Literatura. Periodismo. Ensayo. Crítica.
Por Jairo Giraldo.
La migración del periodismo a la literatura es un viaje sin riesgos hacia la libertad creativa
La bendita manía de informar. La urgencia impostergable de comunicarse, un cruce de caminos casi invisible por donde fluyen, como torrente bravío, lo estrictamente noticioso y lo expresamente informativo. Y así de un solo paso, una escala de acceso hacia la transgresión de códigos del periodismo de otro tiempo, mientras buscamos respuestas en el entresijo de la sociedad más mediatizada de la historia, que sobrevive a la dictadura de los medios, y que respira y se expresa, ya no se sabe, si gracias a ellos o a pesar de ellos.
El periodista es un coleccionista día a día de pequeñas victorias, con metas visibles, como un corredor de 100 metros; el escritor es un labrador de grandes triunfos en largas jornadas y se asemeja, en su esfuerzo y obstinación, a un maratonista. La eterna manía de contar las noticias y luego las historias.
El ducto irrompible entre el lenguaje exacto y estricto, taxativo y rotundo, propio del periodismo y la puerta de entrada hacia la libertad creativa. Acaso las dos riberas de un mismo río. Compañeras inseparables en su largo curso, pero inevitablemente distintas. Espacios posibles para la ortodoxia del texto de manual, propio del periodismo, y para el vuelo “rompecódigos” de la inventiva literaria.
Hay periodistas que llegan a ser escritores, una migración ya centenaria que desde siempre trae implícito un viejo debate en torno a la existencia del periodismo literario y su validez como género, frente a la existencia, esa sí innegable, de la literatura periodística.
Ha sido el noble oficio de redactar noticias, con cuidado y con esmero casi religioso, a través de la historia y a partir de pautas de conducta y de rectitud moral, el que ha aguantado, inmutable, el paso de los años. Sin embargo, la evolución inercial de la sociedad propició cambios en los hábitos individuales y en la realidad cultural de los nuevos tiempos, de una significación tan profunda, que desbordó sus cauces.
No se llegará a saber quién permitió a los periodistas adjetivar sus notas y por esa vía, con el pretexto —inevitable pretexto, arma invencible— de la nota de tercer día, llegar a ser cronistas, o pensar más la nota fundamental y, de la mano de la alta especialización, llegar a ser ensayistas.
La noticia se hizo crónica en el marco de un catálogo de libertades vigiladas, en uso de un manual de garantías hostiles, con límites, evidentemente, pero con el tránsito libre de libertades y garantías.
A través de un lenguaje aventurero y buscador de mundos, la crónica desembocó en la tentación primaria de la imaginación creadora, le dio vuelo a la creación de universos y aquellas historias, ya sin carga noticiosa, pero sí con peso y vigencia informativas, que preñan las ediciones de semanarios, llegaron a ser literatura.
Gabriel García Márquez, uno de los más exitosos reporteros devenido escritor, dejó constancia en su ya mítico Relato de un náufrago, que no fue otra cosa que la narración día a día, para un diario, de una historia real, enmarcada en el contexto del lenguaje literario. Hoy, 50 años después, es vista como una obra referente de la literatura latinoamericana y pocos recuerdan que son los textos de un periodista.
Truman Capote llegó a ser una celebridad y convirtió en un suceso editorial su legendaria In Cold Blood, que fue el seguimiento periodístico, con investigación y detalles, de un cuádruple asesinato en Kansas a donde él llegó, desde New York, en cumplimiento de tareas como reportero.
A Capote y a otros de los cultores del New Journalism estadounidense, surgido en los años 50 y desarrollado en los 60, como Norman Mailer (The Armies of the Night), Gay Talese (Thy Neighbor’s Wife) y Tom Wolfe (The Bonfire of the Vanities), se les debe gran parte de la transición de aquellos que dejaron de jugar a la mentirilla piadosa del periodismo literario y se fueron directamente a escribir libros sobre universos fácticos.
Es la novela realista. “Non-fiction novel”, en palabras de Capote. Un género que explica por sí solo y justifica, con múltiples razones, el ejercicio literario del periodista. Es asomarse y escudriñar en los rincones de la cotidianidad para escribir historias de la realidad, aunque no necesariamente de la vida real. Hombres de carne y hueso de aquellos que viven, sufren, aman y batallan, en la vida que un autor decide que le ha tocado vivir.
A Camilo José Cela le atribuyen una reflexión gráfica y colorida, como muchas otras de él.
“A mí la palabra ficción me hace pensar en Superman… Esos héroes invencibles de las historietas”, decía. “Mis héroes son de carne y hueso y si es que alguno se lanza desde un segundo piso, se rompe directamente el culo”.
Evidentemente y no solo para Cela, la inventiva fantasiosa tiene sus propios límites, que son los mismos bordes de teorías establecidas más por el uso social que por la razón fundamental.
Aferradas al realismo, las historias literarias que publican los periodistas suelen ser clasificadas como periodismo literario. Para otros es literatura periodística e incluso algunos más creen que son dos ámbitos distintos de la narrativa, pero en todo caso es el arte de relatar la realidad con herramientas de la ficción.
El viejo debate sigue tan campante como hace 100 años, cuando Joseph Pulitzer publicaba en su New York World, en los villorrios semirrurales del New York de entonces, unas largas historias en separatas especiales, que fueron los precursores de lo que llegarían a ser los suplementos literarios que luego circularon en todos los diarios importantes del mundo.
En el rigor extremo de los académicos, sin embargo no es concebible de manera general el periodismo literario, en cuanto que el ejercicio del periodismo puro supone registros específicos de veracidad y objetividad, pero sí es posible una literatura periodística a partir de una existente, persistente y consecuente, narrativa periodística.
Y entonces, ¿Noticia de un secuestro (García Márquez), Temporada de Zopilotes (Paco Ignacio Taibo II), La fiesta del Chivo (Mario Vargas Llosa), La reina del sur (Arturo Pérez Reverte) en qué clasificación cabrían?
Los cuatro autores, disímiles y distantes, construyeron su obra sobre un desfile de hechos de trascendencia histórica, que marcan o que marcaron la sociedad de su tiempo, pero a ninguno, por más que su labor implique investigación exhaustiva y acatamiento estricto de la verdad, les cabría el rótulo de periodismo literario. Son literatura periodística.
De manera puntual Temporada de Zopilotes y La fiesta del Chivo se alistan perfectamente dentro de la novela histórica.
Luego y, si el joven reportero de ayer que cubría casos de baranda judicial en el diario, decide extender sus notas de crónica roja, con más investigación y detalles para fortalecer fondo y forma, podemos estar ante un futuro y muy aplaudido escritor de novela negra. Literatura, no periodismo.
Hace cerca de 10 años, mientras Talese firmaba uno de sus libros en Paramus, New Jersey, le pregunté en qué momento un periodista como él decidía dar el salto para dejar el periodismo y dedicarse a la literatura.
“Cuando las historias de 400 palabras se te vuelven un problema de 400 páginas, supongo”, me respondió.
Piensa así un hombre que se hizo célebre con una nota llamada “Frank Sinatra has a cold”, en la que contaba en lenguaje de crónica las desventuras de un famoso cantante con resfriado, y quien todavía sostiene que si tiene que cambiar un nombre real por uno ficticio en una de sus historias, mejor no la escribe.
Sí, literatura periodística. Ese texto largo y vivificante, comprometido sin reservas con la verdad, pero escrito en el lenguaje generoso de la literatura, que apenas deja un resquicio para asomarse al periodismo.
Es una cuestión de tiempo y espacio.
El periodista es un ser agobiado por la presión del tiempo. Debe estar en la redacción a cierta hora y muy probablemente su nota llegue a ser la historia principal en la portada del diario.
“A las seis me entrega la nota de portada”, truena desde el fondo una voz gutural en forma de advertencia.
Y el reportero que se parte la espalda, sigue clavado sobre su laptop y mientras agota una taza de café y constata dos fuentes para darle fuerza a su nota, se percata de que las 800 palabras que le pidieron (como máximo) ya van en mil.
Al problema de tiempo, ya le agrega un problema de espacio. Es la presión de una sociedad multimediática que reclama y devora la información más diversa de una manera alucinante.
Ese problema de tiempo y espacio no lo tiene el autor que cruza de manera temeraria desde su ribera hasta la otra orilla del río. El periodista que da el paso hacia la literatura, de pronto se encuentra, insólitamente, con que tiene un margen de maniobra muy grande. Y también un compromiso consigo mismo que amenaza superarlo. Encuentra, lo primero, que nada lo obliga al rigor de informar a tiempo y con veracidad incuestionable. Luego llega a entender el cambio de su rol y redescubre que al placer de escribir, y de vivir de lo que más le gusta, puede agregar el desafío de escribir para que les guste a otros. Sin la presión de tiempo y espacio encuentra que puede experimentar libremente con el lenguaje, en otras palabras, puede privilegiar la forma sobre la función.
Algo habrá de culpa y de sentencia en el viaje sin riesgos hacia el resbaloso territorio de la inventiva.
Los argumentos para establecer distancias y proximidades entre periodismo y literatura son muchos. Es un alegato que se sostiene por su propia esencia, pero que llega a ser innecesario a partir del momento en que la función propiamente dicha se impone. Los periodistas son escritores potenciados para el periodismo, pero que pueden dar el grito de libertad creativa a partir del momento en que le den vuelo a su imaginación.
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