Literatura. Poesía. Crítica.
Por Carlos Penelas.
Foto: Annemarie Heinrich. Cortesía del autor.
En su ensayo Misticismo épico, Vicente Fatone escribe: “El lenguaje es divino. Nosotros hemos desvirtuado su naturaleza, tornándolo pragmático y empobreciéndolo hasta convertirlo en un simple vehículo de las comunicaciones conceptuales. Hemos despojado a la palabra de su potencia mágica, restringiendo sus posibilidades en la adjetivación discursiva y renegando del verbo creador”.
A partir de las palabras de este hombre superior intentaremos dar una visión de lo poético. Lo hemos sugerido en varios artículos y en conferencias en torno a la creación. Por cierto, otros lo manifestaron con mayor belleza y claridad: el poema debe conmovernos, suscitar una lectura demorada e inteligente sobre los temas trascendentes: el amor, la muerte, la belleza, el destino. Es entonces cuando comenzamos a comprender, a percibir el lenguaje, la probidad, lo melancólico o lo sincero, la soledad. Descubrimos la eufonía de la creación, vale decir, lo agradable de la creación, la esencialidad de la palabra poética, su valor simbólico, su capacidad connotativa, que remiten a una consideración artística del hombre, del mundo, de las cosas. Hablamos de una particular visión del mundo que nos ofrece el poeta en su experiencia, en sus vivencias, en su creación; son los temas de una teoría del lenguaje poético, de lo lírico en particular. Hablamos siempre del lector digno, del poeta digno. Creo en la dignidad de la literatura, de la obra de arte. Algo que en nuestros días parece una insensatez.
Una anécdota que escribe George Steiner sobre Robert Schumann. Todos conocemos que en la historia de la música occidental es reconocido por su trayectoria, su genio. Se le preguntó al célebre compositor, pianista y crítico musical alemán —considerado uno de los importantes y representativos del Romanticismo musical— acerca del significado de una de sus composiciones después de haberla interpretado. En lugar de responder, el maestro se sentó de nuevo al piano y la interpretó por segunda vez. Las palabras no traducen lo semántico de una obra musical. El sonido es su respuesta. De igual forma sucede con la obra poética. La palabra poética reúne un amplio y heterogéneo campo simbólico, muchas son variadas imágenes que los seres humanos han construido de sí mismos.
Desde hace tiempo se especula con poses absurdas, con cierta petulancia, postulando un arte carente de valores, justificando lo injustificable. Se intenta definir o se intenta comprender el hecho poético desde la impostura. Seguimos escuchando a Pío Baroja: “La gente goza de tan poca fantasía que tiene que recoger con ansia unos de otros esos pequeños adornos de la conversación. Son como traperos o colilleros de frases hechas”. El arte contemporáneo, es como es, en parte por la industria cultural, en parte por el populismo, en parte por una ignorancia patológica. Por todo esto coincido con lo denunciado por Avelina Lésper cuando explica el “dogma de la transubstanciación”.
Uno de los mayores líricos románticos, Percy Shelley, escribió que la poesía es una profecía e intuición de la realidad última. Para Hölderlin —precursor del Romanticismo alemán— la poesía fue el único designio de su vida. En él una alucinada búsqueda de lo divino y de la pureza en lo humano; el poema es una revelación, una propedéutica. En estos poetas, como en los grandes creadores, encontraremos los silencios rítmicos, la interioridad del tono, la calidad del sentido, la conciencia profunda de una poética.
Una vez más recurriremos a Johannes Pfeiffer: “Es verdad que tanto la poesía como la filosofía se contraponen a la conciencia idiomática de lo común y cotidiano, al no desentenderse como lo hace éste, de la oculta profundidad de la palabra”. Más adelante: “En la poesía, por el contrario, lo esencial es vivir la palabra en toda su virginal plenitud de sentido y plasticidad: la intuición se eleva sobre la comprensión, la imagen sobre el concepto”.
El poema no argumenta, es la esencia de lo simbólico. Hay un tiempo interior y no todo lector está capacitado para vibrar en él. La experiencia poética es inefable. Heidegger nos aclaró hace tiempo: “El poeta, si es poeta, no describe el mero aparecer del cielo y de la tierra”. Y luego “…llama lo extraño como aquello a lo que se destina lo invisible para seguir siendo aquello que es: desconocido”. Y la voz de María Zambrano: “La poesía es la verdadera historia”.
Hay una artesanía de la palabra. En Introducción a la poética (Edición Domingo Tavarone, 2013) el profesor Julio Balderrama nos guía en un universo brindándonos ejemplos del misterio, del enigma, de lo inaccesible y lo simbólico. Ejemplifica su tesis a partir de Rainer María Rilke, Fray Luis de León, Giacomo Leopardi y Salvatore Quasimodo. También habla de lo poético como sentido filosófico, la poesía como una forma del conocimiento. La emoción recordada en el poema.
Al sentarnos en el sillón bajo la lámpara el poema nos dice que estamos una vez más ante el instante, ante lo fugitivo, aquello que es inaccesible. Perdura en una suerte de oquedad, de misterio, de inanidad: nacer y verlo todo. Plenitud. Recordemos —imprescindible— a Gastón Bachelard : “La primera tarea del poeta es desanclar en nosotros una materia que quiere soñar”. “… se diría que la imagen poética, en su novedad, abre un futuro del lenguaje…”. Y una más: “La imagen, en su simplicidad, no necesita un saber”.
El poema aspira a la condición de la música, forma y contenido son inseparables. La melodía es la estructura, allí la emoción. Hay un carácter mimético en el lenguaje, una experiencia estética. En el poema el lector siente una visión del mundo pero al mismo tiempo una visión de sí mismo, una suerte de amor que inspira y envuelve. El poema es entonces un itinerario; conciencia e imagen. Asedia la trascendencia, la revelación, lo hondamente personal. Otra vez: plenitud.
Oh voz, única voz: todo el hueco del mar
Gonzalo Rojas
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