Hoy me propongo no andarme por las ramas al hablar de la memoria y sus traspiés; nada de que si la vida es memoria, que toda ella es mentira…, de modo que directamente al intríngulis de la cuestión y es que (¿alguien más se identifica?), conforme pasan los años, se diría que lo hacen raspando por sobre las neuronas que la albergan y, de seguir así, puede uno terminar por no acordarse siquiera de cómo se llama, antes de que le diagnostiquen un deterioro mental con nombre propio (otro que el propio).
La memoria era para Cervantes el enemigo mortal de su descanso, aunque a algunos nos ocurra lo contrario y sea la desmemoria lo que dificulta el sueño mientras nos empeñamos en recordar la mnemotecnia con la que se pretendía evitar el tener que repasar toda la agenda para localizar el apellido de cualquier amigo. El asunto puede llegar al extremo de planear acudir al capitán Nemo para acordarnos de la propia palabra: Nemo… ¿cómo era? ¡Ah, sí!: nemotecnia. Y ni les cuento si con semejantes mimbres se pretende recordar el nombre de algunos tropos y, entonces, palique para palíndromo o, para anáfora, ánfora hasta que, dando vueltas en la cama, uno se pregunte por el sinónimo de vasija. ¿O era jarrón?
Quizá llevase razón quien afirmó que si uno tuviera que acordarse de todo reventaría, pero no me pregunten de quién fue la tranquilizadora conclusión. Sin embargo, sí puedo mencionar al que sentenció que ser es ser memoria y, de ser así, Emilio Lledó, algunos empezaremos a preguntarnos dónde quedó nuestra identidad mientras vamos camino de recordar sólo la emoción de las cosas (Machado, no fueran a pensar que he entrado ya en una fase irreversible) y olvidarnos de todo lo demás. Incluso del propio olvido.
[3 de diciembre de 2018]
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