Era de esperar que, llegados a diciembre y con la que está cayendo, la triste rima del título terminase por aparecer, aunque habríamos agradecido el retraso y es que, entre el coronavirus y el virus de la Corona, estamos la mayoría hasta donde se imaginan. Para el segundo se diría que ya estamos con inmunidad de rebaño tras el borboneo de siglos a modo de vacuna, y es el primero quien nos ha cogido a contrapié en una agresión que, más allá del ataque genético, ha detenido el mundo e individualmente empobrece y empareda, lo que en estas fiestas se hace especialmente doloroso y abona el terreno para, con Machado, cantar en estas fiestas lo que se pierde.
Todas las familias felices se parecen y, por eso mismo, sentirán por igual la privación de las ternezas domésticas crecidas en el pasado, desde Nochebuena a Reyes.
Con la contribución de la normativa oficial, que ha extendido a la sociedad entera el Nunquam duo (nunca dos), antes sólo regla de los seminaristas, nos veremos privados este año de juegos infantiles, risas y evocaciones compartidas, al punto de que podríamos suponer que la poeta Pizarnik intuía lo por venir cuando escribió que Los que llegan no me encuentran. / Los que espero no existen.
Los silencios agitarán los recuerdos hasta producir dolor, y así habremos de seguir hasta bien entrado el nuevo año; las noches serán más largas y las calles más vacías. Escucharemos las campanadas en exigua compañía y, el brindis, con la nostalgia espumeando en las copas. Pese a todo, convendrá mantener la sonrisa, procurar el abrazo con quien podamos e irnos a la cama con el convencimiento que embargaba al que aseguró que todo alcanza un final. La tristeza inclusive.