Lejos de perderse en los habituales laberintos ideológicos y mucho menos en estériles experimentalismos al uso, Carlos Penelas sabe del andar sin extraviarse en el denso bosque poético, al amparo de la memoria y de la palabra de los maestros, cuya lámpara firme guía su pluma, desde los poetas-filósofos de la Hélade hasta Catulo y los poetas latinos; desde los poetas del Siglo de Oro español hasta sus maestros como Luis Franco o Ricardo Molinari. En estos Siete poemas, el lector se enfrenta a un gran vate en su plena madurez, con la serena conciencia del arduo camino recorrido, de los amigos entrañables que han caído, del irreparable tiempo que pasa. Y hace balance y memoria, sopesando el sentido de lo vivido, el grave y lejano pozo que deja en el alma.
Desde el primer poema al séptimo y final, el gran motivo de la Amada atraviesa la tensa red de cada poema, en un lugar donde siempre atardece: donde ladran los perros negros de Horacio presintiendo la Noche.
Acaso el gran inicio del poema sexto:
mirando monumentos toscanos.
Contemplar juntos, por ejemplo,
la Fonte Gaia o el Baptisterio de Pisa
cuando tus ojos iluminaban la tarde.
Hubiera deseado ser tu amador
en el Castillo de San Olaf (…)
que trae alguna resonancia del clima de Sexto de Wilcock, resume de alguna manera esa nostalgia; la del paso del tiempo; la de estar siempre yéndose; la de la sombra de la Amada – tal como en ese otro inolvidable poema celta, The Unquiet Grave-.
El alma del poeta, heredero a su modo personal y único de los grandes bardos del Romanticismo, percibe y presiente el frío, la soledad definitiva perdida entre los libros en una tierra hostil y siempre extranjera.
En este soberano retablo de melancolía a lo Durero, hay, como en otros grandes momentos de la obra poética de Carlos Penelas, un lugar especial para el mundo entrañable de la patria gallega, del mito y de la fábula. Así en el poema intitulado significativamente Fábula, Penelas evoca los restos diurnos:
Llegó con rostro sereno
como un hechizo que es sombra y memoria.
Habló de Lueiro, evocó una estrella,
recordó el puñal alegórico, mítico.
Le pregunté por la Reina Lupa,
por la hija del Conde de Lemos
y la corona de hierro al rojo vivo.
También por un rey celta que recorrió mares,
epopeyas de arena, desventura. (…)
Con imágenes que nos llevan a contemplar las estrellas de un mar muy lejano, hechos de reyes que se hunden en la frontera borrosa entre la Historia y el mito. O, en palabras de Kierkegaard: “De te fabula narratur”.
Pues eso es: porque de ti, lector, de nosotros, habla la fábula. Y cada uno de estos poemas que transitan del tiempo a su propia forma de eternidad en la memoria.