“Al fundío pa’home”

Written by on 13/11/2021 in Estampa, Literatura - No comments
Literatura. Estampa.
Roberto Alvarez Quiñones.

Soy de esos mortales que con frecuencia le piden prestado a George Wells su artefacto prodigioso, se lanzan al pasado, lo convierten en presente y lo disfrutan en grande.

Cuando jugábamos pelota en la calle. Tomado de la página web “Cuando era chamo”.

Pero hoy no voy a viajar solo, los invito a que vengan conmigo y demos juntos un brinquito al Siego de Avila (así se debiera escribir, como ya les conté en otro saltico de 500 años atrás) en el centro de la soleada isla de Cuba, a mediados de la década de los años 50, en medio de un pitén al fundío pa’home, en plena calle, que aún eran de tierra en barrios algo alejados del down    town.

Un pitén era una ingeniosa versión light de beisbol que jugábamos en la calle. Cuando venía algún carro se congelaba el juego unos segundos. No pasaban muchos. Colocábamos pedazos de cartón o un periódico con una piedra encima como las dos bases y el home. El home iba en el medio de la calle y las bases junto a cada acera.

Pelotas con cajetillas de cigarro Partagás recogidas en la calle

La pelota la bateábamos con la mano y podía ser de goma, pero casi siempre las hacíamos con cajetillas de cigarros. Buscábamos en la calle o la acera cajetillas de cartón (de papel no servían), preferiblemente de la marca Partagás, o si no de Regalías el Cuño, que eran fuertes. La cortábamos en tiras redondas, le poníamos dentro una piedrecita que envolvíamos en papel que presionábamos bien, y lo cubríamos con las tiras de las cajetillas. Quedaban fuertes, perfectas.

Como bateábamos con la mano no había pitcher y el equipo “al campo” colocaba a un jugador en la primera base, otro en la segunda (la última), y uno o dos jugadores en los files, según la cantidad de “peloteros” que participábamos. Como mínimo teníamos que ser seis, tres por cada equipo.

A fusilar, fundir, al atrevido que quiere llegar a home

Cuando jugábamos con pelotica de goma. Tomado de la página web “Cuando era chamo”.

Lo nada simpático era que anotar una carrera tenía su precio. Como no había cácher, la única forma de sacar out a quien corría hacia home era tirarle la pelota y darle en cualquier parte del cuerpo. Era literalmente fusilado. Había que “fundirlo” en su desesperada carrera por llegar a home. Si la pelota le daba era out, si libraba el cañonazo anotaba la sangreada carrera.

Había que jugársela. Más de una vez fui fusilado en mi correr cual soldado que esquiva las balas enemigas, para tratar de llegar ileso al preciado cartón-casa. De ahí lo de al fundío pa’ home.

Entre otros peloteros “fundidos” recuerdo a mi primo Alvarito, su vecino de al lado Cuco. Mimo, Octavio y su hermano Eloy, Rolando, Arsenio y yo. Y a veces algunos amigos visitantes de ocasión, como “Forifeo”, “El Gato”, “Juanicote” o Ramón.

También en el Colegio de los Maristas cada mañana, al llegar mientras esperábamos en el enorme patio el sonido de la campana para ir a clase, echábamos un pitén con pelota de goma. Y los fundíos eran inmisericordes, medievales, pues muchachones grandes de más edad tiraban tan duro como Aroldis Chapman al infeliz corredor. Una vez me dieron en la cabeza y fui al suelo, que por suerte entonces era aún de tierra.

Una soguita con una piedrecita amarrada… y ¡play ball!

En la calle, lógicamente al batear uno quería volarse el outfielder y a veces le dábamos tan descontroladamente a la “pelota” que terminaba en el techo de una casa. Como casi todos eran de tejas españolas cogíamos una piedra pequeña, la amarrábamos con un cordel, y con cuidado para no romper una teja la lanzábamos para encima del techo.

Uno de nosotros se situaba en la acera de enfrente e iba guiando la operación de rescate: “No, no, está más pa’cá”, y señalaba dónde estaba la pelota. A veces había que lanzar la piedrecita amarrada muchas veces hasta que la pelota caía. Y play ball otra vez.

Con pícher y bate, y ZAS, la pelota de goma cae en un techo

También hubo un tiempo que en que jugábamos con bate, pícher, y guantes, con pelotas de goma en un solar que había al lado de la casa de Mimo y Mayito Viciedo, dos integrantes de la entusiasta muchachada barrial. A veces al batear la pelota se iba por encima de la cerca y era jonrón. O iba a parar a un techo de la acera de enfrente. Y la pelota, o rodaba hacia abajo, o usábamos nuestra infalible tecnología de la piedrecita amarrada a una soga. Y play ball again.

La “Liga del Corcho”

Cuando no teníamos pelota de goma, ni de cajetillas de cigarros, acudíamos a la “Liga del Corcho”. El pícher con un corcho de botella, si de cidra mejor porque era más pesado y grande, desde la calle le lanzaba la pelota al bateador, que con un palo de escoba recortado a unas 30 o 32 pulgadas de largo y colocado muy cerca de la pared de un portal trataba de batear el corcho. Había reglas para la zona de la pared que marcaba el strike, cuando el bateador no le hacía swing.

Las tertulias y las “patas” en la esquina de Betancourt

Ya con un poquito más de edad teníamos tertulias habituales en el portal de la bodega de un isleño (canario) de apellido Betancourt. Allí lo mismo debatíamos si el Almendares tenía un “trabuco” mejor que el Habana, que quién estaba más apetitosa, si Marilyn Monroe, Ana Luisa Pelufo, o Brigitte Bardot.

Allí también a veces nos jugábamos a las “patas” (cubilete) la Coca Cola, la Pepsi Cola, la Materva, la Jupiña, el Ironbeer, el Champan Sport, el Cawy o el Orange Crush (la fábrica estaba precisamente en Ciego de Avila), pues una botella “sudadita”, bien fría, costaba un níquel (5 centavos). Y el que perdía la pagaba. Cuatro mujeres (letra J, de jeva) mataban a 4 gallegos, o a 4 negritos. Pero casi siempre jugábamos sin premio alguno, y participaba el cuentista Mario, si no tenía ningún cliente para lustrarles los zapatos en el gran sillón que allí mismo él tenía.

Postalitas, y Duke Snider: I had no idea I got fans in Cuba…

También jugábamos con postalitas de peloteros. Pero si al comprar el chicle (que venía con la postalita) en la bodega de Bullón (“El 20 de Mayo”) nos salía una gran estrella del baseball, esa no la jugábamos. Yo si la tenía repetida la cambiaba por varias de peloteros no tan buenos. Por Ted Williams podía pedir 5 o 6 a cambio, o más para completar algún equipo. Y por Mickey Mantle, Willie Mays, Duke Snider o Stan Musial, igual.

Yo traje esas postalitas para acá y aquí las tengo. Sé que tienen buen valor monetario si las llevo a una feria de coleccionistas. En 1996 fui a una de ellas con mi hermana Georgina, al Convention Center de Long Beach (California), y allí conseguí que Duke Snider, famoso jonronero de los Dodgers, me firmara su propia postal de 1954.

El “Duque de la Destrucción”, como le decía el narrador argentino Buck Canel, al verla se sorprendió de lo bien conservada que estaba, siendo de 1954. Y le dije que yo era de una ciudad del centro de la isla de Cuba y era fan suyo desde mediados de los años 50, cuando los Dodgers estaban todavía en New York.  Snider abrió los ojos, sorprendido, y me dijo: “WOW, I had no idea I got fans in Cuba so far from Havana”.

Me faltó decirle (no encontré todas las palabras en inglés) que lo vi jugar a él en la TV cubana en la Serie Mundial de 1955, entre los Dodgers de Brooklyn y los Yankees de New York, que fue transmitida en vivo en Cuba por la TV desde un avión que daba vueltas sobre el Estrecho de la Florida. O sea, antes de los satélites, los cubanos fuimos los únicos aficionados del mundo que fuera de EE.UU. vieron en vivo por TV una Serie Mundial de Grandes Ligas. Snider se habría asombrado aún más.

 A la quimbumba: “Caballeros, no se vale ¡Quindalee!”

Y vuelvo al barrio. La quimbumba era otra versión, esta cuasi cavernaria de “beisbol”. Hacíamos un redondel en la calle y desde allí cuando alguien al campo decía “Dalee” bateábamos con un palo un trocito de madera rebajado en las puntas. Si algún “quimbumbero” lo cogía de aire el bateador era out y quien lo capturaba iba a batear. Si no, el bateador calculaba cuantos palos había de distancia entre el redondel y donde había caído la quimbumba. Pedía “40 palos”, digamos. Si quien estaba al campo creía que era mucho pedir cogía el palo, medía exactamente la distancia, y si era menos de 40 el bateador era out.

Recuerdo que a veces alguien gritaba un tramposo “quin-DALEE y yo lo que oía clarito era “DALEE”, y al batear me decían: “Eres out, yo dije quindale, no dale”, Y venía una inútil discusión. Al final tenía que soltar el palo e irme al campo a servir. Era la “ley”, ¿no?

A las bolas (canicas) y a las avellanas: “No se vale ¡atajúuu!”

Juego de bolas. Tomada de Twitter.

También jugábamos a las bolas (canicas dicen por acá). Se hacía un círculo pequeño en el suelo (un role) y cada jugador ponía su “plante”, que podía ser de 2 o 3 bolas por cada jugador.

A dos o tres metros del role se trazaba una raya en el piso y desde allí íbamos tirando por turnos nuestros “bolones” (bolas más grandes y a veces de plomo o hierro) hacia el role. Las bolas (canicas) que uno sacaba del role al tirar el bolón uno las cogía, se las había ganado. En el barrio, Cuco tenía un bolón gigante de plomo que arrasaba en el role, pero no había ninguna “ley” que prohibiera usar aquella mole de plomo.

Siendo más pequeños, en Navidades colocábamos contra la pared de un portal una pirámide de tres avellanas. Por turnos tirábamos avellanas contra la pirámide y quien la tumbaba se ganaba las tres de las pirámides y las de tiros fallidos anteriores de los colegas.

Lo malo era que tanto jugando a las bolas, como con las avellanas, a veces alguien gritaba: ¡Atajúuuu!  y todos nos tirábamos a coger bolas o avellanas. En el ataque pirata muchos perdían su “plante”. Por eso se hizo imprescindible establecer las reglas del juego antes de comenzar a jugar:

“Caballeros, no se vale atajúuu”.

(Ah, y me faltaron las reñidas competencias con trompos, “boleros”, y yoyos. Irán en otra escapadita similar al Siego del avispado Jácome Avila).

[Sur de California, 2021]

 

 

 

©Roberto Álvarez Quiñones. All Rights Reserved.

 

About the Author

Roberto Álvarez Quiñones (Cuba). Periodista, economista, profesor e historiador. Escribe para medios hispanos de Estados Unidos, España y Latinoamérica. Autor de siete libros de temas económicos, históricos y sociales, editados en Cuba, México, Venezuela y EE.UU (“Estampas Medievales Cubanas”, 2010). Fue durante 12 años editor y columnista del diario “La Opinión” de Los Angeles. Analista económico de Telemundo (TV) de 2002 a 2009. Fue profesor de Periodismo en la Universidad de La Habana, y de Historia de las Doctrinas Económicas en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI). Ha impartido cursos y conferencias en países de Europa y de Latinoamérica. Trabajó en el diario “Granma” como columnista económico y cronista histórico. Fue comentarista económico en la TV Cubana. En los años 60 trabajó en el Banco Central de Cuba y el Ministerio del Comercio Exterior. Ha obtenido 11 premios de Periodismo. Reside en Los Angeles, California.

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