Política. Sociedad. Religión. Sincretismo. Crítica.
Por José Hugo Fernández…
Una cosa se sabe en este mundo sobre el que cada vez sabemos menos, y es que la historia es una locomotora con demasiado hierro en sus ruedas: puedes oponértele, pero no podrás avanzar contra ella. Esto último es lo que han pretendido hacer algunos de los más altos rangos de la Iglesia Católica Cubana, mediante una proyección pública que contradice la muy larga historia de esa institución como eficaz conquistadora de espíritus y también de poder terrenal.
Una muestra de ese enfoque erróneo bien puede ser apreciada en la declaración que hizo pública recientemente el cardenal Jaime Ortega, justo quien ha estado liderando la contramarcha en cuestión, la cual, dicho sea de paso, no solo va contra la historia. Igual va contra los mandamientos de su Dios.
Ortega calificó como un “absurdo histórico”(*) y “un pecado patriótico” que en Cuba se identifique a Ochún con la Virgen de la Caridad del Cobre. Dijo otras memeces por el estilo, pero quizá sea suficiente. No me queda muy claro lo que debiera entenderse por “pecado patriótico”. Así que también podríamos prescindir del término y quedarnos sólo con su absurda calificación de “absurdo histórico”.
Según diversas citas textuales de Fernando Ortiz, cuyo crédito como sabio estudioso de estos temas nadie se atrevería a poner en duda, Ochún se catoliza en Cuba “con la advocación más popular de la gran entidad femenina del santoral eclesiástico, la Virgen de la Caridad del Cobre”. Desde luego que las afirmaciones de don Fernando resultan definitorias para el caso. Pero es que ni siquiera hay que apelar a ellas. Basta con haber estudiado medianamente la historia del país, como se supone que lo haya hecho el cardenal.
Y aun menos. Basta con tener ojos y una mínima capacidad de entendimiento para colegir que cuando la gente de a pie en la Isla manifiesta hoy su fe ante la llamada Patrona de Cuba, no lo hace por apego a la Iglesia Católica Apostólica y Romana, la que ha experimentado en el último medio siglo un desbarranque sin precedentes en el favor del público cubano. La beneficiaria de esa devoción popular ahora mismo es Ochún, la Caridad del Cobre, mestiza y sincrética a pesar de los pesares, tal y como fue llevada hasta los mismísimos Jardines del Vaticano.
No habría que repetir la consabida historia sobre el modo en que los esclavos africanos se vieron obligados a ocultar sus dioses bajo disfraces católicos, víctimas de una opresión del espíritu no menos cruel que la del cuerpo, y mancornados a un sometimiento cultural que todavía hoy, con todo y el curso de los siglos, lleva a muchos a mirar por encima del hombro hacia las religiones cubanas de origen afro, considerándolas pintoresco folklore o invento bruto, surtidor de fanatismos, como si al final todas las religiones no lo fueran igualmente.
Ochún debió resistirse, primero, al modelo impuesto a fuego y látigo por los conquistadores españoles, con la pala de la Iglesia católica. Después, tuvo que enfrentar el ninguneo racista y los prejuicios de clase que impusieron su fécula nociva durante la época republicana. Al punto que aunque su imagen, en forma sincrética, era adorada desde hacía más de trescientos años, la primera fiesta pública de celebración en su honor tuvo lugar en Cuba en el año 1936, según Fernando Ortiz. Luego, para colmo, los revolucionarios de Fidel Castro, una vez que se habían valido de su halo para conquistar las simpatías populares, quisieron hacerla desaparecer, olvidando que el signo de su trascendencia no radicaba en las estampitas, ni en los altares, sino en el alma de millones de creyentes.
La verdad es que no fue poco lo que consiguió el fidelismo al desconocerla durante decenios como Patrona de Cuba y al proscribir en la práctica su adoración. Pero también es cierto que cincuenta años de ateísmo impuesto por el poder político, si bien han dejado sus secuelas, como todo atropello a los más elementales derechos de las personas, no consiguieron erradicar a los devotos de Ochún, para quienes no parece haber sido determinante que los templos católicos se mantuviesen inactivos, en mayoría, debido al abandono o al arrinconamiento de sus sacerdotes, acosados y atemorizados por el régimen.
Y fue así como se produjo un fenómeno que los arrasadores no previeron y que, por supuesto, no estaba en sus planes: Lejos de disolverse, la fe, junto a la innata proclividad de adoración hacia los poderes divinos, pasó (para decirlo con palabras de don Fernando Ortiz) “de los altares de los dominadores al corazón de los humildes dominados”. Ironías de la historia. La Iglesia Católica, dómine del alma nacional durante siglos, cayó hecha añicos, víctima de la misma dictadura de la que, andando el tiempo, sería cómplice ante Dios y ante el pueblo.
Tal complicidad iba a constituir otro error de cálculo de sus jerarcas, el cardenal Ortega a la cabeza. Pues la fe y la confianza, menos aún después de tanto tiempo, son atributos que no se compran en la farmacia. Hay que ganárselos. Y en esa dirección no le serviría de mucho la complicidad con el régimen. Todo lo contrario.
Por otro lado, quedaban lejos los tiempos en que para engrosar las filas de sus prosélitos, a los ilustres obispos les bastaba con bendecir las matanzas de indios y la esclavitud de los negros. Como hoy no los matan, salvo excepciones, sino que sólo los arrastran y les dan patadas, y ya que el esclavismo se ha suavizado al incorporar el prefijo seudo, no les quedó otro remedio que valerse de sus deidades disfrazadas por la santería cubana a la hora de intentar un rescate de la inmensa parcela de poder que les expropiaron.
Y es así como llegamos a los días actuales, cuando, al sentirse optimistas ante el beneficio que quizás (o no) podrían haberle reportado ya las enormes masas de adoradores de la Caridad del Cobre, lo que es decir de Ochún, de pronto se asustan por el giro vulgar con que está “contaminando” su sacrosanta iglesia el acercamiento excesivo con el populacho embrutecido y fanatizado por la tiranía castrista.
Repugnancia con el coco. Es una simpática expresión de los viejos cubanos que describe lo que suele ocurrir cuando algo nos ha gustado mucho y de cuyo consumo hemos abusado, hasta el punto en que llega a repugnarnos. Pues, eso es, ni más ni menos, lo que parece ocurrirle ahora al cardenal Jaime Ortega.
Que Dios le perdone, aunque no lo merezca. Y que alumbre a los buenos católicos.
[*http://palabranueva.org/pages/articles/659]
[Miami, 13 de octubre de 2017]
[Este artículo crítico fue enviado por su autor especialmente para Palabra Abierta]
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