Política. Sociedad. Crítica.
Por Roberto Alvarez Quiñones…
Cuando el presidente Donald Trump dijo que en el caso de Venezuela estaba manejando todas las opciones, incluida la fuerza militar, saltaron al unísono todos los gobiernos de América Latina, siempre temerosos de contrariar a la poderosa izquierda antiestadounidense y sus votos, a declarar que una intervención militar sería inaceptable.
Fue lo “políticamente correcto”, menos por un detalle: esos mismos gobernantes callan, no ya ante una amenaza, sino ante la abrumadora intervención militar de Cuba en Venezuela. Y con otro factor agravante, son incapaces de proponer una solución pacífica concertada entre todos. Si se oponen a la violencia deben proponer una salida no violenta. No hacen nada.
En la OEA ni si quiera se puede sancionar a Caracas porque los gobiernos comprados con petróleo barato y los populistas neocomunistas lo impiden. Menos podrían enviarse Cascos Azules de la ONU, pues Moscú y, seguramente, también Pekín, lo vetarían en el Consejo de Seguridad.
El 19 de agosto, un día después de la dictadura anular oficialmente la Asamblea Nacional, de mayoría opositora, acudieron a la Asamblea 12 embajadores acreditados en Caracas y solo fueron 6 de América Latina: México, Argentina, Brasil, Perú Chile y Guatemala. La OEA tiene en total 35 países miembros, de los cuales 33 se ubican en Latinoamérica y el Caribe. De estos últimos 27 no asistieron a dar el necesario apoyo al pueblo venezolano. Eso es una vergüenza.
Si ya en la centuria XVIII los pensadores de la Ilustración en Europa, como Jean Jaques Rousseau y otros, se percataron de que la soberanía de una nación es el pueblo, con más razón en el siglo XXI el mundo debiera contar con leyes supranacionales para proteger los derechos del pueblo soberano e impedir la violación flagrante de los derechos humanos, mundialmente.
El ser humano debe ser la prioridad número uno, por encima de la geopolítica, la diplomacia y todo lo demás. La comunidad internacional debe disponer de fuerzas militares internacionales para intervenir en países cuyos gobiernos, como los de Caracas y La Habana, atropellan los derechos humanos y asfixian las libertades básicas. Es absurdo que el atropello de los derechos humanos siga siendo hoy “asunto interno” de una dictadura militar cualquiera. Basta ya.
No es justo que los gobernantes latinoamericanos, incluso de derecha, callen ante la intervención militar y política de Cuba en Venezuela, por cumplir con lo “políticamente correcto” que imponen el temor al poder movilizador y electoral de los partidos de la izquierda radical, nacionalista y anticapitalista que aúpa el Foro de Sao Paulo creado en 1990 por Fidel Castro y Lula da Silva.
Cuba tiene en Venezuela entre 4,500 y 20,000 soldados. La cifra varía según las fuentes, que son investigadores venezolanos, el secretario general de la OEA, Luis Almagro, y el general venezolano Antonio Rivero. A eso súmense los generales, coroneles y cientos de oficiales cubanos empotrados en los mandos venezolanos y de la inteligencia y la contrainteligencia.
Miles de cubanos controlan la entrega de cédulas de identidad, de pasaportes, y de toda información privada sobre las propiedades que poseen los venezolanos, cuánto ganan, dónde viven y si son chavistas o no. Y hay 34,000 médicos y profesionales cubanos de la salud, todos entrenados militarmente. El castrismo, sin disparar un tiro, logró ahora en Venezuela lo que no pudo en 1963, ni en 1967, con guerrilleros cubanos, que fueron diezmados en la playa de Machurucuto.
Los venezolanos solos no pueden
Ciertamente una intervención militar es el último recurso a emplear. Antes deben agotarse las vías diplomáticas y políticas para la solución de cualquier conflicto. Pero ¿dialogaron y negociaron los sandinistas con Anastasio Somoza, Fidel Castro con Fulgencio Batista, los opositores dominicanos con Leónidas Trujillo, o los venezolanos con Marcos Pérez Jiménez? Esos dictadores fueron derrocados por sus pueblos, o asesinados, no invitados a dialogar o a abandonar democráticamente el poder.
El caso de Maduro es peor, pues el control castrista dificulta en extremo una conspiración militar. Y hay más, la de Venezuela no es una dictadura tradicional latinoamericana. En esos casos, cuando el pueblo se rebela y se lanza a las calles el resultado final es una fractura en las Fuerzas Armadas y una parte de ellas se une al pueblo para acabar con la tiranía.
La dictadura chavista no es autóctona. Es dirigida por una “potencia” extranjera. Cada dos o tres semanas Maduro va secretamente a Cuba a recibir instrucciones de Raúl Castro. En Venezuela es más difícil una rebelión militar porque el castrismo tiene minadas a las Fuerzas Armadas con agentes de contrainteligencia y subordinados venezolanos que vigilan los movimientos de los oficiales.
Fidel y Raúl Castro alentaron a los líderes chavistas a que traficaran drogas, robaran al Estado y masacraran a los manifestantes. Cercenaron así las posibilidades de una entrega voluntaria del poder, pues ya hoy van todos a la cárcel.
Además, con la Asamblea Constituyente, Maduro se cerró toda posible salida democrática vía electoral. Los venezolanos hicieron todo lo que podían, con manifestaciones impresionantes por la valentía de los participantes. Hubo un dramático saldo de más de 120 muertos, miles de heridos y encarcelados. Ahora la solución no está sólo en manos venezolanas. Las democracias occidentales, en particular las de América Latina y EEUU, deben involucrarse para acabar con ese gobierno del crimen organizado instalado en Caracas.
Cubazuela, una amenaza continental
Washington debiera suspender la importación de petróleo venezolano, y sancionar al régimen de Raúl Castro, como le ha pedido el diario “The Wall Street Journal”. El engendro Cubazuela, que así puede llamarse, no sólo es una tragedia para los venezolanos, sino una amenaza para toda Latinoamérica y EE.UU.
Cubazuela es el primer paso para sembrar en Sudamérica un polo totalitario antioccidental e ir extendiéndolo por la región. Como dijo recientemente el director de la CIA, Mike Pompeo, “Cuba, Rusia, Irán y Hezbollah están en Venezuela”. Y China los apoya a todos. Hay también miles de guerrilleros rebeldes de las FARC.
Lo peor de todo, empero, es que con la nefasta decisión de la alianza opositora MUD de participar en las elecciones regionales de octubre la calle se ha enfriado. Los venezolanos se sienten traicionados por segunda vez —la primera vez fue en octubre de 2016 al aceptar el “diálogo” con Maduro— por ese liderazgo político, en el que ya no puede creer más. Ello es una ofensa a la memoria de los heroicos jóvenes que murieron en las calles cuando acudían al llamado patriótico de esa misma dirigencia política.
La MUD enfrió la calle
Resulta difícil metabolizar cómo esos opositores creen que con algunos cargos de gobernadores y alcaldes van a poder hacer cambios democráticos en Venezuela. De entrada a muchos los van a invalidar antes de las elecciones, otros van a ser derrotados mediante fraudes, y los que sean aceptados por “buena conducta” no tendrán poder alguno. La mayoría terminará en la cárcel o el exilio.
En cuanto a una posible intervención militar de EE.UU., francamente es poco probable. Washington enfrenta hoy muy graves problemas a nivel mundial (Corea del Norte, Irán, el Estado Islámico, Siria, Iraq, Rusia, China, Afganistán, y otros), como para enfrascarse en una guerra en el continente americano.
Por otra parte, Venezuela es un país mucho más grande que Granada (1983) y Panamá (1989), y no podría ser una operación militar rápida. Aunque ese factor no sería un impedimento práctico, pues con toda probabilidad las tropas regulares venezolanas se negarían a defender a quienes los matan de hambre, y las cubanas tampoco se enfrentarían a los marines por el mismo motivo de cómo ocurrió en Granada. Que le pregunten a Pedro Tortoló.
Por cierto, sería la primera intervención de EE.UU. en Sudamérica desde 1891 (en Chile). Cuba, en cambio, en los siglos XX y XXI ha intervenido en 8 naciones sudamericanas y 7 de Centroamérica. Y nadie habla de eso.
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Roberto Álvarez Quiñones (Cuba). Periodista, economista, profesor e historiador. Escribe para medios hispanos de Estados Unidos, España y Latinoamérica. Autor de siete libros de temas económicos, históricos y sociales, editados en Cuba, México, Venezuela y EE.UU (“Estampas Medievales Cubanas”, 2010). Fue durante 12 años editor y columnista del diario “La Opinión” de Los Angeles. Analista económico de Telemundo (TV) de 2002 a 2009. Fue profesor de Periodismo en la Universidad de La Habana, y de Historia de las Doctrinas Económicas en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales (ISRI). Ha impartido cursos y conferencias en países de Europa y de Latinoamérica. Trabajó en el diario “Granma” como columnista económico y cronista histórico. Fue comentarista económico en la TV Cubana. En los años 60 trabajó en el Banco Central de Cuba y el Ministerio del Comercio Exterior. Ha obtenido 11 premios de Periodismo. Reside en Los Angeles, California.