Literatura. Crítica.
Por Carlos Penelas.
Estos últimos días estuve pensando en el fracaso de mi vida. Me equivoqué en todo. Es evidente que las palabras y los consejos de mis padres no fueron escuchados correctamente. O al menos aprendidos. Es evidente que las voces de mis hermanos mayores se perdieron en el averno. Las lecturas de la niñez, el amor por los parques, los juegos infantiles, los mares o las noches estrelladas no sirvieron de nada. Tampoco grandes maestros o profesores pudieron hacerme comprender los secretos de la existencia. Páginas y estudios sobre las literaturas medievales españolas, italianas, alemanas o inglesas fueron en vano. Las palabras de Esquilo, de Virgilio o de Shakespeare hicieron más complejo todo. De igual manera la música de Mahler, Brahms o Beethoven. Los pensamientos del Príncipe Kropotkin o de Proudhon no hicieron mella. De nada sirvió recorrer museos del mundo, ciudades europeas, dictar conferencias. De nada admirar las grandes obras cinematográficas. Ni el neorrealismo italiano pudo con mi inconciencia. El afecto y la amistad de hombres y mujeres pasaron sin pena ni gloria. Una vida al garete.
Esto, y otros devaneos, pensé mientras esperaba en un cajero automático para retirar dinero. Los observé. Minuciosamente, con todo el tiempo del universo. Ancianos, jóvenes y no tan jóvenes parecían estar frente a un confesionario. Eso reflexioné. Deben reconocer sus desgracias o sus pecados. Deben comunicarse con el más allá, de manera virtual, sin sacerdote como intermediario. ¿Un sacramento de la penitencia? Horas frente al cajero, con celulares o sin ellos, con plaquetas y ordenadores, con auriculares inalámbricos, con antejos pegados a las pantallas o retirándose unos metros para analizar, para pulsar el teclado, para buscar papeles, para hacer gestos contrariados, memorizando números crípticos o claves. Hace mucho que vengo estudiando los casos. En todos los cajeros lo mismo. Créame, querido lector, no estoy divagando. ¿Qué hacen, qué buscan, qué trámites ocultos realizan? (Miro: portafolios en el suelo, carteras entre las piernas, zapatos torcidos. Miro: diarios viejos en un rincón, dos latas de cerveza vacías, unos trapos cerca de la puerta. Los visitantes de la noche, los que duermen en las calles y buscan dormitorios pasajeros). En más de una ocasión quise preguntarles, sin ser agresivo, cuál es el motivo, el deseo de la libido, lo incontrolable de sus actos. No me animé. Me sacaban de quicio, pero me fue imposible. Comprendía a la señora mayor en silla de ruedas o al señor con anteojos gruesos. Pero en todos parecía que algo —subrepticio, reservado, profundo— los guiaba. ¿Estaba ante una película de Hitchcock o de Polanski? Luego imaginé sus vidas. Fui cavilando en la niñez de cada uno, en sus pasiones —¿las tenían, las tuvieron? — en estudios, en parejas, en trabajos. Pensé en el origen de sus familias, en sus fantasías sexuales, en el populismo, en la astrología, en ciertos momentos de iluminación. También sospeché de enfermedades, desasosiegos, congojas, pesadillas. Alteraciones sensoriales, elementos semiológicos, éxtasis y revelación. Aversiones, sublimaciones de traumas… No, no era posible interpretarlo desde el mundo real. Como observador nunca logré identificarme con ellos, de sus vivencias. Diferentes en sus clases sociales, unidos en la patología. Concebí, una tarde, que desafían las leyes naturales. Tiempos eternos ante los cajeros: sin sed, sin necesidades fisiológicas, sin respiro. Hasta sospeché de sus clubes de fútbol, de pequeñas manías, de enfermedades neurológicas, de la incapacidad mental para comprender —o al menos intentar— el cosmos. Y otros temas que no me atrevo a confesar.
Perdón: usted, ¿cuánto tarda en el cajero automático?
[Buenos Aires, 8 de agosto de 2022]
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