Que la comunicación puede revelarse imposible, aun con tímpanos y conductos auditivos indemnes, es evidente en determinadas circunstancias o entre ciertos individuos. Baste constatar la impermeabilidad de los políticos frente a reiteradas y extendidas demandas de la población, o el diálogo de sordos entre gobernantes y líderes de la oposición. Una pesadez convertida en pesadilla por más que muchos de entre los espectadores nos digamos con Flaubert, y por aquello de mantener encendida una llama de esperanza, que cualquier cosa puede volverse interesante cuando se mira el tiempo suficiente.
Aunque de emplear sus ratos con según qué o quienes, no les arriendo la ganancia. Yo lo vengo intentando frente al televisor, con más tiempo y empeño durante la pasada cuarentena pero, indefectiblemente, se trate de los elegidos en las urnas o los ya sempiternos Illa y don Simón (una omnipresencia que podría incluso inducirme a comprar el segundo en el supermercado cualquiera de estos días para seguir teniéndolo cerca pero en silencio, es decir, envasado), termina por captar toda mi atención ese segundo plano de la pantalla en el que las previsibles cantilenas se traducen a lengua de signos. Una riqueza mímica y gestual de cara, brazos y manos, que oscurece a esos/as cuya verborrea no merecería el protagonismo con que los obsequian. En consecuencia, me digo, ¿por qué, si como apuntaba son también sordos ya que sólo escuchan lo que les interesa o se sienten capaces de responder, no aprenderán y emplearán la misma lengua que esa (suele ser mujer) de detrás y en la esquina, mucho más rica en habilidad, rapidez y capacidad de sugestión? Y es que, por añadidura, la gesticulación es lenguaje universal y con más historia que la palabra hablada.
De ahí que pudiera ser oportuno invertir los planos que nos ofrecen. Imaginen a las actuales intérpretes para sordos vocalizando sus experiencias y, relegados a un lado, Casado, Iglesias, Sánchez o Arrimadas, procurando hacerse entender entre muecas y agitación de dedos. Sin duda despertarían mayor interés del que hasta aquí consiguen, aunque todavía no acabe de aceptar, fuesen ellos o las expertas, que puedan traducir algunos de los palabros con que nos salpican: “desescalada”, “cogobernanza”… En tal caso quizá debieran unas y otros, de una vez por todas y por no sumar problemas a los que ya sobrellevamos, volver al diccionario para encontrar la mejor torsión o fruncimiento del ceño. Incluso así, con la boca cerrada y en castellano gestual, nuestros políticos seguirían sin duda en parecidas controversias e inútiles reiteraciones pero, con sólo verlos y no escucharlos, se haría creíble ese mundo nuevo que aseguran va a alumbrar la Covid. Debacle económica aparte, todo un alivio.
[4 de mayo de 2020]
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