Desandar La Habana

Written by on 18/06/2014 in Literatura, Relato - No comments

Literatura. Relato.

Por Andrés Casanova…

Desandar La Habana

Michele es muy buena conmigo, no lo puedo ocultar. Quiero decir, ha sido muy buena conmigo. Rectifico para mayor precisión: Michele fue una mujer excelente, de esas que se cuelgan del brazo de un fracasado y lo convierten en un ganador. Antes de conocerla, yo caminaba por las calles de La Habana buscando cualquier negocio que me permitiera ganar sesenta pesos para comer y beber unos tragos de ron. Trataba, desde luego, de no involucrarme en asuntos más perseguidos por la policía como la droga o el tráfico de obras artísticas. Buscaba algún medicamento muy solicitado que no había en las farmacias; materia prima para fabricar cerveza de la que se envasa en latas selladas; papel, lápices y libretas; un cuarto para alquilarlo a amantes urgidos de saciarse, y con eso obtenía lo suficiente. Algunos conocidos se pudrían en lo que llamábamos el tanque o en términos más antiguos el talego; y a mí verme entre rejas me sofocaba, me hacía subir la presión arterial, despertaba la claustrofobia padecida desde mi niñez. Yo, aunque parezca mentira, jamás había sacudido el polvo de los zapatos en la sala de una estación policial.

Al finalizar la tarde me sentaba en un banco del parque Central a contar los billetes, separando lo que debía entregar a mis socios; contaba nuevamente lo mío con mucho cuidado y habitualmente la ganancia rondaba los cien pesos, menudo más, menudo menos. Vamos, que mi salario mensual emparejaba los dos mil pesos aunque yo no era de los más trabajadores. Mi jornada habitual corría desde las 2:00 de la tarde hasta las 6:00, sólo de jueves a domingo que eran los días de mayor actividad comercial. En los restantes disfrutaba la ganancia con ron de la mejor calidad, algún que otro pito de marihuana y desde luego cualquier mujer encontrada al doblar la esquina, sin nombre, sin pasado ni futuro para mí porque era un simple relleno al vacío que me dejaba vivir en La Habana desde hacía veinte años cuando llegué de la zona más oriental del país y me gustó este ambiente de gran ciudad, donde el que pasa por tu lado te mira sin importarle si eres ladrón o un gran señor.

Desandar La Habana 2Vivía feliz en una barbacoa, quiero decir, un pequeño cuarto de un segundo piso en la calle Virtudes que compré por un precio elevado. Desde aquí partían todas mis actividades (podríamos decir, sociales y laborales) y durante las noches, bien tarde en las noches, era un refugio donde con frecuencia leía libros como Las aventuras del rey León, Muerte en el Casino de la playa o lo que me cayera a mano. Entonces entró en mi vida Michele, cuando yo rondaba los cuarenta años y ella era una viuda de apenas treinta. Nos conocimos en el ómnibus mientras viajaba en asuntos de negocios rumbo a El Vedado y simpatizamos en el acto. Ese día me había vestido con mis mejores ropas, porque el caso consistía en entrevistarme con un alemán nombrado Hendrich Bäecker, al que le habían retenido una maleta en la aduana, para comunicarle que le ayudaríamos si estaba dispuesto a entregarnos doscientos dólares. El resto quedaba en manos de El Patas, mi socio de correrías; él solía tratar estos asuntos con un tal Pancho Tarafa, auxiliar de limpieza en el aeropuerto internacional de Rancho Boyeros, que por cincuenta dólares intercedía ante algún aduanero tan sinvergüenza como nosotros. La mujer (todavía para mí no se llamaba Michele), comenzó a hablar conmigo sin la agresividad con que me trataría unos días después. Hablamos asuntos triviales: la lluvia, lo incómodo que resultaba abordar un ómnibus durante los últimos años, los elevados precios de los alimentos. En fin, fruslerías que al cabo de quince minutos de estar hablando pasaron a ser fuerza del deseo. Ella me confió vivir sola en un apartamento de El Vedado; sus únicos familiares en el país se habían marchado a Estados Unidos cuando el éxodo por el Mariel. Ella se quedó solamente con su marido, a quien el cáncer lo consumió en menos de un año sin haber logrado plantarle su semilla aunque se alegraba: quizás el arbusto (hablo por eufemismos, tal como ella se expresó para confiarme el asunto de la esterilidad del hombre) nunca hubiera llegado a ser árbol. En conclusión, me desentendí de los doscientos dólares que quizás recibiría en el hotel Nacional de manos de Hendrich Bäecker, me olvidé de El Patas, mandé al lugar más apartado del infierno a Pancho Tarafa y pasé toda la mañana en casa de Michele. Toda la tarde. La noche en pleno. Al día siguiente. Pasada una semana. Luego de transcurrido un mes. Y solo en abril decidí caminar un rato por el parque Central antes de contratar un bicitaxi para trasladar hasta el apartamento con balcón mirando hacia el malecón habanero las pocas pertenencias que tenía en la barbacoa de la calle Virtudes.

En diciembre ya estaba habituado a la vida muelle. Michele tenía una cuenta corriente en el Banco Financiero Internacional y cada mes sus familiares le depositaban por la vía de Canadá la nada despreciable suma de quinientos dólares. Esta circunstancia me llevó a aceptar su propuesta de formalizar relaciones matrimoniales, pues la muerte puede visitar a cualquiera, joven o viejo, y si me tocaba a mí quedarme en este valle de lágrimas (y conste que el eufemismo bíblico procedía de la propia Michele) el llanto sería consolado tanto con sus ahorros como con el moderno apartamento donde cada noche hacíamos el amor. Cada noche hacíamos el amor. Y si me apresuro a decirlo auxiliándome de una frase tan manida, es porque Michele acumulaba en todo su ser características propias de una verdadera fuck machine. Cierto era, seamos justos, que yo no había conocido jamás mujer tan hacendosa y emprendedora como ella. Tanto es así, que a instancia suya comencé a desandar La Habana aunque esta vez no para continuar el mercadeo al que me había dedicado hasta el día que la conocí, siempre mostrando la marca del sudor debajo de los brazos, las uñas ennegrecidas, los zapatos con rastros de suciedad y los pantalones con algún que otro botón perdido en mis recuerdos. Desde que me junté con Michele empezó a rondarme una idea en la cabeza: convertirme en banquero, para lo que debía encontrar los listeros o personas encargadas de apuntar los números que jugaran los puntos confiados a la suerte de la lotería del Táchira. Misión sumamente sencilla porque alrededor del Parque Central se movían mis antiguos conocidos, gente ávida de ganar los cuarenta pesos del diario y no dedicarse a otra actividad durante las noches sofocantes que no fuera sentarse frente al televisor. Establecido ya en el nuevo negocio, no desandaba La Habana como un pordiosero, sino vestido de blanco, oloroso a lavanda 2010 y a prosperidad. Al cabo de los meses, con todo bajo mi control, podía considerarme el magnate que dejó de incomodarse en los ómnibus desbordados de sudor asfixiante y no recorría dos cuadras si no era en bicitaxi.

bicitaxi

 

En las roneras, los bares, las cafeterías, las cerveceras y las paladares, me recibían tanto parroquianos como empleados y propietarios, según mi nuevo rango de gran señorón. Carteristas, jineteras, ladrones de barrio, pasadores de objetos robados y otros personajes venían a codearse conmigo, no para obtener de mí nada en particular, sino porque al que viesen en mi compañía era tenido en alto concepto por los demás. Cuando esa noche hicimos el amor (reitero el lugar común, aunque sé que es muy pálida la frase empleada por la gente que se considera a sí misma decente para expresar lo que hacíamos cada día a cualquier hora Michele y yo) eran alrededor de las 3:00 de la madrugada y mientras encendía mi habitual cigarro de tal momento medité con toda calma. Estoy aburrido de no ser más que un miserable instrumento para complacer las más bajas pasiones de esta tipa insaciable un sacador de picha y metedor de venidas dentro de esta máquina perpetua estoy aburrido de ser un esclavo no aguanto más me divorcio me voy de nuevo hacia Oriente estoy aburrido quisiera matarla. Fueron chispazos de pensamientos que me llevaron por abruptos caminos de planes y propósitos, mientras Michele adormilada de placer buscaba meterse en mis brazos que andaban lejos.

Durante los siguientes días estuve pensando cómo quitarme de encima (en el sentido literal) a Michele sin peligro de ser descubierto, y fui descartando venenos, pócimas, pagarle treinta dólares a La Pulga, quien por esa cifra la hubiera convertido en picadillo, y otras variantes no menos riesgosas para mí. Sin dejar de satisfacer a Michele cada noche, me decía que ya era hora de acabar con aquel abuso contra mi cuerpo, pues ella me obligaba a tomar pastillas afrodisíacas que me convertían en todo un atleta del sexo durante cinco horas, para amanecer al día siguiente como un guiñapo.

Finalmente, decidí encargarle a El Patas dos frascos de desaxtedrón, los mezclé con agua en la batidora y dejé el extracto coloidal en el refrigerador. Lo demás fue esperar nuestra sesión amatoria y que ella, al quedar satisfecha, me ordenara preparar el habitual daiquirí para refrescarse el fogaje. Esa noche, mientras Michele comenzaba a roncar, me dije que era una lástima despedirme de ella: le había tomado un inmenso cariño durante estos tiempos de vivir como todo un magnate. El resto fue no solo simple sino en cierta medida divertido; tal parecía que yo era un escenógrafo preparando la habitación como si hubiese ocurrido entre nosotros uno de esos altercados que suelen ocurrir entre los amantes. Al día siguiente con el sol alto llamé por teléfono a la Central de Ambulancias y a los pocos minutos una sirena hendía los aires llenando de intranquilidad la mañana habanera tan apacible siempre.

Ambulancia en La HabanaEn el hospital la examinaron y luego del lavado estomacal la atendieron de manera intensiva sin que lograran sacarla ni un instante del coma. Casi al mediodía me hicieron pasar a una pequeña oficina, muy ventilada y olorosa a manzanas. Uno de los policías formulaba las preguntas y el otro hacía las anotaciones.

—¿Por qué discutieron anoche?

—Permítame explicárselo con franqueza, teniente. Me obligaba a tener sexo a todas horas y eso ya me tenía cansado.

—¿Usted le pegaba habitualmente?

—No, salvo anoche que perdí la paciencia, durante nuestras peleas solo nos ofendíamos con palabras.

—¿Cómo obtuvo ella las pastillas?

—No sabría decirle, teniente. Como usted conoce, se compran en la calle. Los dos policías se miraron y el que anotaba preguntó algo, lo que me obligó a voltearme.

—Considero que se haya envenenado por celos. Para fastidiarla, para verla rabiosa como otras veces, le dije que tenía otra mujer.

Nunca sabré si acabaron por creerme o no, porque a este interrogatorio se sucedieron otros más, decenas de veces, a cualquier hora del día o la noche. Tuve congelada la cuenta del Banco Financiero Internacional durante varios meses, hasta que otros hechos más importantes vinieron a ocupar el tiempo de los policías que me interrogaban.

Ahora desando La Habana como antes, en busca del negocio que aparezca y al terminar la tarde me siento en un banco del Parque Central a contar los billetes. De lunes a miércoles disfruto las ganancias con un poco de ron o un pito de marihuana, luego de haber comido en alguna paladar; en horas de la noche me voy a la barbacoa en la calle Virtudes a disfrutar mi reconquistada libertad de oriental residente en La Habana. Poco a poco fui perdiendo los dólares de la herencia en el oficio de banquero y ya nadie me trata como gran señorón. Vendí el apartamento de El Vedado y el dinero lo reservo para los días difíciles, cuando no me resulta posible ganarme siquiera los cuarenta pesos del diario.

Por precaución, jamás converso con las mujeres en los ómnibus.

Andrés Casanova

 

 

 

 

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About the Author

Andrés Casanova (Las Tunas, Cuba, 1949) es narrador, poeta y autor de guiones radiales dramatizados. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). Fue seleccionado al premio artístico-literario Catania Duomo 1995 auspiciado por la Academia Ferdinandea de Ciencias, Letras y Artes con sede en Italia. Ha publicado varias novelas y libros de cuentos en Cuba y en otros países. Poemas y cuentos suyos aparecen en varias antologías.

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