Literatura. Sociedad. Crítica.
Por Carlos Penelas.
“El mundo, para el europeo, es un cosmos en el que cada cual íntimamente corresponde a la función que ejerce; para el argentino es un caos.” Eso escribió Borges en Otras Inquisiciones. También sentenció que “las ilusiones del patriotismo no tienen término”. Vivimos una sociedad enferma, una sociedad con una irracionalidad sin limite. La decadencia, la inmoralidad, la corrupción, la banalidad, son algunos de sus síntomas. Hay más: mafias, pactos y patotas. Cuando uno dice sociedad habla del vecino, del profesional, del sindicalista, del empresario, del cholulo, del deportista, del político, del carnicero. Declinaciones y matices, entonces. Pamplinas, chantajes, fotografías y bizcochitos de grasa. Y putas, putas baratas. Apoyaturas de lo popular y nacional. Por supuesto, hay islas, gente talentosa, honesta. Pero la sociedad – en su mayoría – es cómplice, distraída, egoísta. Santuarios y decoraciones. Hablamos de conductas, de comportamientos. Y del “ser argentino”. Una sociedad aislada. Una sociedad con una pobreza inimaginable, con hospitales y escuelas destrozadas. Y suburbios: punteros, intendentes, intelectuales conversos, piqueteros, niños hambrientos, gente durmiendo en las calles, droga, motochorros. Excluidos, una legión de excluidos merodeando avenidas, plazas y mercados. Un territorio devastado, un territorio pleno de tristeza y soledad, una cultura de fachada con mutaciones y mutilaciones. Llevará décadas organizar este desastre cotidiano, esta alienación de trincheras y tribunas. Propongo, caro lector, que juntos realicemos una lectura, una forma de ver y de sentir para superar una tragedia de moralinas y choripanes, esta suerte de suicidio colectivo. Carnaval y favela, condenaría con lucidez David Viñas.
Mientras camino pienso en los textos de Berger, en los cuentos de Emilia Pardo Bazán (la mejor cuentista de España del siglo XIX), en unos escritos de Michel Houellebecq, en la pintura de Giotto, en la poesía de Enrique Banchs. Intento recordar imágenes, intento planificar ciertas clases, descubrir lo bello y lo crítico en autores que nos intranquilizan, independientemente a veces de su trascendencia.
Días atrás una alumna me alcanzó un texto sobre Mahler, su vinculación con Freud. Pude hablarle de Mann y de Muerte en Venecia, de la Sinfonía N 1. Entonces vino el nombre de Celan.
Recuerdo, mientras observo la vidriera de una librería, a Peter Handke, entre otras cosas guionista de Win Wenders, que refleja en su obra la angustia de la soledad y de la incomunicación. Ahora estoy parado frente a una disquería. Escucho la música de Gershwin. Tengo en mi casa una bellísima versión de sus temas interpretados por Chick Corea. Cuando se habla de los otros se habla de sí mismo. “La indigestión es la encargada de predicar la moral al estómago”, decía Víctor Hugo. ¿Por qué me vienen estas citas a la memoria? ¿Tal vez sea la manera de pensar y de incorporar aquello que sentimos? “Un hogar sin libros es como un cuerpo sin alma”, señaló Cicerón. “Cuando alguien pone el dedo en la llaga, sólo los necios piensan que lo importante es el dedo”, leí de joven en Confucio.
Otra ver la mirada de Berger: “Como las palabras, las apariencias pueden leerse también y, de entre las apariencias, el rostro humano constituye uno de los textos más largos”. Como en todos los textos trascendentes la lectura nos lleva a otras fuentes, a otros mundos. Su lenguaje, además, está justificado por la pasión, por las metáforas, por la tragedia del hombre moderno.
[Buenos Aires, 19 de agosto de 2021]
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