Fragmento del libro de Dulce Sotolongo Carrington sobre José Martí, “No me hables del cielo” |
No sabes por qué, las palabras se ausentan de tus labios este día en que ha de partir Leonor hacia Cuba. Ella te persigue por los cuartos, te atiborra de recomendaciones y tú huyes, como quien huye de la luz. No quieres hablar, sabes cuáles son las frases de dolor que saldrían de tu boca y, después de estos dos meses más hermosos de tu vida, no dejarás que la tristeza la acompañe.
Si no ha de partir alegre al menos deseas que vaya tranquila, con el recuerdo de un hijo que, a pesar de la soledad, sueña y espera. Ella te mira, igual que cuando abandonabas la isla en tus dos destierros. Trata de esbozar una sonrisa, habla de que pronto Pepito estará a tu lado, y como único gesto aprieta la mano de la sortija hasta que la sirena del City of Washington anuncia la partida. Sientes unas ganas repentinas de tirarte al agua, de gritar. Pero las manitos de María, que te ha acompañado al puerto, te halan, y en la distancia las olas te dicen adiós en esta tarde de enero.
Sientes un vacío inmenso, tan inmenso que temes ahogarte en tu propio abismo. Miras la pluma en el tintero y escribes a tu amigo Manuel:
Mi hermano querido:
Hoy no hay carta. Mamá se acaba de ir, y, fuera de lo del deber del pan, tengo la mente vacía.
Otra vez el amigo viene a tu auxilio, cuando lees en aquel libro de pensamiento griego a Eurípides: «La vida no tiene un tesoro mayor que un amigo sincero».
No puedes escribir cartas, pero los versos salen de tu pecho como las mariposas cuando sienten llegar la primavera. Son versos sencillos. Te inspiras en la frase del filósofo griego y escribes:
Si dicen que del joyero
tome la joya mayor,
tomo un amigo sincero
y pongo a un lado el amor.
Enfermo más de amor que de dolor, la fiebre vuelve a hacer estragos en ti. Le pides a Carmen que te traiga agua y presientes en sus ojos un sentimiento al que no podrás corresponder.
Leonor se aleja. El alma de la madre se estruja como el pañuelo que lleva en la mano. No logra alejar los ojos grises del hijo. El mar oscuro presagia espanto. Si otra vez pudiera tomar el coche y salir en su búsqueda. Cada golpe de ola es un látigo, una voz que repite: Vamos, pronto, vamos, hijo.