Literatura. Crítica.
Por Eduardo Lolo
“Donde dije digo dije Diego.” Muy lógica resulta la rectificación que retrata el viejo y conocido aforismo, en particular si a Diego le fascina escuchar su nombre y tiene una amenazante pistola en la mano. Pero, con un poco de astucia y suficiente sangre fría para dominar el miedo, aunque se esté temblando, es posible lograr que se interprete lo contrario: que “donde dije Diego dije digo”. Eso y no otra cosa es lo que, de acuerdo con mi interpretación, urdió exitosamente Heberto Padilla (1932-2000) en su famosa autocrítica pública luego de unas breves “vacaciones” como forzado “huésped” de los esbirros “ilustrados” del Departamento de Seguridad del Estado de la Cuba de su antiguo amigo Fidel Castro (1926-2016), enfrentados en un duelo a muerte histórica.
De la hoguera al micrófono
La autocrítica como proceso “depurador” de ideas “culpables” no es, por supuesto, algo nuevo. De la (nada) Santa (y sí mucha) Inquisición a las actuales ideologías extremas se ha desarrollado de una manera, al parecer, infalible, casi siempre como parte de purgas donde una facción o personaje procura alzarse con el poder absoluto, eliminando toda disidencia u oposición. En tiempos modernos, aunque ya presente en las ideas de Marx, fue Lenin quien la perfeccionó y Stalin quien la llevó a sus niveles más espeluznantes. Luego, regímenes totalitarios tan distantes de Moscú como China y Cuba copiarían el modelo, adaptándolo a sus condiciones domésticas. Incluso partidos políticos de extrema izquierda de casi todo el mundo, aun sin haber llegado al poder, la utilizan en sus reajustes intestinos.
El método de la forzada autocrítica, siempre impuesta a discrepantes potencialmente peligrosos al status quo totalitario, es bien simple: la retractación pública por parte del sujeto promotor o seguidor activo de las ideas a sofocar. Si éste cuenta, además, con simpatizantes en su medio y su postura ha dado lugar a polémicas no autorizadas, su actitud adquiere proporciones impermisibles para cualquier dictadura. Si una “advertencia” inicial no logra regresarlo al redil y recibe la solidaridad y el apoyo de otros, Diego no puede dudar en usar la pistola que porta por una simple e infalible perspectiva de autopreservación política. La autocrítica se convierte, entonces, en el único garante de la supervivencia del osado discrepante.[2]
En la Cuba castrista, dado su reflejo del totalitarismo soviético, la autocrítica ha sido utilizada públicamente en medio de “depuraciones” políticas de claro estilo estalinista. Consiste en un contrato verbal (casi siempre entre el propio Fidel Castro mientras vivía y el “apóstata”) mediante el cual el primero se comprometía a respetar la vida y/o libertad del segundo a cambio de que éste se declarase públicamente en contra de sí mismo, reconociendo como verdaderos los cargos previamente preparados en su contra. Y todo ello matizado con el mayor número de alabanzas posibles a quienes le brindan la “oportunidad” de “reconocer sus errores”, etc., etc. La segunda parte del contrato no siempre se ha cumplido (ejemplos internacionalmente conocidos de tales incumplimientos fueron los fusilamientos de Marcos “Marquitos” Rodríguez, Arnaldo Ochoa, Antonio de la Guardia, y otros); pero, en sentido general, la esperanza nacida del instinto de conservación y la responsabilidad por las vidas y/o libertades de otros incluidos en el contrato (familiares, colegas, amigos, etc.), hacen que las víctimas decidan optar por la única posibilidad que, exceptuando la autoinmolación inmediata, brindan para ellos en ese momento las mazmorras (tanto físicas como históricas) en que desviven. Aunque no siempre tales farsas producen el resultado previsto.
Padilla y Castro: de la camaradería a la confrontación
Aunque ya escribí extensamente sobre Padilla en mi amplio estudio del polémico poemario Fuera del Juego del cual se deriva este trabajo [3], me sigue llamando la atención el brusco cambio que tuvieran las relaciones entre dos revolucionarios de raíces comunes que compartieran sueños sublimes que para uno de ellos se convertirían en pesadillas reales en manos del otro. Ambos nacerían en villorrios ubicados en los extremos opuestos del país y tomarían como por asalto histórico una Habana que, por ese entonces, era el centro principal del devenir político y cultural de la nación. Uno lo haría con versos; el otro, con balas.
De jóvenes, Fidel Castro y Heberto Padilla formarían parte del círculo íntimo de Eduardo Chibás (1907-1951), político de tendencia izquierdista que fundara el Partido del Pueblo Cubano o Partido Ortodoxo en 1947 y terminaría suicidándose en medio de un programa radial en vivo. A la sombra de Chibás, Fidel se postularía para la Cámara de Representantes, aunque no tendría el apoyo de los votantes para ocupar el escaño. Ese fracaso, sumado al que sufriera en su ambición de dirigir la Federación Estudiantil Universitaria, lo haría renegar de la eficacia de la democracia y optar por la vía violenta, con la cual tan buen resultado a la postre obtuviera.
Heberto, luego del inútil sacrificio supremo de Chibás, como que se desencantó de la política o fue mucho más atraído por las letras y los idiomas. El fracaso de la democracia cubana por el coup d’état de 1952 protagonizado por Fulgencio Batista (1901-1973) lanzó al joven poeta a las playas del exilio, donde ampliaría su bagaje cultural y de donde no regresaría sino una vez hecho el cambio de dictadura. Pero entonces él –como la inmensa mayoría del pueblo cubano– no pensaba así y, por tal razón, se incorporó de inmediato al nuevo régimen.
Para contrarrestar la influencia de la todavía remanente prensa libre en el país, el entonces llamado Gobierno Revolucionario fundó en 1959 el periódico Revolución a manera de vocero del nuevo régimen. Padilla fue uno de sus redactores y, bajo la égida de Guillermo Cabrera Infante y Virgilio Piñera, uno de los creadores de Lunes de Revolución, el suplemento literario semanal del nuevo diario.
Sin embargo, dicho suplemento fue muy pronto objeto de una de las primeras purgas que luego se tornarían crónicas del castrismo. No obstante, ello, a pesar de Padilla haber sido miembro de la facción perdedora, para sorpresa de muchos no por ello cayó en desgracia. Su poliglotismo y sus amistades políticas (la más importante de las cuales no es difícil de conjeturar) le propiciaron más de un puesto de importancia en el extranjero, y todo ello como funcionario de un gobierno que recién había suspendido la libertad de movimiento de sus ciudadanos.
Pero la visión de primera mano de la vida en el llamado “campo socialista” que le permitieron sus asignaciones, sería un hito en el desarrollo histórico del hasta entonces casi desconocido poeta, quien se percató espantado del rumbo que, bajo el liderazgo de su camarada de juventud, tomaba la Revolución que en sus inicios había aplaudido. Por lo que ya en la segunda mitad de los años 60 comenzó a expresar su inconformidad con la realidad imperante, aunque siempre bajo la óptica y el amparo de su probada militancia izquierdista. Al parecer no se percató que, en el desarrollo de toda revolución hacia la dictadura, la nueva clase tiene que reprimir, a como dé lugar, el espíritu que la llevara al poder, sofocando las voces empecinadas en mantener vivos los postulados revolucionarios traicionados por la tiranía en que usualmente degenera toda revolución triunfante.
Fuera del Juego
Coincidiendo con su frustración histórica (o propiciada por la misma, quién sabe) la poesía de Padilla alcanza un alto nivel de calidad que la separa de versos suyos anteriores rayanos en el panfleto. Deja de ser un poeta de segunda clase para situarse en la primera fila de la poesía cubana de la época. Sus nuevos poemas revolucionarios (que terminarían siendo considerados oficialmente contrarrevolucionarios) comenzaron a desgranarse, como al descuido y todavía bajo la protectora sombrilla de la izquierda, en publicaciones culturales de Cuba y del extranjero. Al mismo tiempo, servía de anfitrión de cuanto intelectual revolucionario (los turistas de la demagogia) pisaran La Habana, y hasta salió en defensa de Guillermo Cabrera Infante (ya considerado un “tránsfuga” de la Revolución) cuando su novela Tres tristes tigres obtuviera en España un importante premio literario en detrimento de Pasión de Urbino de Lisandro Otero, una figura emergente en el favoritismo oficial. El tiempo demostró que el jurado hizo la mejor opción: Tres tristes tigres ha quedado como una de las mejores novelas en idioma español del siglo XX, al tiempo que Pasión de Urbino ni siquiera alcanza esa categoría dentro de la literatura cubana en particular. Pero Padilla aprovechó la oportunidad para proferir las más acerbas críticas contra la oficialista Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y el estilo marcadamente estalinista que estaba tomando la política gubernamental cubana.
La respuesta estatal no se hizo esperar: a Padilla se le prohibió salir más del país y fue cesanteado de su puesto. Pero su autotiro-de gracia (¿o de-desgracia?) sería haber agrupado sus poemas revolucionarios (devenidos, oficialmente, en contrarrevolucionarios) en un libro de título tan ambiguo como enigmático (Fuera del Juego) al que, para sorpresa gubernamental, se le otorgó el más importante premio literario nacional en 1968. La obra de teatro Los siete contra Tebas de Antón Arrufat (también considerada contrarrevolucionaria por los comisarios ‘ilustrados’ del régimen) recibió igual galardón.
El hecho de que los jurados de poesía y la mayoría de sus homólogos de teatro mantuvieran sus fallos a pesar de todas las presiones intimidatorias y las amenazas de que fueron objeto, se consideró poco menos que una conspiración contrarrevolucionaria del estamento intelectual cubano. Sus valientes actitudes eran toda una burla a la orden castrista de que el arte cubano tenía que pasar por el tamiz de inobjetable raíz fascista de “con la Revolución, todo; contra la Revolución, nada” tal y como el mismísimo “Máximo Líder” había advertido personalmente a los intelectuales cubanos en una famosa reunión en la Biblioteca Nacional en 1961.
Como prohibir la publicación de las obras premiadas hubiera sido dar toda la razón a los autores en sus denuncias, se acordó publicarlas con la adición de dos notas aclaratorias tituladas “Voto Razonado del Jurado” y una “Declaración de la UNEAC” que lo contrastara. Se hizo una edición limitada y los ejemplares que pudieron ser adquiridos antes de desaparecer ‘misteriosamente’ de las librerías, comenzaron a circular de mano en mano a usanza de los samizdat del campo socialista soviético.
Los valientes jurados (los cubanos José Lezama Lima, José Zacarías Tallet y Manuel Díaz Martínez, el poeta peruano César Calvo y el crítico británico J.M. Cohen), luego de destacar las cualidades técnicas de Fuera del juego, se adentran en su contenido, que era precisamente, como ya he destacado en Las trampas…, el aspecto polémico:
… en lo que respecta al contenido, hallamos en este libro una intensa mirada sobre problemas fundamentales de nuestra época y una actitud crítica ante la historia. Padilla reconoce que, en el seno de los conflictos a que lo somete la época, el hombre actual tiene que situarse, adoptar una actitud, contraer un compromiso ideológico y vital al mismo tiempo, y en Fuera del Juego se sitúa del lado de la Revolución, se compromete con la Revolución, y adopta la actitud que es esencial al poeta y al revolucionario: la del inconforme, la del que aspira a más porque su deseo lo lanza más allá de la realidad vigente. (p. 56)
La extensa “Declaración de la UNEAC” que se insertara en la edición cubana de Fuera del juego considera todo lo contrario y se propone dos objetivos fundamentales: en lo interno, “limpiarse” ante el Gobierno la imagen seudoliberal que se había construido en los primeros tiempos del castrismo a fin de atemperarse a su nueva (y lógica) fase estalinista y, en lo externo, convencer a la intelectualidad izquierdista internacional de que la excomunión política de Padilla no respondía a esa nueva (y lógica) fase, sino a una verdadera actitud contrarrevolucionaria del poeta. Objetivos secundarios propiciaban purgas intestinas, amedrentamiento general de los intelectuales cubanos, etc.
En el caso particular de Padilla se le acusa de ambigüedad, de mantener “dos actitudes básicas: una criticista y otra antihistórica” (p. 59), de defender el individualismo y homenajear al “que permanece al margen de la sociedad, fuera de juego” (p.59), de escepticismo, de justificar “en un ejercicio de ficción y enmascaramiento, su notorio ausentismo de su patria en los momentos difíciles en que ésta se ha enfrentado al imperialismo” (p. 61), de identificar “lo revolucionario con la ineficiencia y la torpeza” (p. 61) y de conmoverse “con los contrarrevolucionarios que se marchan del país y con los que son fusilados por sus crímenes contra el pueblo” (p. 61) La declaración también defiende a la Rusia de Stalin y, como de paso, hace referencia a “la defensa pública que el autor [Padilla] hizo del tránsfuga Guillermo Cabrera Infante” (p. 61). Incluso se llega a asegurar que las obras premiadas serían de utilidad a los marines norteamericanos “a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba” (p. 62)
Obviando las frases hechas y las múltiples ridiculeces del texto, queda aclarado que todo el asunto se reduce a “una batalla ideológica, un enfrentamiento político” (p. 62), en la cual la UNEAC decide endurecer su posición de acuerdo con los dictados gubernamentales rechazando el contenido de las obras premiadas (p. 63). Para el jurado que se obstinaba en premiarlo, Fuera del juego era un libro revolucionario, en tanto que para la dirección de la institución que tenía que otorgar el premio era una obra contrarrevolucionaria. ¿Cuál de las dos interpretaciones estaba acertada?
En realidad, ambas. Y no hay contradicción alguna en esta afirmación. Jurados y burócratas, dadas las diferencias de los conceptos que esgrimían, simplemente hablaban lenguajes diferentes. Los primeros tomaban como punto de partida “la Revolución” (p. 56), mientras los segundos lo hacían desde “nuestra Revolución” (p. 57). La significativa carencia del adjetivo en el “Voto razonado del jurado” y la igualmente significativa presencia de ése u otro semejante para acompañar al sustantivo “Revolución” en la “Declaración de la UNEAC”, marca el inicio de caminos divergentes. “Nuestra Revolución” se refería a la variante estalinista (y, por lo tanto, conservadora) del modelo soviético de gobierno, donde el dogma prevalece sobre la razón (así, sin adjetivo) a favor de la razón de estado. La Revolución a secas, por el contrario, se refería a la actitud—básicamente juvenil— de crítica a los patrones establecidos, de romántico destruir de valores caducos, de inconformidad, cambio, desarrollo. Aclarados los conceptos, y pese a la carga demagógica castrista, el más somero análisis de sus nuevas características conducía a reconocerlo como la antítesis de Revolución, por lo que un texto que fuera revolucionario para “la Revolución” tenía que ser, obligatoriamente, contrarrevolucionario para “nuestra Revolución.”
Las Bilis de la Ira
A todos sorprendió que Padilla no fuera encarcelado por su osadía en mantener obstinadamente una militancia revolucionaria ya obsoleta en tiempos de Revolución triunfante; que, es decir, en tiempos de héroes en busca de loas unánimes. Y más aún que continuara dando entrevistas a medios de divulgación extranjeros sin el menor asomo de un mea culpa que lo salvara de la irascibilidad cuasi sacra del “Máximo Líder”, convertido en dueño y señor de vidas e ideas en toda la Cuba del presente y sus entornos de tiempos ilimitados. Es posible que la compartida camaradería juvenil haya evitado, de momento, su reboso de bilis de historia, confiando en que algún que otro consejo de trasmano hiciera entrar a Padilla en la razón castrista, convertida en la única razón verdadera.
Pero Padilla no previó el peligro que sobre él se cernía, o sobrestimó su capacidad de resistencia ante el horror de la aceitada máquina estalinista a la cual se enfrentaba: siguió apegado a una razón ya suplantada. Y en base a la nueva razón, en 1971 pasó a la condición de no-persona, detenido sin miramientos por los sicarios de la policía política. Se comentó entonces en los corrillos intelectuales habaneros que la gota que colmó la vesícula histórica de Fidel Castro fue ver una foto de Padilla en una publicación extranjera fumándose un tabaco mientras daba una entrevista hablando mal de su gobierno, pues ese binomio de política y habano solamente a él pertenecía.
Mas también Castro, quizás por la formación que compartieran en la juventud, tampoco previó algo y también sobreestimó otra. En efecto, a pesar de su (auto)reconocida infalibilidad, no supo prever que la izquierda internacional cerraría filas con el colega encarcelado, al que se empeñaban en reconocer como un revolucionario injustamente confinado tras barrotes físicos e históricos. Y, además, sobrestimó su capacidad de conjurar con su estatura/sitial en la Historia (por supuesto que con h mayúscula) semejante solidaridad con su camarada-tornado-traidor. ¿Acaso esos intelectuales internacionales de izquierda no venían a La Habana a rendirle pleitesía?
Es posible (y hasta probable) que, dada la extensión de sus tentáculos, Fidel haya tenido conocimiento de antemano de la carta que circulaba en el mundo intelectual de izquierda pidiéndole la liberación de Padilla. De ser así, es seguro que habría tratado de impedir su publicación. Pero no lo logró. Su edición en el diario francés Le Monde —de conocida inclinación izquierdista— llegó firmada por, entre otros, los destacados intelectuales europeos de la época Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, Marguerite Duras, Italo Calvino, Francesco Rossi, José Maria Castellet, Carlos Barral, etc. Representando a Latinoamérica habían aportado sus rúbricas Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Octavio Paz y otros. Luego, desde México, el PEN Club de ese país se uniría al esfuerzo solidario con Padilla y firmarían la petición Juan Rulfo, José Emilio Pacheco, Carlos Pellicer, José Revueltas, etc. Un dato curioso es que el nombre de un solo cubano aparece en la carta original: el de Carlos Franqui (1921-2010), cercano colaborador del propio Castro en la Sierra Maestra y primer director del periódico Revolución, quien había jugado un papel determinante en la captación de dichos intelectuales como simpatizantes de la Revolución Cubana y su líder. Ya para ese entonces Franqui se encontraba, lógicamente, en el exilio.
Lo más difícil de conjurar en la misiva era su espíritu revolucionario. En efecto, sus firmantes tuvieron mucho cuidado de obviar cualquier tipo de expresión que pudiera asociarlos con la derecha, lo cual bien sabían habría de descalificarlos. Ellos hablaban desde una postura revolucionaria en defensa de un colega revolucionario injustamente encarcelado por un gobernante revolucionario. La incongruencia era evidente. Si Padilla y sus defensores eran los revolucionarios, ¿en qué papel quedaba Fidel Castro?
Mientras el Pensador en Jefe cavilaba cómo resolver el asunto, fueron retiradas de las librerías las obras de todos los firmantes de la carta. Los ejemplares de estas existentes en bibliotecas públicas fueron trasladados de urgencia al “Infiernillo”, nominación con la cual (vía el indagado choteo cubano) se llamaban popularmente los departamentos donde se almacenaban los libros prohibidos, lógicamente inaccesibles al público. Si había alguna obra de teatro en cartelera de la autoría de cualquiera de los antiguos aduladores castristas, tuvo que suspender de inmediato sus presentaciones. Además, ninguna mención a cualquiera de ellos pudo hacerse más en programas de radio o televisión, como no fuera para vituperarlos. En fin, que todos habían pasado, instantáneamente, a la condición de personas no-personas de diferentes grados [4].
Atisbo de una puesta en escena política
Pero ese linchamiento político de los integrantes de lo más notorio de la intelectualidad izquierdista de entonces no podía hacerse permanente. De lo contrario, Fidel Castro sabía que, desteñido su retrato de héroe romántico de una sola pieza, desaparecería lo que posiblemente haya sido su único éxito además de mantenerse vitaliciamente en el poder: su imagen pública en el exterior. Ser considerado un dictador latinoamericano más ante la opinión internacional, sería su fracaso en la historia, entonces degradada su “h” a una insignificante minúscula. Y todo por culpa de un viejo camarada. Por lo tanto, la solución tenía que ser rápida y efectiva.
Y aquí es donde se echa mano a la vieja fórmula de la autocrítica. El escollo era lograr que el hasta ahora recalcitrante Padilla claudicase públicamente de las razones que lo llevaron a enfrentarse al régimen, rechazándose a sí mismo y renegando de su obra. De lograrse, una vez “incorporado” Padilla al bando de sus acusadores, dejaría a sus defensores sin basamento alguno (en el limbo ideológico) con lo que quedarían sin efecto las razones de su defensa.
No sé cuánto resistió Padilla a las presiones de sus carceleros. Las pocas veces que estuvimos conversando siempre había alguien presente, por lo que nunca me atreví a preguntarle directamente los pormenores de su odisea: me bastó la expresión de su rostro ante la más ligera mención a su autocrítica. Lo cierto es que fue una meticulosamente preparada puesta en escena, con un rígido libreto a varias manos confeccionado gracias a la ayuda “desinteresada” de múltiples “bribones inteligentes” (como los denunciados por Martí en el siglo XIX) mutados en sádicos carceleros, aunque en el fondo tan aterrorizados como su víctima ante la posibilidad de fracasar en cumplir las órdenes del omnipotente y omnipresente “Máximo Todo”.
Sigo con una versión de mis comentarios en “…el revés de la máscara” y las Memorias de Padilla: Los últimos arreglos de la representación tuvieron lugar en la casa de José Lezama Lima. Y claro que no porque la Seguridad del Estado careciese de otro lugar mejor. Además de sus múltiples dependencias y cárceles, ésta contaba con numerosas “casas de visita” donde solían hospedar a visitantes extranjeros a quienes filmar en situaciones “comprometedoras” que luego se utilizaban para chantajearlos (se comenta que Gabriel García Márquez fue uno de los tantos “invitados” a Cuba objeto de tal tratamiento; de ahí su fidelísima “fidelidad” fidelista hasta el fin de sus días) o para llevar amantes con quienes estar en la intimidad sin las públicas colas en las “posadas”, como se les llamaba en Cuba a una especie de moteles de citas furtivas. La selección inapelable de la vivienda de Lezama para ultimar los preparativos de la puesta en escena tenía como fin evitar que el autor de Paradiso la denunciara luego, haciéndolo forzado copartícipe de su elaboración. Es de señalar, sin embargo, que ni él ni Nicolás Guillén estuvieron presentes en lo que éste último calificó desde un principio (en privado, por supuesto) como una farsa.
Aunque uno de los objetivos básicos de la reunión era hacerla “vendible” como espontánea, ni siquiera sus más concienzudos planificadores y ejecutores pudieron lograr esa imagen. Ya en las palabras iniciales, José Antonio Portuondo (especie de Comisario Mayor de la UNEAC de entonces), al tratar de justificar la ausencia de Guillén, aclaraba que éste “está enterado de todo lo que estamos haciendo aquí y de todo lo que aquí se va a decir” (p. 78). ¿Cómo es posible que Guillén se enterase de lo que supuestamente de forma espontánea se iba a decir en aquella reunión si todavía no se había dicho? Por otra parte, si allí Padilla iba a improvisar una autocrítica, ¿cómo es que terminó “improvisando” un texto considerado muy semejante al de la carta que supuestamente había escrito “voluntariamente” en la Seguridad del Estado solicitando “el perdón” a sus “pecados”? Hablando en sus memorias de la relación entre esa carta y su discurso, el mismo Padilla da la respuesta a esta última pregunta: “Aunque más breve, es, básicamente, el mismo texto que debí memorizar y que, casi al pie de la letra, recité en la Unión de Escritores según las instrucciones de la Policía” (p. 195). El hecho de que haya utilizado el adverbio “básicamente” y no “exactamente” o uno similar y la frase “casi al pie de la letra” (el énfasis es mío), implica que Padilla hizo algunos cambios o adiciones al documento en su versión hablada. Dada la naturaleza marcadamente oral de lo transcrito, resulta evidente su diferencia de lo que hubiera sido la repetición elocutiva de un escrito memorizado; el resultado final así lo hace presumir. Como no tengo a mano una copia de la carta (hay que esperar a que los archivos del G2 castrista se hagan públicos, como sucedió con los de la Stasi [5]), solamente me es posible conjeturar al respecto; pero me atrevo a deducir que las desigualdades podrían ser el cuasi burlesco exceso de adjetivación y las reiteradas y no menos irónicas loas genuflexas a sus verdugos, consecuentemente “angelizados”.
El texto de la “autocrítica” de Padilla es un clásico del “género”. En ella el poeta admite haber cometido “muchísimos errores, errores realmente imperdonables, realmente censurables, realmente incalificables” (p. 79) y presenta la temida y temible Seguridad del Estado como poco menos que un lugar paradisíaco, donde reconoce “haber aprendido en la humildad de estos compañeros, en la sencillez, en la sensibilidad, el calor con que realizan su tarea humana y revolucionaria”. (p. 84). Padilla logra hasta enternecerse ante aquellos militares “cumpliendo cabalmente con su responsabilidad, con un afecto, con un sentido de humanidad, con una constancia en su preocupación por cada uno de nosotros…”. (p. 101).
Según la “autocrítica” de Padilla, la Seguridad del Estado de Cuba, a diferencia de sus homólogas de todas partes del mundo, ni siquiera interroga a sus ¿encarcelados o huéspedes? Véase este ejemplo:
Son increíbles los diálogos que yo he tenido con los compañeros con quienes he discutido. ¡Qué discutido! Esa no es la palabra. Con quienes he conversado. Quienes ni siquiera me han interrogado, porque esa ha sido una larga e inteligente y brillante y fabulosa forma de persuasión inteligente, política, conmigo. Me han hecho ver claramente cada uno de mis errores. Y por eso yo he visto cómo la Seguridad no era el organismo férreo, el organismo cerrado que mi febril imaginación muchas veces, muchísimas veces imaginó, y muchísimas veces infamó; sino un grupo de compañeros esforzadísimos… (p. 103)
A esos “compañeros esforzadísimos” Padilla les agradece “la gentileza en muchas ocasiones de llevarme a tomar el sol” (p. 86) y hasta habla de un grupo de niños jugando en paisaje casi pastoril. Esto no sé cómo es que escapó a los censores, a no ser que les gustara la imagen para su venta internacional. Pero en Cuba ello no era más que un buen chiste cruel. Unos dos años después que Padilla, yo tuve la oportunidad de ser un “huésped” más del G2, y los “baños de sol” consistían en 10 minutos a la semana en una angosta celda con una reja por techo. Allí uno trataba de “pescar”, como un animal enfermo, el poco sol que la estrechez del calabozo y sus altos muros dejaban pasar. Y si por casualidad en ese momento el sol se nublaba, no quedaba otra alternativa que esperar hasta la siguiente “gentileza” de los “compañeros” esbirros; que, es decir, hasta los programados 10 minutos de la próxima semana. No es de extrañar entonces que, siguiendo con el “chiste”, Padilla renegara de Fuera del juego e involucrara en sus “errores” a otros escritores tales como Belkis Cuza Malé (su propia esposa), Pablo Armando Fernández, Norberto Fuentes, César López, José Yanes, David Buzi, Manuel Díaz Martínez, y hasta a Lezama Lima. Sin embargo, es de destacar que, en tal autocrítica, y pese a lo que algunos creyeron en esa época, Padilla no denunció a nadie. Ya para ese entonces todos los identificados por sus nombres (y muchos más) estaban más que denunciados, cercados, perseguidos. En última instancia Padilla, aunque siguiendo un riguroso guion, lograba proteger de alguna forma a los nombrados, al hacerlos copartícipes de su autocrítica sin tener necesidad de “disfrutar” de las “bondades hospitalarias” de la Seguridad del Estado como había sido su caso
Y, como es lógico, no podía faltar alguna mención al Máximo Líder: “Y no digamos las veces que he sido injusto e ingrato con Fidel, de lo cual realmente nunca me cansaré de arrepentirme” (p. 89).
El contenido completo de la “autocrítica” es muy extenso, tan colmado de ridiculeces, lugares comunes y exageraciones hiperbólicas que lo hacen parecer una sátira. Pero Padilla (no sé si dentro o fuera del texto que fue obligado a memorizar) deja constancia de que “la mayoría de nuestros escritores y de nuestros artistas” (p. 80) están en contra del castrismo, entre los cuales “si no ha habido más detenciones hasta ahora, si no las ha habido, es por la generosidad de nuestra Revolución” (p. 93), mencionando en el mismo párrafo la posibilidad de ser éstos enjuiciados por tribunales militares —con todas las implicaciones de semejantes juicios, donde las balas juzgan versos. El discurso autocrítico de Padilla en su totalidad pudiera interpretarse como una versión gigantescamente aumentada y sicodélica del famoso eppur se muove que se dice susurró Galileo Galilei (1564-1642) luego de abjurar, ante un Tribunal de la Santa Inquisición, de su convicción de la naturaleza heliocéntrica de la Tierra. Pero en la retractación de Padilla eppur se muove está a la vista de todos. Y no como un susurro, sino como un aterrado y aterrador grito a lo Munch.
Los otros escritores hicieron, según Padilla en sus memorias, sus papeles a la perfección. El único que habló extensamente “fuera de libreto” —pues desconocía su mera existencia— fue el haitiano René Depestre. Su involuntaria (y para él desconocida) osadía le costaría su empleo en Radio Habana y no pocos esfuerzos para poder salir del país con su familia, pues no debe olvidarse que solamente con permiso del Gobierno (a manera de un campamento militar o una prisión, que ambas cosas a la vez era la Cuba del totalitarismo) se podía abandonar o tan siquiera viajar de turista fuera de la Isla.
La “operación” de la Seguridad fue, para sus ejecutores, todo un éxito. Y hasta dícese que el propio Fidel Castro la presenció completa gracias a la filmación que particularmente para él se había hecho, dándole su ungida aprobación para relajamiento de sus angustiados productores policiacos, quienes finalmente pudieron suspirar aliviados. Luego de recibir tal visto bueno del atrabiliario dictador, la agencia de noticias castrista Prensa Latina se encargó de transmitir al mundo entero casi todo lo dicho por Padilla en la reunión, con la confianza de recibir a cambio la noticia del fracaso de “los enemigos” que habían tratado de hacer del caso Padilla un “medio de propaganda imperialista”. ¿Acaso no había terminado Padilla su “autocrítica” con el sacro lema “¡Patria o Muerte! ¡Venceremos!” con que, imitando al Comandante en Jefe, cerraban todos los revolucionarios sus discursos? Pero, hasta donde tengo conocimiento, solamente Cortázar y García Márquez “rectificaron” sus puntos de vista y fueron luego debidamente “perdonados”. Para al resto no bastó la mítica consigna, pues ya había señalado (o se le ha atribuido a) Miguel de Unamuno que una cosa es vencer, y otra convencer [6].
El error de cálculo castrista
Lo burdo del sainete, la “perfección” del tinglado político y lo “oportuno” de su tiempo de representación, hacían imposible para ninguna persona pensante el creerse el mea culpa ideológico resultante de semejante puesta en ridículo. Bastó a los intelectuales revolucionarios extranjeros la lectura de una simple transcripción del discurso “espontáneo” del “arrepentido” transgresor para percatarse de todo el horror presente detrás del mismo y de cómo Padilla, llenándolo de las sórdidas bufonadas y exageraciones “políticamente correctas” que sus nerviosos “coautores” añadieron o no se atrevieron a censurar, les daba la verdadera imagen de su oculta y pavorosa confección.
La segunda carta de los intelectuales europeos y latinoamericanos a Fidel Castro apareció casi un mes después de la reunión de la UNEAC. En ésta no se le llamaba a su destinatario “primer ministro del Gobierno revolucionario” como en la primera, sino “primer ministro del Gobierno cubano”. El cambio del calificativo por el gentilicio es más que significativo. Y el texto no podía ser más duro:
Creemos un deber comunicarle nuestra vergüenza y nuestra cólera. El lastimoso texto de la confesión que ha firmado Heberto Padilla solo puede haberse obtenido por medio de métodos que son la negación de la legalidad y la justicia revolucionarias. El contenido y la forma de dicha confesión, con sus acusaciones absurdas y afirmaciones delirantes, así como el acto celebrado en la UNEAC, en el cual el propio Padilla y los compañeros Belkis Cuza, Díaz Martínez, César López y Pablo Armando Fernández se sometieron a una penosa mascarada de autocrítica, recuerda los momentos más sórdidos de la época estalinista, sus juicios prefabricados y sus cacerías de brujas. (p 123).
Más adelante, los intelectuales izquierdistas hablan de “oscurantismo dogmático”, “xenofobia cultural” y “sistema represivo” en referencia a la situación en Cuba, términos estos todos que hasta entonces solo había utilizado la más reconocida derecha para referirse al castrismo. Y concluye la misiva:
El desprecio a la dignidad humana que supone forzar a un hombre a acusarse ridículamente de las peores traiciones y vilezas no nos alarma por tratarse de un escritor, sino porque cualquier compañero cubano —campesino, obrero, técnico o intelectual— pueda ser también víctima de una violencia y una humillación parecidas. Quisiéramos que la Revolución Cubana volviera a ser lo que en un momento nos hizo considerarla un modelo dentro del socialismo. (p. 123).
Los nombres de todos los firmantes de la primera carta, así como de aquéllos que se habían sumado a la segunda (tales como Claribel Alegría, José Agustín, Juan y Luis Goytisolo, Carlos Monsiváis, Pier Paolo Pasolini, Nathalie Sarraute, Alain Renais y otros) fueron a engrosar la ya de por sí bastante gruesa lista de creadores cuyas obras habían sido prohibidas en Cuba. Pero no fue ésa ni mucho menos la única consecuencia de Fuera del juego y el consiguiente “Caso Padilla”.
En efecto, a fin de legalizar la ya nada ocultable línea estalinista del Gobierno Cubano, se extremó y perfeccionó su terror en el medio cultural de manera profesional, según la voz popular bajo el asesoramiento de la ya nombrada Stasi. La postrera vuelta a la tuerca estaba dada, donde el último tramo de asfixia pública correspondió, en nada envidiable privilegio, a Heberto Padilla. A partir de entonces se recrudecería la vigilancia y represión del estamento intelectual cubano a niveles nunca conocidos en el país; pero sus pormenores serían del todo desconocidos fuera de Cuba. El número de no-personas sería incrementado sustancialmente con la implicación de ser entonces también escritores no-escritores que, marginados, solo podían optar por el extraño método de “publicación” en los voluminosos archivos de la Seguridad del Estado. En ese sentido, el “affaire Padilla” sería poco menos que un desastre para la cultura cubana por décadas.
Pero, conviviendo con ese fracaso cultural, no puede ocultarse un éxito político de dimensiones increíbles. Éste viene dado por el descrédito del castrismo ante la intelectualidad revolucionaria internacional que hasta entonces había constituido la punta de lanza propagandística del régimen totalitario de La Habana en el resto del mundo. Y, particularmente, por haber puesto en la mira de tales intelectuales aspectos más allá del propio libro y su consecuente desarrollo represivo. Dice al respecto José Ángel Valente:
El caso Padilla no agota su gravedad en sí mismo. Atenerse demasiado a él pudiera ser un modo de servir los burdos intereses de una política que recurre a la invención de demonios para ocultar o descargar sus demasiado reales tensiones. Los problemas de Cuba son manifiestos. Su no solución ha obligado al Gobierno a opciones poco concordes con la imagen que la Revolución cubana había dado de sí misma. La desilusión consiguiente no es solo europea, aunque así se pretenda desde La Habana, y no es de orden cultural, sino político. La acumulación de opciones políticamente regresivas ha ido deformando la imagen de la Revolución cubana en beneficio de un esquema, cada vez más visible, de sociedad represiva. Este es el contexto a cuya gravedad total nos remite la particular gravedad del caso Padilla. (p. 130).
En conclusión, Fidel Castro hubo de cometer en su manejo del Caso Padilla un error de cálculo peor que el cometido por el Tribunal de la Santa Inquisición en el Caso Galileo. Porque, en definitiva, tanto en la relación del sol y la Tierra como en la compleja relación entre Revolución y cultura, la expresión “eppur se muove” y su sicodélica extensión criolla siguen, obstinadamente, vigentes.
Bibliografía.
Cabrera Infante, Guillermo. “La confundida lengua del poeta”. Primera plana No 316. Enero 20, 1969. Apud Casal, Lourdes.
Casal, Lourdes. El caso Padilla: Literatura y revolución en Cuba. Documentos. Miami: Ediciones Universal, 1972.
Lolo, Eduardo. “Heberto Padilla: el revés de la máscara”. En Las trampas del tiempo y sus memorias. Edición XXX Aniversario. Nueva York: Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, 2020. 55-101.
Padilla, Heberto. Fuera del jueqo. Miami: Editorial S.I.B.I., sf
—. Intervención en la UNEAC el martes 27 de abril de 1971” Casa de las Américas Año XI, No. 65-66 Marzo-Junio, 1971. Apud Casal, Lourdes.
—. La mala memoria. Madrid: Plaza & Janés, 1989.
Valente, José A. “Cuba: Dogma y Ritual”. Triunfo No 472, 19 de junio, 1971. Apud Casal, Lourdes
Documentos:
“Acta del Jurado de Poesía”. Apud Casal, Lourdes.
“Declaración de la UNEAC”. Apud Casal, Lourdes.
“Primera Carta de los intelectuales europeos y latinoamericanos a Fidel Castro.” Apud Casal, Lourdes.
“Segunda Carta…” Apud Casal, Lourdes.
Citas:
[1] Tomado del Anuario Histórico Cubanoamericano No. 5 (2021): 17-38, en edición simultánea con el “Dossier Padilla” de Cuadernos Hispanoamericanos (España), 2021.
[2] Hay mucho escrito sobre el tema. Lo más reciente que he leído acerca del mismo es: Rueda Laffond, José Carlos. “Autocrítica: prácticas y estrategias en la cultura comunista, 1927-1939.” (Historia Social #98 [2020]: 39-59.)
[3] Lolo, Eduardo. “Heberto Padilla: el revés de la máscara.” En: Las trampas del tiempo y sus memorias. Edición XXX Aniversario. Nueva York: Academia de la Historia de Cuba en el Exilio, 2020. 55-101.
[4] Cabrera Infante, con el ingenioso sarcasmo que lo caracterizaba, había definido el concepto de no-persona de los caídos en desgracia políticamente durante el castrismo en diversas categorías: no-personas revolucionarias, no-personas arrevolucionarias y no-personas contrarrevolucionarias (p.16)
[5] Abreviatura de Ministerium für Staatssicherheit (Ministerio para la Seguridad del Estado), nombre oficial de la policía política de la desaparecida República Democrática Alemana (RDA)
[6] Véase: Núñez Florencio, Rafael. “Encontronazo en Salamanca: ‘Venceréis pero no convenceréis’” La Aventura de la Historia #184 (2014): p. 35-39.
©Eduardo Lolo. All Rights Reserved.