Literatura. Política. Crítica.
Por Manuel Gayol Mecías
En los últimos meses, la tensión geopolítica entre Estados Unidos y China ha tenido una inesperada derivación hacia América Latina, particularmente a Panamá. Washington, con un creciente sentido de urgencia estratégica, ha intensificado su presión sobre el Gobierno panameño para que reconsidere su apertura a inversiones y presencia chinas alrededor del Canal de Panamá. La narrativa estadounidense, centrada en la “seguridad hemisférica”, insiste en que la cercanía de empresas chinas —muchas con posibles vínculos militares— constituye un riesgo inaceptable en un punto neurálgico del comercio mundial. No obstante, esta cruzada geoestratégica revela un inquietante desequilibrio: mientras se exige a Panamá cortar lazos con China, no hay una presión equivalente sobre el régimen chino para desmantelar su creciente infraestructura militar en Cuba.
La paradoja no es menor. Panamá ha sido históricamente una pieza crítica del ajedrez hemisférico, y el Canal, desde su construcción hasta el presente, sigue siendo símbolo de poder y tránsito económico. Pero también ha sido un espejo: el reflejo del modo en que las grandes potencias proyectan su influencia. La presencia china en puertos panameños y zonas logísticas cercanas al Canal ha despertado alarma en Washington, que observa con preocupación cómo su histórico “patio trasero” se transforma en un espacio de competencia multipolar. En ese marco, el intento de algunos sectores estadounidenses por promover incluso una base militar permanente en Panamá para contrarrestar la sombra de Beijing no parece tan descabellado.
Pero entonces surgen las preguntas inevitables: ¿por qué Estados Unidos no actúa con la misma firmeza frente a la instalación de supuestas bases chinas en Cuba? ¿Por qué se exige a Panamá que frene a China, cuando Cuba —a noventa millas de la Florida— permite, según informes de inteligencia y prensa internacional, la presencia de estaciones de escucha, plataformas de vigilancia electrónica y, quizás, algo más?
El año pasado, informes del Wall Street Journal y otras fuentes citaban la existencia de bases de espionaje chinas en territorio cubano, posiblemente con tecnologías de interceptación de señales y vigilancia cibernética. Aunque el régimen de La Habana ha negado estas acusaciones, la historia reciente no deja lugar a demasiadas dudas. No olvidemos que durante el Gobierno de Obama, en 2013, un barco norcoreano —el Chong Chon Gang— fue detenido en el Canal de Panamá transportando armas cubanas ocultas bajo toneladas de azúcar. Las armas incluían misiles y equipos de radar soviéticos, en violación de resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU. Washington protestó, sí, pero sin alterar el tono conciliador de la entonces incipiente apertura con el castrismo.
Hoy, con la creciente confrontación entre EE. UU. y China, Cuba emerge como un enclave potencialmente más peligroso que Panamá. El régimen cubano ha demostrado ser un socio estratégico, ideológicamente alineado, dispuesto a permitir la presencia china a cambio de recursos tecnológicos, inteligencia, o simplemente respaldo diplomático. A diferencia de Panamá, Cuba no necesita disfrazar sus alianzas: las exhibe con una mezcla de orgullo y necesidad. Entonces, ¿por qué el silencio? ¿Por qué esa falta de presión directa?
La respuesta, aunque incómoda, es reveladora. Estados Unidos puede presionar a Panamá porque es un Estado democrático, funcionalmente alineado con Occidente, y, por tanto, susceptible a las advertencias diplomáticas, las amenazas económicas o los llamados a la cooperación hemisférica. Cuba, en cambio, es una dictadura atrincherada, ajena a cualquier forma de negociación simétrica. Parece que presionar a Cuba —en serio— implicaría entrar en una dinámica de confrontación directa con China, quizá incluso con Rusia, y desestabilizar aún más un Caribe que ya arde por otras grietas.
Además, no puede obviarse la sombra de la historia. La memoria de la Crisis de Octubre, en 1962, cuando la Unión Soviética instaló misiles nucleares en Cuba, debería alertar a los estrategas de hoy sobre los peligros de repetir el pasado. Pero esta vez, el escenario podría ser mucho más volátil. China, a diferencia de la URSS de entonces, posee una influencia comercial y tecnológica mucho más integrada al sistema global, y su alianza con La Habana podría derivar en una crisis de consecuencias mucho más complejas y prolongadas. Ignorar la militarización china en Cuba, mientras se exige a Panamá un alineamiento inmediato, es una forma peligrosa de miopía diplomática.
El contraste se vuelve aún más agudo si se observa el interés de Estados Unidos por Groenlandia. En 2019, la Administración Trump propuso abiertamente la compra de esta isla estratégica, situada entre el Atlántico Norte y el Ártico, provocando desconcierto y hasta burla en algunos sectores. Sin embargo, la lógica subyacente era clara: asegurar una presencia geopolítica sólida en una región clave para el futuro del comercio y la defensa. Estados Unidos ya posee una base en Thule, al norte de Groenlandia, y busca reforzar su cercanía con Dinamarca para mantener esa isla dentro de la esfera occidental. ¿Por qué entonces no se aplica una lógica similar a Cuba? ¿Por qué no se reconoce que una dictadura con 66 años de alianzas antiamericanas constituye un peligro más inmediato, más tangible, que la posibilidad de un alejamiento progresivo de Groenlandia?
Trump, con su perfil más firme de negociante geoestratégico, comprendía —y quizá aún comprende— que el poder global no se ejerce solo con fuerza militar, sino con presencia e influencia territorial. Asegurar a Groenlandia, o al menos consolidar su integración al bloque occidental, puede verse como una jugada visionaria. Pero, al mismo tiempo, ignorar la amenaza que representa Cuba bajo la égida de Beijing es una omisión que puede salir cara.
En este contexto, los aranceles, las sanciones, las alianzas emergentes y la retórica de seguridad nacional parecen más una coreografía reactiva que una estrategia clara. Mientras el Canal se convierte en campo de batalla simbólico, el Caribe se convierte en el teatro real de una pugna silenciosa, donde los actores mueven fichas con más astucia que honestidad.
Es hora de que Estados Unidos revise su brújula estratégica. Si verdaderamente busca contener la influencia china en el continente, debe comenzar por mirar hacia el corazón del problema: la legitimación tácita de enclaves autoritarios como el cubano, y la falta de una política coherente y sostenida hacia una región que ya no gira —ni quiere girar— en torno a Washington.
La historia nos ha enseñado que el poder sin justicia es frágil. Y que la seguridad sin coherencia se vuelve farsa.
© Manuel Gayol Mecías. All Rights Reserved.