Presencias virtuales de las que ignoro todo. Incluso dudo si se escribirá así tras enterarme que la palabreja deriva de pocket monsters: monstruos de bolsillo. Y me seguirían importando un rábano de no ser por la escena que tuve ocasión de presenciar la otra tarde. En los jardines situados a la sombra del Palacio Real de La Almudaina, en Palma de Mallorca, centenares de personas -turistas y oriundos, de ambos sexos y abarcando todo el espectro de edad- permanecían ensimismadas frente a sus móviles.
Nada de besos y caricias entre parejas, conversaciones o una simple mirada en derredor para apreciar la belleza del lugar. Me acerqué por detrás a un grupo y, de reojo, pude ver destellos en sus pantallas y escuchar las exclamaciones de alegría o impaciencia. Habría podido sentarme a su lado, codo con codo, sin que se percatasen, ya que permanecían ajenos e indiferentes a lo que no fuese -he debido preguntárselo a mi nieto- acorralar a aquellos muñecos.
A punto de continuar el paseo y dejarlos con su entusiástica ocupación, reparé en un anciano, cerca de ochenta años tendría, que se había despojado de la camisa y la lavaba un poco más allá. Tras tenderla sobre unas matas, orinó sin recato allí mismo y se dio luego a rebuscar en la bolsa.
Fue entonces cuando me acerqué a él. “Va a tardar en secarse” —le dije—. “¿Tiene otra de repuesto?”. “No” —me respondió sin manifestar sorpresa alguna por mi interés—. “Pero ya estoy acostumbrado. Dormiré aquí al lado y mañana estará lista”. Se vino de la península hacía una década, me informó en el curso de nuestra breve charla, tras cerrar una pequeña tienda donde nadie compraba; unos años de camarero hasta el despido y, desde entonces, a salto de mata y durmiendo al raso.Pasado un rato, apoyados en un murete y en silencio, ambos nos dimos a contemplar el escenario de los pokémones. Ninguno, entre sus perseguidores de carne y hueso, reparó en este hombre, un viejo desnudo de cintura para arriba, y es que interesarse por él no produciría una brillante explosión ni sumaría puntos.
La multitud, perezosa de mirada y solo atenta a lo que estaba dispuesta a ver, siguió en su realidad virtual mientras la otra, la del miserable, tenía su triste camino programado en otra dimensión. Eso fue lo que presencié, aunque tal vez Virginia Woolf, la escritora, llevase razón cuando afirmó que no podemos enjuiciar lo que no compartimos y, de ser así, jamás podré opinar al respecto porque, en cuanto a pokémones, y para mí como si no existiesen. Máxime después de lo visto. Vergüenza ajena, me atrevería a decir de no ser por la Woolf.