¡Vamos de salida, Carlos!

Written by on 25/07/2016 in Critica, Literatura - No comments
Literatura. Crítica.
Por Félix J. Fojo…

MANUEL_GUTIÉRREZ_NAJERA

El 2 de febrero de 1895, un día cualquiera para él, Carlos Díaz Dufóo, joven poeta y escritor mexicano, sube ágilmente las escaleras que le llevan a la casa del también joven, pero mucho más avezado poeta, cronista, cuentista, novelista, escritor de libros infantiles, crítico de teatro y periodista Manuel Gutiérrez Nájera (1859-1895), su amigo y compañero en la ardua tarea de llevar adelante la revista literaria que ambos han fundado un año antes, Azul, considerada por todos los entendidos en asuntos de letras y escuelas literarias el órgano del Modernismo en México.

−¿Cómo va esa salud, Manolo?−, le dice Carlos Díaz a Gutierrez Nájera.

−Ya puedes verme, nada bien−, le contesta este. Pero Carlos sabe, o cree saber, que su compañero, más bien su guía y profesor, se acobarda fácilmente ante sus perennes y cambiantes achaques de salud. Lo admira profunda y sinceramente por su cultura y buen gusto, por la calidad de su ya enorme obra escrita, pero le hace gracia la hipocondría exagerada que lo obliga a permanecer casi todo el tiempo encerrado entre las cuatro paredes de su un poco vetusto piso capitalino.

—Vamos, hombre, levanta ese ánimo y pongámonos al trabajo, que todo el mundo espera con ansias tus crónicas y poemas—. Carlos lo anima como siempre pero esta vez algo le dice que las cosas se han torcido más de lo habitual.

Gutierrez Nájera, pálido y con un aspecto de postración que Carlos no había visto nunca antes en su socio de aventuras literarias, sonríe con tristeza. —Esta vez no te acompaño en el próximo número de Azul, no puedo, y créeme que lo siento en el alma, pero no me alcanzan las fuerzas para hacerlo—. La melancólica resignación del hombre encamado asusta un poco a Carlos, pero se aferra a la idea de que son visiones suyas, que no en balde no hay peor ciego que el que no quiere ver.

—Descansa, descansa tranquilo hoy y mañana al desayuno estarás como nuevo, Manolo, ya verás. Carlos le da la mano (nota enseguida que la mano del enfermo está más fría que de costumbre) a su amigo y se encamina hacia la puerta pensando ya en el trabajo acumulado que le espera en la redacción de su amada revista, siempre falta de recursos y escasa a veces del excelente material al que ellos aspiran y que suele producir torrencialmente Gutierrez Nájera cuando hace falta.

Gutierrez Nájera lo ve alejarse con su paso elástico y, antes de que alcance el dintel de la puerta, le dice con un aire nostálgico que no oculta cierta envidia ante la salud del otro: —No creo, esta vez…—, suspira y hace el esfuerzo por incorporarse sin lograrlo del todo. —¡Esta vez, vamos de salida, Carlos!

Al día siguiente por la tarde, 3 de febrero de 1895, el denominado padre del modernismo mexicano ha muerto, y su anhelo, o quizás su resignación ante lo inevitable, expresado en el conocidísimo poema “Para entonces”, se ha cumplido:

“Morir cuando la luz, triste retira / sus áureas redes de la onda verde, / y ser como ese sol que lento expira: / algo muy luminoso que se pierde… / Morir, y joven: antes que destruya / el tiempo aleve la gentil corona; / cuando la vida dice aún: soy tuya / aunque sepamos bien que nos traiciona.

¿Qué mató tan precozmente a aquel trabajador incansable de las letras?

A aquel hombre que no se contentaba con escribir como el señor Manuel Gutierrez Nájera, él mismo, sino que escribía para 30 y tantos periódicos y revistas bajo diferentes pseudónimos: El Duque Job, Omega, Nemo, Recamier, Junius, Puck, Mr. Can-Can y vaya usted a saber cuántos más (se ha asegurado que hasta 30 pero investigaciones recientes apuntan a más). Pero que también tenía la habilidad de adaptar su estilo a esos pseudónimos, sin por eso dejar de lado la calidad literaria, costumbre (mala costumbre en verdad justificada por la necesidad económica, ya que sus escritos eran la única fuente nutricia con que contaba) que ha dificultado a los especialistas de entonces y de hoy en día la búsqueda y catalogación de su obra, sepultada una buena parte de ella en periódicos, periodiquitos, tabloides, almanaques, hojas sueltas y revistas provincianas o de vida efímera.

Pues lo mató la hemofilia.

Si señor, la llamada enfermedad de reyes y zares. Una enfermedad aristocrática mató a Nájera, un “aristócrata en harapos”, casi un catrín (un pobretón con ínfulas de dandy como decían por entonces), según la cruda y un poco cruel (aunque muy real) descripción de José Emilio Pacheco. Una enfermedad que no tenía tratamiento alguno en aquella época salvo intentar taponar con compresas tibias, o frías, o alternadas y con mucha paciencia y fe los sangramientos que se producían al exterior —con los internos no había nada que hacer, salvo rogar que se detuvieran y, de ser así, lidiar luego con las secuelas, sobre todo las articulares, que explicarían las deformaciones físicas que parece ser tenía Nájera— sabiendo que algún día no lejano habría de ocurrir el último, el definitivo, el que sería imposible superar y acabaría con todo salvo lo producido febrilmente con la pluma.

Eso nos explica, en buena medida, la supuesta hipocondría de Gutiérrez Nájera, su casi monacal enclaustramiento y su enorme cautela al enfrentar la vida diaria, cautela que lo llevó a evitar los viajes —peligrosos de por sí en el siglo XIX, un siglo rudo de caballos y calesas— fuera de la capital mexicana, al extremo de que solo salió de ella tres o cuatro veces y nunca a lugares lejanos. Puebla, Toluca, Guanajuato, Cuernavaca y Jalapa fueron sus fronteras y aventuras más distantes y exóticas.

¡Ni soñar con el extranjero, con Europa, que eso quedaba para los sanos, los pudientes y para la hipertrofiada y vivísima imaginación del poeta! Una imaginación tan arriesgada y viva que la única novela conocida del autor Por donde se sube al cielo (1882) se ambienta y desarrolla totalmente en París, una ciudad que Gutiérrez Nájera amaba sin fisuras, pero que no conoció personalmente. Se le acusó en su momento —enemigos tenía, claro que sí— de afrancesado y europeizante, pero no olvidemos que estamos hablando de la época de Porfirio Díaz y sus “científicos”, todos contemporáneos de Nájera pero admiradores del desarrollo industrial y económico del vecino del Norte. No obstante, ni tan afrancesado ni tan europeizante como para no haber sido el cronista por excelencia de la Ciudad de México, de la era del porfiriato. Prueba al canto; disfrute este breve pasaje de su largo poema “La Duquesa del Duque Job” que anda paso a paso el recorrido por las calles más trendy de la capital:

“Desde las puertas de La Sorpresa / hasta la esquina del Jockey Club / no hay española, yanqui o francesa. / Ni más bonita ni más traviesa / que la duquesa del Duque Job”.

Como puede que no haya conocido tampoco personalmente (aunque se casó en la adolescencia y tuvo dos hijas) las bellas fantasías eróticas que describía a menudo con audacia y humor, pero eso sí, sin perder los estribos ni la compostura jamás: “Después, ligera, del lecho brinca. / Oh quien la viera cuando se hinca / blanca y esbelta sobre el colchón”.

Gutiérrez Nájera, junto a los cubanos José Martí y Julián del Casal, y el colombiano José Asunción Silva (todos fallecidos prematuramente) fueron los verdaderos fundadores del modernismo latinoamericano y mundial, pues todos habían ya producidos sus obras y muerto (Silva en mayo de 1986) antes de 1986, el año en que apareció “Prosas profanas”, de Rubén Darío, otro latinoamericano, nicaragüense para ser exactos, que culminaría brillantemente el proceso. Fue precisamente José Martí, que conoció personalmente a Nájera en la Ciudad de México, quien diría de él: “Gutiérrez Nájera es un posromántico, un poeta absolutamente original y único”. Y Martí, quien lo duda, sabía de esas cosas.

Aunque la relación de Gutiérrez Nájera con José Martí fue fugaz en el plano personal, ambos se leyeron, se comprendieron y se alabaron mutuamente más de una vez. De La edad de oro escribió Gutiérrez Nájera en una extensa reseña publicada en el periódico El Partido Liberal: “La edad de oro es muy buena porque enseña fuera de la escuela y lo que no enseñan en la escuela… ¡Todo sano y todo bello y todo claro! ¡Así quisiéramos los hombres que nos enseñaran muchas cosas que no sabemos!”.

Pues sí, todo indica que ese hombre enigmático, retraído —casi no existen fotografías o dibujos que lo retraten— y aparentemente tan alejado del placer de la sociabilidad, vivió en realidad penando y luchando contra una enfermedad que irremisiblemente le ganaría la partida, un regalo envenenado e injusto del destino (de la genética en realidad), sobre todo si tenemos en cuenta que la prevalencia aceptada de la hemofilia actualmente —no existen estadísticas de la época— es de aproximadamente un caso por cada cinco mil varones nacidos vivos. Y esa condición, que él sabía perfectamente que portaba, explica también —es mi opinión— su aceptación resignada de la muerte temprana, destino que aceptó una y otra vez en sus excelentes y bien construidos poemas:

Deja, por fin, la solitaria playa, / y coronado de fragantes flores / descansa en la barquilla de las diosas. / ¿Qué importa lo fugaz de los amores? / ¡También expiran jóvenes las rosas!

[Este artículo del autor nos fue enviado por Armando Nuviola, diseñador gráfico del próximo libro de Félix J. Fojo, El “Corso”, me decían]

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About the Author

Félix J. Fojo. La Habana, Cuba, 1946. Es Médico, divulgador científico y un apasionado de la historia. Exprofesor de la Cátedra de Cirugía de la Universidad de La Habana. Desde hace muchos años reside entre la Florida, EE.UU. y Puerto Rico. Colabora en la Revista Galenus, importante revista para los médicos de Puerto Rico. Ha publicado artículos de opinión y divulgación en diferentes medios periodísticos de EE.UU. y Europa. Entre sus libros publicados por la editorial Palibrio: Caos, leyes raras y otras historias de la Ciencia (2013), Una breve historia de la obesidad (2013), No Preguntes por Ellos (2013), De médicos, poetas, locos... y los otros (2014). Su próxima novela, El Corso me decían (Editorial Unos & Otros) se encuentra en edición.

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