Literaruta. Crítica. Poesía.
Por Manuel Gayol Mecías…
La revelación de una mujer ante el mundo; ser que se revela y rebela, cuando Edith Lomovasky deja salir su cascada de palabras. Hay nitidez de sentimientos, aun cuando de imágenes abigarradas expresan sus ojos el inconsciente. Es como si Edith lanzara al ruedo de una mesa todas sus emociones. Los hermosos códigos de sus secretos, expuestos a la ansiedad de Tel Aviv, a la ansiedad del otro extremo. Es como si su mundo íntimo, profundamente interno, perteneciera al mismísimo centro de Judea, antiguo reino, humedecido por el Mediterráneo y el Jordán. Esta mujer busca el centro de las cosas y lo que le sale es un torrente de imágenes, metáforas como peldaños hacia el lugar más invisible de su ciudad.
Su ser de alas nuevas se proyecta sobre el incómodo, terrífico o maravilloso, fondo del infinito. Es un ser que se re-crea a sí mismo, en la grandiosa pequeñez de su universo. Mujer con hijos que lucha por mantener una mirada dulce hacia el horizonte; pero lucha por su propia ensoñación que habita la ciudad más invisible. Ella misma se busca en su ser imaginario, y se espanta, se endurece y ruega por la salvación de Jerusalén. Hay trizas de deseos, como canción de cuello, dedos y mensajes. Su límite (el de ella) va más allá del mundo.
Quiero sentir este cuaderno de Edith Lomovasky como la miel de mis días más ocultos; como el año en que sueñe todos mis sueños. Donde habrá agua para todos, como el espeso y soberano canto de mi propia sangre. La poesía de Edith no renuncia a la vida, sino que crea la vida, amplía la cosecha de las mejores metáforas del mundo, y nos permite saber que estamos en el planeta para quedarnos como todos.
Cómo salirnos entonces del éxtasis de una nueva mirada, cuando dice: “Antes de que se derrame la noche sobre el mármol negro de la cocina y el árbol talado resucite o lo imaginemos en las ranuras del cielo devoramos mi hijo y yo un manjar de frutos del bosque congelado en el fondo de los víveres”.
Como no cantar ante esa sonrisa triste de Edith que es tragada por la propia sombra de su destino. Cuando la noche cae sobre “el mármol negro”, el alma podría desesperar por los hijos perdidos, y es la lluvia de los ojos la que traspasa “las ranuras del cielo”.
Son como metáforas a saltos, metáforas indetenibles que se ligan unas a otras y van trazando la madeja de todo un corpus de amor y resabio imaginarios, pero muy reales porque salen de la voz de una mujer abierta a su propia condición de ser ella y el mundo, de ser el sensible centro de un acorde; el hombre que falta y el hombre que abarca es el componente de fuerza que se transforma en poesía, en luz de cosmovisión imperecedera; sortilegio, magia, tenacidad sobre las inmundicias que bailan en lo cotidiano. Mujer que se encuentra a sí misma en sus palabras y en las posibilidades de la pintura.
Oh, Paradero 2012, libro virtual que se adentra en los misterios salomónicos, las sabias verdades de su antigua historia y nos destapa la cascada de los amores ocultos. El sonido del amor es como el tintinear de los cencerros que vienen en:
el vaso circular/ de la nueva víspera/ El roce de las horas frías en el borde del piyama es/ demasiado sereno./ Las fronteras de la mesa reclaman su porción/sus migajas./ El manjar de dos amantes sembrándose los ojos de polen/ abejas reinas y príncipes de melodioso reloj.
Y los príncipes renacen, cierto. “El roce de las horas” encarna la fricción y la ficción de no estar si no en el mismo lugar del universo, donde todos queremos la paz, donde queremos la reconciliación de los extremos como una misma noche, ancha, inmensa alumbrada por las luces de iguales estrellas.
Este poemario de Edith Lomowasky
es un grito de deseo que sale de su profunda iluminación interior hacia las raíces humanas que no acaban de entenderse, que más bien no acaban de sentirse ni de cobijarse mutuamente en un cielo unísono, donde Dios vuelva de derramar el agua y el vino.
Este libro, Paradero del presente, de hoy y de siempre; este libro no muestra piedad con lo mediocre. Es pura salutación cósmica a la Creación. Resuelve, quizás, los intríngulis de la pasión doméstica con el desbordamiento de la palabra, como en un recodo del corazón, pero también en el centro exacto de todas las redenciones posibles, de todas las celebraciones humanas. Es el cántico de la no-guerra, de la no-miseria, de los no-ataques; y aun así apuesta a todos los caballos del porvenir.
Son los arpegios del “arpa sin dedo”, de la canción derramada en los oídos cansados, prudentes y cansados, sentidos del niño con sus ojos humanos, profundamente humanos, tanto que son divinos sermones de un incomprendido e inmerecido apocalipsis. Israel y el tiempo. Palestinos y el tiempo. Y ambos siempre en el horizonte más preciado. Atractivo mar de Dios en cada mano:
Quién le roba a quién./ Quién se merece el botín/ en ese circuito desolado de turistas.// Nadie se detiene/ lo detiene.// Esa nota estridente pasa a formar parte del inmenso gris/ se desintegra pierde voz./ Huele a frío y orina/ en los rincones de la catedral/ donde descansan los restos venerados
Y es cuando la palabra se ensancha para abarcarlo todo, fundirlo todo en un solo deseo de paz, de alzar el rostro y que los ojos busquen el crepúsculo del cosmos; el sueño de Borges con su duda humana, su escepticismo de no creer para creer. Han sido tantos los poemas que se han conjurado durante dos mil años, que la imagen del ciego luminoso anima los “restos venerados”, lo anidan en la historia antigua de una pasión que resuena en los goznes de las prisiones, donde el castillo en la colina se hace inalcanzable.
Se hace irremediable el sacrificio, como culturas chocantes que sucumben una con otra; mentes amuralladas, mentes desnaturalizadas acumulando cadáveres; injertos de ideas que no fraguan. Gritos en la noche. Gritos a deshora. Gritos en los confines mismos del reino de Dios.
Y Dios dormido; libre arbitrio que no cesa en su libertinaje, mientras Edith busca la fuerza en sus metáforas; en su prosa poética que ronda por la historia y la filosofía. Manos de mujer descollante, sencilla y grande en su manera de decir; es la palabra propia de aquella que se defiende y baña su regazo con la queja constante de los hijos, que señalan a un horizonte de fuego, un horizonte de mar dividido, tenazmente separado por la propia divinidad. Y la palabra sumergida sale a la superficie nuevamente:
que en los trayectos todo pasa:/ los camellos son un hecho/ casi un metal/ las carpas derruidas existen/ las arenas del sur también existen.// A pesar del esfuerzo/ sobrehumano/ por inventarnos un vergel/ el desierto/ trasciende/ y es nuestra íntima escultura.
Polvo del mar que es el desierto, como si raspara la mente todos los días en que gira la Tierra; los meses, los años y los siglos. Naturaleza de desierto que enrolla la arena como un fundamento de la eternidad. Este poemario sabe a sol, arena, desierto y mar, enfría el suelo y tibia las aguas del Jordán. Y se muestra en los vendavales del tiempo y en las torvas miradas de las esfinges:
El pueblo entra a otra tierra/ a otra arena dislocada./ Y si desviamos la vista/ hacia la piedra angular/ habrá un jardín/ que se limita a ofrecer la sombra/ de lo que fue un día.
Galilea brilla y se ilumina en las noches de las sirenas, así marcaría este libro una danza para la esperanza, y vuelve a derramarse, incesante, el aliento de lo poético. Hay tantos deseos de vivir en estas palabras, tanta tristeza que a veces se me vislumbra como el ocaso lento de un viejo sol, aún indetenible. Cuesta desprenderse de la realidad terrible de la batalla. La hazaña de Edith es convertir así el horror de la guerra en la luz de una esperanza.
©Manuel Gayol Mecías. All Rights Reseerved
2 Comments on "Edith Lomovasky Goel y el “Paradero” de las revelaciones invisibles"
Gracias a HispanicLA por reproducir la critica al poema de Edith Lomowasky que habia salido en Palabra Abierta.
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