Receta casera para salvar un cocido rancio

Written by on 12/02/2020 in Critica, Historia, Política - No comments
Política. Historia. Crítica.
Por Eduardo Lolo

The White House. Flickr.com

Algo huele mal en la cazuela. Y no es el pescado: es la historia. En particular, el quehacer histórico actual de la política norteamericana. La ranciedad, por el cocido haberse guardado sin atención por mucho tiempo, amenaza con mutarse en pudrición. De ahí que ya se sienta el amargor de la fermentación en el paladar del tiempo.

En realidad, la descomposición viene de lejos: en su versión más reciente, cuando un casi desconocido senador novato, esgrimiendo la palabra “cambio” a manera de alabarda esperanzadora, le arrebató a una doble Primera Dama (favorita del “establishment” del Partido Demócrata), la nominación presidencial de su partido para las elecciones de 2008. Barak Obama, para sorpresa de algunos y nerviosismo de muchos, ganó las elecciones generales. Sin embargo, los temores de que cambiaría las reglas del juego político estaban infundadas, pues el advenedizo fue pronto absorbido por la perfeccionada maquinaria partidista. Pero ahí no terminarían las cuitas de la Clinton y su base de sustentación en la cúpula demócrata. Cumplidos los dos mandatos de Obama, un senador de extrema izquierda le hubiera dado la segunda taza del caldo que le obligaron tomar en su intento anterior si no se le hubieran puesto una zancadilla al viejo agitador. Luego, vino lo peor: alguien sin experiencia alguna en el mundo político y con poco o ningún apoyo de la cúspide del Partido Republicano del que se decía formar parte, se llevó el gato a la cazuela pese a ser el favorito perdedor de todas las encuestas y los vaticinios de los hasta entonces infalibles politólogos de fama.

La llegada de Trump a la Presidencia, pese a la resistencia de las altas direcciones de ambos partidos políticos, sobresaltó a todos los ingredientes del cocido. Históricamente, es casi una constante que cuando un populista toma el poder lleva al país a la dictadura, el caos, o ambos a la vez. De ahí que antes de su investidura ya se tramara, vengativamente y con gran alarma, su revocación, y se gastaran millones de dólares y miles de horas de trabajo en la preparación y ejecución de un impeachment de crónica tan anunciada como fallida en su intento de desterrarlo de la Oficina Oval. Lo que más horrorizaba del nuevo ingrediente del cocido era que, de acuerdo a quienes lo conocían como hombre de negocios, era alguien propenso al riesgo, de impredecibles movidas parecidas a nerviosas partidas de póker, que cumplía —aunque parecieran disparates— lo que anunciaba o prometía (pecado capital para los políticos tradicionales), y siempre terminaba con la sazón ganadora en la mano. El puesto (sin sueldo) que ocupa oficialmente Donald J. Trump es el de Presidente de la República; en realidad, es el autoritario e iconoclasta CEO de un vasto y hasta ahora exitoso monopolio que incluye al país más poderoso del mundo y todo lo que ello conlleva.

Por lo anterior, no es de extrañar que Trump haya hecho de la Casa Blanca la sede de una multibillonaria corporación, trate a sus homólogos de otros países como magnates con quienes pujar en la partida, ponga cercas a los predios de su empresa, luche y logre aumentar los dividendos de la misma, y trate de mejorar las condiciones de sus obreros —de acuerdo con lo aprendido de Ford en su famosa planta de ensamblaje—, para que produzcan más y mejor; o sea, para él ser más competitivo ante sus adversarios en ese casino global de lustrosas fichas políticas en que ha devenido el Nuevo Orden mundial. En el presente estadounidense, el político Trump es, en realidad, un antipolítico, casi un antisistema desde el punto de vista de las élites de los dos partidos en decadencia que se han dividido cómodamente el pastel por siglos. Y que ahora se ven amenazados. Desde dentro.

Congreso de Estados Unidos, en Washington DC. Wikimedia Commons.

Así las cosas, todo parece indicar que las próximas elecciones presidenciales van a ser, como la anterior y pese al reticente apoyo a la reelección de Trump por parte de los operadores de la maquinaria republicana, la lucha de uno contra todos y todos contra uno. Si, como consecuencia del cuasi secuestro del Partido Demócrata por una anacrónica izquierda socialista, un candidato de la cima partidista (el moderado Biden o un similar) no logra la nominación, la situación se complicaría aún más. Que es decir: el caos. Y ya algunos hablan de botar el cocido.

Pero como los famosos politólogos de abultados emolumentos se han equivocado hasta ahora, creo que es tiempo de que un neófito pro bono meta la cuchareta en la cazuela, aunque se le queme la mano. Aquí va entonces mi receta casera para salvar el cocido rancio de nuestra política actual:

No vaciar la cazuela.

Tirar el cocido sería una revolución; o sea, echar en la basura más de 300 años de triunfante evolución ideológica y su destacada extensión legal. No es el caso de cambiarlo todo para que todo siga siendo igual, según la acertada descripción de Lampedusa. Los mesías del apocalipsis o los extremistas de uno y otro polo no son más que aprendices de brujos demagógicos que basan sus fracasadas alquimias políticas en la desesperanza y el escepticismo de los comensales sentados a la mesa de la historia con sus platos vacíos. Todos los intentos conocidos de redistribuir la riqueza han terminado redistribuyendo la pobreza, con una minoría de nuevos ricos más corruptos y opulentos que los desplazados, y una aumentada mayoría de pobres más desprovistos que antes de vaciarse la cazuela. Pues es el caso que lo diferente de lo malo no es siempre lo bueno; también puede ser (y mucho más en política) lo peor.

Cambiar el tiempo de cocción.

Es de sobra conocido que si se cocinan en exceso los ingredientes de un cocido, éstos pierden sus sabores y sus consistencias; dejan de ser lo que eran. Que un político se mantenga en el mismo puesto por décadas lo hace más que propenso a ser víctima del síndrome del caudillo vitalicio. La razón fundamental que lo llevó a optar por la posición (servir al pueblo) se muta en la avidez enfermiza de mantenerse en el poder, tanto por acicate de un ego insomne como por las prebendas asociadas al sitial alcanzado. La rutina extendida le oxida el oficio, las intransigentes presiones partidistas le mutilan la iniciativa, la reelección garantizada por la costumbre inerte de sus electores lo priva de todo intento de real servicio a los mismos que conviertan las próximas elecciones en un sobresalto. Es necesario establecer límites de mandatos a todas las posiciones del Gobierno y las legislaturas, tanto a nivel federal, como estatal y municipal; no solamente a la Presidencia de la República. Una perpetua caterva de dictadores pigmeos puede ser tan nefasta para el país como un dictador solitario en la Casa Blanca. En la ciudad de Nueva York lo logramos gracias a un valiente referéndum. Los concejales trataron de sobreseerlo legalmente. Las cortes, afortunadamente, lo impidieron. Hay que hacer lo mismo en todos los estamentos. Es necesario adicionar ingredientes frescos al cocido si queremos salvarlo. Y darles el tiempo de cocción debido para que no dejen de ser tales.

Eliminar los trasiegos del cocido

Es lógico que el erario público costee los viajes de los oficiales públicos y legisladores electos en el ejercicio de sus funciones. Pero en ninguno de sus contenidos de trabajo estatuidos aparece el desplazarse para promover su reelección. ¿Por qué entonces los impuestos de los contribuyentes se utilizan en pagar, al menos parcialmente, los costos de los viajes de quienes buscan reelegirse aferrados a la cazuela? Van con ésta, a veces de estado en estado, con su séquito de cocineros políticos, dando a oler el cocido como fresco cuando en realidad ya está rancio. Dichos traslados debería sufragarlos en su totalidad el mismo caudillo vitalicio, su comité de reelección, o el Partido que dice representar, no la población en su conjunto, pues es de suponer que muchos ciudadanos no gusten de su cocido particular. Estoy seguro que el consiguiente robo de las arcas públicas para subvencionar la cazuela andarina asciende a millones de dólares. A resultas de esos viajes, el cocido siempre retorna más rancio que antes del forzado peregrinaje a los sagrados sitios de la reelección.

Regular las especias

La cantidad requerida de pimienta, sal, comino, y otros aderezos realzan el sabor del cocido y complementan el de sus ingredientes primarios. Sin embargo, si le echamos sal en exceso, el caldo queda salado; si pimienta en demasía, termina dañando la lengua que espera placer en degustarlo. La sazón más común y usada en desproporcionada profusión en la política norteamericana es el dinero. Las campañas electorales se han convertido en una industria millonaria. Los costes de anuncios de televisión, la propaganda impresa, la Internet y otros medios de divulgación, hacen que la política a alto nivel esté prácticamente vedada al ciudadano común. Como las donaciones individuales de los votantes no permiten hacer frente a tamaña demanda monetaria, se ha acudido a la práctica del soborno institucionalizado. Este consiste en el llamado “lobby” de empresas, sindicatos y otros grupos de interés que aportan sustanciales donaciones a las campañas electorales de los políticos que, a cambio, se ven comprometidos ‒cuando no forzados‒ a propiciar leyes y directivas que resulten en provecho de sus “donantes”, aunque signifiquen lo contrario para sus electores. De ahí que el cocido de la política estadounidense tenga un marcado sabor a plata y oro que lo hace rancio. A veces el soborno se hace en especie, con dispendiosos viajes vacacionales incluso a ciertas islas o centros turísticos donde atractivas jóvenes mujeres (voluntariamente o no) esperan asignadas para el lascivo disfrute de personajes importantes (en ejercicio o ya retirados) que han incluido, presumiblemente, hasta un expresidente y alguno con título nobiliario. En esos casos extremos el olor a podrido es imposible de obviar; es el fétido hedor del lobby político. Mientras éste exista, el cocido siempre estará rancio.

Epílogo con la mano quemada

No me explico por qué los periodistas especializados en temas políticos y politólogos profesionales, muchos de ellos con grados universitarios en Ciencias Políticas, no tratan estos temas y se concentran en loas o diatribas partidistas a la disposición de parcialidades sectarias. Se supone que hayan leído y estudiado a Platón, Cicerón y un largo etcétera. ¿Será porque hasta ellos llegan las salpicaduras del exceso de especias? El fenómeno, sin embargo, no parece ser nuevo ni particular del cocido de la presente política norteamericana. Creo que la interpretación más válida y vigente de tan ilógica actitud ya quedó plasmada en el siglo XVIII en el texto de un grabado del pintor español Francisco de Goya que todos deberíamos tener reproducido, siempre frente a frente, en el escritorio de cada cual. Y que dice así: “El sueño de la razón produce monstruos.”

¿No es hora ya de que, entre todos, la despertemos?

[Miami Beach, febrero de 2020]

[Distribuido por la Agencia de Noticias EFE, el 6 de febrero de 2020.]

 

 

 

 

 

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About the Author

Dr. Eduardo Lolo, autor de una decena de libros de historia y crítica literaria, Miembro Numerario de la Academia Norteamericana de la Lengua Española (ANLE) y de la Academia de la Historia de Cuba en el Exilio. Comendador Gran Placa de la Imperial Orden Hispánica de Carlos V de la Sociedad Heráldica Española. (http://eduardololo.com).

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