Literatura.
Por Pablo Cerezal…
Andaba jugando en la ducha con Munay. Mi hijo es más maduro que su padre. Por querer enredar, aún más, el cordel afelpado de su sonrisa, he ejecutado un paso en falso y me he roto la cabeza contra el grifo. Afortunadamente no he caído. Eso hubiese sido peor: podría haber arrastrado a Munay conmigo, haberle causado algún daño. Nada de eso ha ocurrido: él ha reído con fuerza, la crueldad es asignatura instintiva y temprana.
Así que casi me mato, en la ducha, jugando con mi hijo, y una brecha que me devora la calvicie da fe del asunto. No quiero que se me escapen las ideas, por la brecha. Justo pensaba, antes de entrar al cuarto de baño, en rematar con tinta cibernética el fresco de un día ya lejano en que también, por poco, no me mato en la ducha. Por aquel entonces era distinto. Munay tenía un año menos y estaba dormido desde hacía largo rato, arrullado por la inocencia de su corta edad y por el duermevela avizor de su madre. Aquella noche caí en la ducha, como hoy, y tal vez el motivo sea el mismo.
Vengo, estos días, releyendo Bajo el volcán, de Lowry, y quizás por ello me atrapa el síndrome del Cónsul, cerveza, vino, y gintonic esta misma tarde, para terminar la tónica, que quedaba un suspiro, cualquier excusa es válida, estoy en Madrid, España, y en España se celebra cualquier cosa, como en Bolivia, con alcohol. Yo ya no recuerdo que celebraba hoy, tal vez la amistad extraña y sincera de Emilio Losada, otro Poeta que conocí gracias a las redes sociales, de idéntica manera que a Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Al final, hoy, lo único que celebré fue mi propia irresponsabilidad: no era momento de ducharse con Munay, es evidente. Sabah, ajena a mi enajenamiento, ha acudido presta para socorrerme: te pondré hielos en la cabeza no ni lo intentes no queda ni uno los usé para el gintonicya te vale pero no te preocupes no hay problema te traeré una bolsa de guisantes congelados. Ya lo dejó dicho el propio Claudio: Pablo está casado con Sabah. Casado con Marruecos. Y Marruecos es tierra de injusta carestía y remedio urgente. Allí no se precisa alambicada modernidad para socorrer al prójimo. Pongo mala cara. No es por el dolor. Es que odio los guisantes. Lo tuyo es muy fuerte, me espeta ella, y tiene razón.
Guisantes en mi cabeza, hurgando la herida, queriendo fermentar aromas de guiso en mi cerebro. Quizás surja un rico plato de guisantes con jamón, tan español, con más grasa que carne, se trata de mi cerebro, que nunca fue músculo ni fibra ni materia aprovechable. Sólo pura grasa. Mientras se cocina el guiso me siento al teclado y recupero aquella noche, cuando pude al fin abrazar a Claudio.
Había sido tiempo antes, otra noche, cuando di con él, en el ciberespacio. Lou Reed acababa de morir. Las sombras jugaban a dibujar palomas de sonrisa amable contra las paredes despedazadas en sol de una Cochabamba caníbal. Lou Reed había muerto y Cochabamba parecía no enterarse. Un paseo por el lado salvaje, venus in furs, el satélite del amor y el amor estrellado, como satélite fuera de órbita, contra el empedrado grosero de la calle España, calle de los bares, no podía ser menos: España, nación de orfebrería alcohólica y levantar el sombrero por airear las envidias que, muriendo por lo ajeno, alumbran calvicies y malos presagios. Y a mí las ideas se me escapan por la brecha con que ha decidido redecorar mi sien el juego niño de Munay… o mi jugar a la niñez olvidando la edad que amedranta el rostro de mi carné de identidad. Bajo el volcán, decía, Lou Reed, Cochabamba y el fundador de una ONG que me había decidido joder la vida llevado por su incapacidad para hacer nada más que no sea vivir del dolor ajeno… miserias de la cooperación internacional: ¿a qué pretenden colaborar, tantos, más allá de al propio enriquecimiento?, ya lo contaré en otra ocasión, este no es momento, aunque cualquier momento es válido para los que hacemos de nuestra vida barro de letras. Y en ese barro tomó vida, de improviso, la efigie anarco del alquimista del verbo andino: apareció Claudio, y pude leer en algún lugar que se le consideraba el Henry Miller boliviano. Llevado por tan dignos presagios, devoré su literatura de puñal y seda. Y nos encontramos en la red. Él glosaba al desaparecido Lou Reed. Yo también. Coincidencia doble: Miller y Reed, ¿será realmente boliviano? Eso me pregunté. Uno sigue cargado de prejuicios, sepan disculparme. Aquella noche inicié un nuevo viaje, uno de los más fascinantes, esta vez en compañía de alguien a quien no conocía. Escribamos algo juntos. Hagámoslo. Dale. Así comenzó todo. Así el barro fue erigiendo un busto bifronte de amarga poética ebria. Claudio vivía en los states y escribía sobre su ciudad de origen: Cochabamba, en la que yo vivía mientras escribía sobra la que acunó mis primeros desvelos: Madrid.
Fue después, ya casi finalizado nuestro Madrid-Cochabamba, que pude conocer, en persona, a Claudio. Él volvía a su ciudad natal para saldar dolorosas cuentas, inesperadas, indeseadas, con el pasado. Yo aún andaba batallando contra los estalinismos migratorios, para poder regresar a mi lugar de origen.
Seis de la tarde y Munay ya se entrega a su pesadilla de ojos de trapo negro y palomas que no levantan el vuelo. Sabah está cansada. Hemos intentado encontrarnos con Claudio, para acompañarle con nuestro intimidado pésame. No ha sido posible. Llamo desde un locutorio al teléfono de su hermana, y el propio Claudio me conmina a reunirme con él, esta vez sin falta, en el Café Fragmentos. A las 8 de la tarde, ahí estaré, no tengas duda, Sabah no podrá asistir, ya andará cantando a Munay nanas de algodón magrebí.
Había soñado en numerosas ocasiones poder conocer a Claudio, poder abrazarle y compartir trago con él, celebrando la victoria de nuestra amistad de kilómetro y adverbio. Escribíamos y nos escribíamos como lo hacen dos amigos que mucho han compartido. Eso somos, al fin: hemos compartido memorias, presentes y miradas al cielo del mañana para ver si amanece despejado. Pero aquella ocasión no era la más propicia. Yo no sabía cómo comportarme ante el dolor de un hombre hecho de fierro y ternura. No sabía cómo no sentirme fuera de lugar en esta celebración del dolor en que él oficiaba de irreverente sacerdote.
Llegué al Fragmentos a la hora indicada. Donde imaginaba encontrar sólo a Claudio, como mucho, también, a Ligia, su bella esposa, hallé una reunión familiar que iría creciendo al ritmo de los relojes, las jarras de caipirinha y las botellas de cerveza. Estrechamos el cariño en un abrazo ausente de palabras. Las palabras, ese breve ejército de sensaciones en que, militando, nos habíamos conocido, decidieron desertar en aquel momento. Tampoco es grave, ya no hacían falta palabras. Su mirada fiera se rompía en esquinas de llanto contraído. Su sonrisa franca escondía esos mundos que le habitan y que tan magistralmente sabe plasmar en sus textos, para burlar a la muerte.
Claudio dibujaba sonrisas de siglos, trasegaba licores, repartía abrazos, y susurraba sensaciones. Yo permanecía atento y agradecido. Formaba parte de una reunión familiar. Yo, que no era familia. Lo fui enseguida. Lo era desde el primer momento. Así pude sentirlo y aún hoy. Abrumado, bebía, toma otra caipirinha, Pablo, sí, claro, por qué no, una más, otra más.
El dolor por una pérdida es desarreglo de los sentidos que no prescribió el doctor Rimbaud. Él se refería al que acaece a posteriori, cuando el licor es marea en que intentamos ahogar la melancolía. Pero, irremediablemente, flota. Claudio tripulaba la nave, su mirada desprestigiaba recuerdos tiznándolos de anécdota brutal. Bolivia es un país de poetas, Pablo, ¿aún no te has dado cuenta?, tienen todos palco en ministerios y prensas, y una carcajada feroz desarreglando las arquitecturas enmohecidas de aquel patio en que unos y otros comentaban cuestiones que a mí se me escapaban, mañana es Urkupiña, vamos caminando hasta allá esta noche, sí, de rodillas, a ver a una virgen que ni lo es ni nunca deseó serlo, como todos los que hasta allí se acercan, que sólo les mueve el trago, sentimiento muy cristiano desde que aquel bendijese su sacrificio con vino peleón, y en ese plan, la irreverencia de sus páginas hecha piel en sus labios y sus recuerdos, sus bigotes profusos como sudados de escarnio, brindis o apetito, quién sabe. Y yo sin saber si sonreír o ingerir más alcohol. Quizás sonreía. No lo recuerdo. Sí bebí más elixir brasilero, mucho, demasiado.
Miriam iba y venía con jarras y cervezas, regalando sonrisas y tintineo de pezones que quieren despertar aullidos a la noche y mordiscos a los perros de la lluvia. Claudio piensa que mi mirada se perdía en la senda sinuosa de sus pechos. Pero de ser así, todo es posible, lo hice para evitar la deslealtad de contemplar embelesado a su hermana Elena, la persona con la que más hablé aquella noche, creo. O a su hija Zara, tu sobrina, Claudio, que a falta de hacer bandera de sus pechos de respiración y sonrisa, enarbolaba el sosiego inteligente de su conversar, y asomaba el pausado diptongo libanés de sus labios a los barrotes de una mirada que para sí quisiera cualquiera de los dictadores que son y han sido. Lo siento, Claudio, espero no te ofendas. En cualquier caso, puedes estar tranquilo: no está, ni estaba, uno, para lances amatorios, que el amor me esperaba en casa sin imaginar que llegaría en estado de mayúscula ebriedad y deseando romperme la crisma contra la bañera para airear el chaquique me aguardaba al día siguiente. Una buena brecha airearía la segura resaca. Así pensaba, por eso me desplomé en el espacio que hacía las veces de bañera. No recuerdo cómo logré salir de aquel taxi en cuyo interior de chatarra y silencio me acomodaste, pero evidente que lo hice, conseguí abrir la puerta de casa, evitar la coreografía felina de Angie con torpes pasos de bailarín desestimado en las pruebas para figurantes de una nueva versión de West Side Story, y dirigirme al cuarto de baño, donde logré derrumbarme y casi me rompo la crisma, como hoy, con Munay, en la ducha. Nada ocurrió, más allá de los gallos acuchillando mi roncar emparedado entre los azulejos de la ducha, al amanecer… y aquel soberbio dolor de cabeza.
Imaginé a Claudio inaugurando el día con puñetazos de nostalgia, derribando mesas y licores, inventándole sostén a unas sillas sucias de noche y tabaco. Me dolía la cabeza, pero mantenía la lucidez suficiente para avergonzarme por mi deleznable comportamiento. Pasé el día tumbado, jugando con Munay y Angie, jugando con mi melopea.
Ahora que casi termino de escribir, me avergüenzo de nuevo. Elena leerá esto. También Zara. Espero no se alarmen. En mi descargo puedo asegurar que soy inofensivo y que, si por un casual dejase de serlo, la edad evitaría mayores dislates. Sólo espero que no decidan unirse a las tropas burocraticogubernamentales para impedirme la entrada a Bolivia, caso de que quisiese regresar. Tendría entonces que quedarme en Madrid. En tal caso lo asumiré, y te esperaré aquí, Claudio, hermano, que nos resta mucho que hablar y compartir. Tu sobrina, por supuesto, tiene también aquí hogar y frazada, por si la vida, esa puta, decide vestir de frío su piel de futuro y fiebre.
Munay me mira y se ríe. Aún no es consciente de lo que es estar bajo el volcán… que nunca lo sepa.
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