
Un observador de sí mismo anda siempre a distancia de sí mismo (valga la redundancia), porque es la posibilidad de percatarse de sus caminos interiores. Llegar a ser un observador es la manera de ampliar considerablemente la cosmovisión de uno mismo, dentro de sí (autoobservador), y de uno con su entorno (observador del mundo).
(…)
El que se observa a sí mismo necesita de la cordura y la serenidad; requiere de un sentido de paz y de realismo tanto interior como corporal, en cuanto a que no debe pensar ilusoriamente, sino aceptar los hechos del mundo y la relación —en nuestra intimidad— que con el mundo tenemos; en otras palabras, debemos ser genuinos a la hora de pensar y de analizar lo que sucede a nuestro alrededor, para así poder llegar a decisiones reveladoras de nuestro convencimiento y conveniencia de que avanzamos hacia la espiritualidad o hacia un estatus superior no solo de nuestra mentalidad, sino además de nuestra concienciación de que en verdad estamos limpiando nuestra alma.
Por este camino que nos conduce a los modos de la luz, tan variopintos como sus tonalidades, Gayol nos abre la vía más cierta de nuestra interioridad, “conveniencia de que avanzamos hacia la espiritualidad”, para hacer gala de una tesis que aúna —como ya hemos dicho— la condición del ser como ecuación igualitaria de humanidad y divinidad. Sin ella, sin esa conciencia de nuestro interior, no podremos sentir las vibraciones de la luz que nos rodea, y que no es más que aquella emanada de nuestra intimidad.
En uno de los pasajes más espléndidos del presente ensayo, que el autor titula “El paisaje en el santuario” —en un diálogo intenso y explícito con La nube en el santuario de Karl Van Eckartshausen—, nos acerca a esos universos que vadea en su obra para decirnos que existen si sabemos mirar, porque se crean vivos en nuestra conciencia gracias a una imaginación que va de la luz a la oscuridad hacia su encuentro:
El matiz de una cascada de luz es como una caída de nubes que allá abajo forman un río de claridad agrisada, cuando las nubes se enredan con la tierra y la yerba, después que los árboles han picado y rebanado las nubes. Y entonces del suelo emerge el vapor, y yo lo reconozco todo desde el risco del cual la luz se precipita. Al observar el paisaje bajo mis pies es cuando comprendo que entre la oscuridad y la luz hay nuevos universos que encontrar.
De tal modo, los universos que el lector encontrará en este prisma orbital, que es la presente obra —repartidos en capítulos que nombra “La Oscuridad brillante / Ficciones dvinas”; “Palabras Abierta / Ficiones profanas”— abarcan temas disímiles que se mancomunizan por el lazo de “amor” —empatía— que los ata. Así se perfilan asuntos tan vastos como las luces y los sueños; la Oscuridad, la Nada y cuerdas luminosas; la materia y energía oscura; la luz y los universos paralelos/los colores; el sonido y el silencio; los ángeles y el mundo, todas “creaciones de la luz”. Y dentro del espectro de estas luces, humanas y divinas, los asomos de la ciencia a través del espéculo intuitivo de la imaginación, aparecen artículos —por vez primera reunidos— que tuvieran su primicia en la revista Palabra Abierta, donde nos vuelve a hablar de la audacia y la esperanza; del misterio daimónico de la imaginación; del sueño y la creación; de la duda y el infinito, entre otras “revelaciones e irreverencias”, que son el abordaje desde una óptica preeminentemente poética, a temas que ya dejan de ser patrimonio de científicos o filósofos, para pertenecer al ámbito formidable y abarcador de la literatura, ese saber que supera la letra para impregnarse de saber y emoción. Y aún más, Gayol fija en este entorno de luces, como “Elogios a la luz”, la devoción y reverencia a amigos, entorno de conocimientos que son parte de los suyos, para integrarlos a las vibraciones de su contemplación. Empatìa de su “fiel de amor”.
En un mismo linaje como profundización de un pensamiento poético que perfilan los nuevos paradigmas culturales, anunciados en el siglo XX, Manuel Gayol apunta a la consolidación de enlaces entre géneros y rangos expresivos, que prenuncia la decisiva participación de los contextos espaciales, interiores y exteriores, que así determinan este visaje poliédrico que nos deja su peculiar discursiva. En el estudio de estos paradigmas culturales, ya alguna vez hemos observado, las relaciones que se establecen con la Physis, como espacio interior, crece más allá del signo circunstancial para darnos la espiritualidad —y el alma— expresada de tan disímiles maneras, y que se aviene, además, a una poética trascendente no sólo en espíritu sino en clave estética, toda vez que sus expresiones atañen no solamente a la poesía, el ensayo, la narrativa, propiamente dichas, sino al engarce entre ellas y de ellas con otras manifestaciones de la humanística, como son la filosofia y el arte. Esta rara conjunción es la que define el signo escritural de Manuel Gayol, legado no solamente descubierto en esta obra sino en anteriores entregas —vale decir, como ejemplo, La penumbra de Dios, de su también serie “Intuiciones”— en la que incorpora toda una gama de definiciones conceptuales que ya definen un sistema de conocimiento reflexivo, que le acerca a esa galería —nombrable— de poetas-filósofos (o de filósofos-poetas), que hacen reconocible aquello que la investigadora italiana Antonella Cancellier llamara “constelación articulada de significados”, y que sustenta una obra que deja su sello de autenticidad dentro de la literatura cubana e hispanoamericana.
Con notable acierto el poeta y narrador Reynaldo Fernández Pavón, quien en el “Prólogo” de este libro profundiza con inteligencia en los diversos asuntos y temas tratados, nos dice que los análisis de la obra abren “una puerta a la especulación y a las capacidades de la imaginación, el único espacio donde no existen límites”. Hacia ese espacio ilimitado e infinito les convoco, en la certeza de que han de encontrar en él las conjuras —y conjeturas— del Verbo, plegadas en formas de un mundo que alcanza el raro esplendor de la luz, al trazar la justa correspondencia entre el alma del hombre y el corazón de su materia.
[1] Henri Corbin: El hombre de luz en el sufismo iranio, traducción de María Tabuyo y Agustín López, prólogo de Agustín López, Madrid, Ediciones Siruela, 1984, p. 106.
[Estas han sido las palabras de la doctora Ivette Fuentes de la Paz en la presentación del libro Las vibraciones de la Luz (ficciones divinas y profanas). Intuiciones II, en el Festival VISTA de Arte y Literatura Independientes de Miami, del 7 – 10 de diciembre de 2016]
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